Por: José Hernández
Director adjunto
La bronca que cazó el Gobierno con los médicos sirvió para
demostrar que no necesita a un montón de gente: Ministerio de la política,
asesores, cúpula del movimiento, asambleístas… El Presidente copa todos los
puestos juntos. En realidad, Rafael Correa no aprende. Dirá que sí. La política
es, para él, el arte de oírse, la convicción de que tiene que imponer y, claro,
la supuesta astucia para endosar las (pésimas) consecuencias de lo que genera a
otros.
Se supo, desde que apareció el problema con los médicos, por
culpa del artículo 146, que el Gobierno iba a propiciar un serio desgaste
social. El menú que sirve no cambia: negar el problema. Hacer creer que el
grupo que reacciona no entiende. Atacar a los dirigentes. Mostrar a esas
personas como innecesarios (se pueden reemplazar). Usar un manojo de sutiles o
abiertas amenazas (cualquier ley). Tratar de aislar a los rebeldes del resto de
la opinión (defienden intereses gremiales o particulares...). Incluirlos en la
lista de esa pobre gente que es
manipulable. Convertirlos en fuerzas desestabilizadoras o enemigos del
Gobierno… Declarar la victoria, hasta siempre.
El arte de la política que, en el fondo, es un ejercicio
respetuoso de convencer -oyendo y hablando-, no le interesa. Y cuando el
correísmo entiende que, por más votos que tenga o más cadenas irrespetuosas que
produzca, no llegará a implantar sus razones, busca chivos expiatorios. Esta
vez, en un acto de extraordinaria originalidad, volvió a señalar a ciertos
medios -este en particular- por haber puesto una “o” donde debía ir una “e”. Un
error sin duda, lamentable y así se reconoció, pero insignificante a la luz del
problema anunciado desde hace por lo menos tres meses y medio. Entonces
surgieron las amenazas de renuncia si no se cambiaba el contenido del artículo
146...
En cualquier democracia, los desencuentros con la opinión
son momentos vitales para los políticos. Por eso los presidentes
tienen círculos de confianza, ministros
de la política, asesores, gente del partido, asambleístas… Aquí el Gobierno se
contentó con dorar la píldora (los médicos dicen que no respetó el compromiso al que llegaron) y
puso a trabajar el aparato de propaganda que sirvió el menú de siempre.
Correa habla mucho de los seres humanos pero, al parecer, no
los conoce tanto como debiera. ¿Acaso es difícil entender que esos médicos
están legítimamente inquietos con la sola idea de ir a la cárcel por un
artículo que, a sus ojos, no es preciso y está, como gran parte del Código,
sujeto a la interpretación de un juez? ¿No se
entiende que un médico no concibe en
su plan de vida, granjearse demandas por las ambigüedades de un Código
Penal que, apenas nace, suscita planes para reformarlo entre aquellos que votaron por él?
Nadie criticó al Presidente por tomar en cuenta los intereses
de los ciudadanos también expuestos a eventuales malas prácticas médicas. Pero
en el Gobierno, ¿quién podía dudar de que debían llegar a un acuerdo con los
médicos? En vez de aquello, el propio presidente crispó el ambiente, buscó
salidas de emergencia inviables (llenar el país de médicos de afuera), incluso
evocó la posibilidad de mandar enfermos en avión al exterior… Es decir, en vez
de hacer política pública, él y su Gobierno prefirieron ignorar legítimas
inquietudes. Y buscaron chivos expiatorios con argumentos tan originales como
deleznables.
El Presidente debe sentirse feliz de encontrar tanto apoyo a
su alrededor y tantas personas (en el Gobierno y en la Asamblea) que repiten,
como si se sintieran forzadas, sus palabras, explicaciones e incluso
exabruptos.
¿A eso se le llama lealtad partidista? ¿Es eso lo que
necesita un Presidente? En los hechos
ningún comedido rinde servicio a nadie limitándose a imitar a su jefe. Y
Correa termina, tras ese enorme desgaste generado por su Gobierno, en el punto
indicado por el sentido común: buscando una salida política a la legítima
aspiración de un grupo preocupado.
La bronca deja entonces
dos lecciones: sobra gente a su alrededor y la política sigue siendo,
para él, el placer de oírse.
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