lunes, 3 de febrero de 2014

Olor rancio



Por: Marena Briones Velasteguí
En aquellas ocasiones en las que me topo con alguno de esos rasgos del carácter humano que tienen (desde mi perspectiva, claro está) un desagradable olor a rancio, me pregunto si no será que debería meditar más y mejor sobre las posibles bondades que un tal desagradable olor puede tener. Después de todo (aunque eso no es garantía de nada) el diccionario oficial del español indica en primer lugar que rancio “se dice del vino y de los comestibles grasientos que con el tiempo adquieren sabor y olor más fuertes, mejorándose o echándose a perder”. 
De tal suerte que, como bien sugiere la existencia de exquisitos quesos y jamones curados, hay sabores y olores rancios que destilan bondad, gustativa o de otra índole. Otros, en cambio, como aquel que ha movido estos comentarios, son de los que prontamente se echan a perder.

Pues, bien, a mí me huele excesivamente a rancio, a un rancio muy desagradable, que haya gobernantes que logren amañar reformas al sistema jurídico con el cual fueron elegidos, para seguir asidos como garrapatas al poder. En otras palabras: me huele a tufo, a demasiado rancio, que haya gobernantes capaces de torcer todo lo que pueden torcer, para acomodar las normas constitucionales de su país al irrefrenable antojo de querer continuar gobernando. Si las apariencias mantienen algo de decoro aún en esos casos, la última palabra siempre deberían de tenerla los electores; pero, esa es una circunstancia que no goza de la virtud de transformar en lozano lo que nació o se hizo putrefacto.
Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, acaba de obtener de la Asamblea Nacional de su país, integrada en su mayor parte por miembros del Frente Sandinista, partido en el gobierno, la venia constitucional para poder ser reelegido en seguidilla una y otra vez. Y eso que ya en 2011 alcanzó la reelección gracias también a que contó con la chapucería de la Corte Suprema, que “borró” la prohibición que entonces existía de que no podía ser presidente quien estuviera desempeñando tales funciones o quien hubiere sido ya presidente por dos ocasiones. Hoy, no solo que esas prohibiciones han desaparecido de la faz constitucional, sino que incluso se han sacramentado (constitucionalmente, por supuesto) la reelección indefinida y el triunfo electoral con mayoría relativa de votos (simplemente gana el candidato que obtuviere más votos).
Y como a esta clase de gobernantes los fantasmas golpistas y persecutorios no los dejan en paz, qué mejor que castigar el cambio de bancada parlamentaria y qué mejor que prohibir que un ciudadano llegue a ocupar la presidencia de la república o cualquier otro cargo público mediante golpe de Estado. Y qué mejor que llenarse de la mayor cantidad de superpoderes: controlar el espacio radioeléctrico y de telecomunicaciones, legislar por decretos, colocar a militares y policías en puestos de gobierno, establecer tributos o modificarlos. Y, de paso y para auténtico colmo, llamar audazmente a todo eso “profundización de la democracia”. Si es que lo he dicho antes: se trata de un insoportable olor a rancio.

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