Por: Ana Karina López
Cosas que se oyen por ahí. “Está escribiendo mucho sobre lo
mismo, demasiada crítica”. “Ciertos medios tienen que dejar de ver tanto las
costuras a Correa”. “La revolución ciudadana es así, ha traído muchas cosas
buenas y las cosas malas hay que aceptarlas con el paquete”...
Reflexión y cuestionamiento: ¿Tal vez esas miradas externas
tienen razón? Entonces, llega el sábado con la intervención presidencial (la
“ladratina” como la ha bautizado un amigo) y el alcance de esas palabras se
evapora, sobrepasado por el odio y el sinsentido de las otras.
Este sábado no fue la excepción. Después de toda la parodia,
ese proceso kafkiano en el que se juzgó la caricatura de Javier Bonilla en la
Superintendencia de Comunicación, con una multa y una sentencia que deja mucho
que desear no solo en lo jurídico sino hasta en lo gramatical, los insultos y
los ataques siguieron.
El presidente de todos los ecuatorianos calificó a la
caricatura como una “infamia, mentira, calumnia y cobardía”. De Xavier Bonilla
(Bonil) dijo que era “sinvergüenza, ignorante, odiador, cobarde disfrazado de
caricaturista”, tras mostrar tres de sus caricaturas referentes al Parque
Nacional Yasuní, Hugo Chávez y supuestos plagios.
Y, como siempre, conminó a un enfrentamiento en su
cuadrilátero, para él el único legítimo: “Si es valiente, póngase de candidato,
póngase de analista político, no saca medio voto. Se disfraza bajo un tintero
para desfogar su odio. Gracias a Dios ya tenemos quien nos defienda... Gracias
a nuestra nueva Ley de Comunicación se les acabó la fiesta”. Un resumen de los
minutos que destinó al hecho. Hubo más insultos y argumentaciones. Siempre lo
mismo: loas al poder, lodo a los otros.
Después de estas dosis repetitivas de lo que según Carondelet
es la comunicación objetiva, la certeza es que las argumentaciones iniciales
que cuestionaban mi posición no se sostienen.
Sí, hay cosas buenas
que han sucedido desde 2007. Hay carreteras que se readecuaron, caminos que se
hicieron, procesos en la educación y en la burocracia en general que se
forjaron. Hay becas, escuelas nuevas, universidades especializadas. Nadie en su
sano juicio puede estar en contra.
¿Pero eso quiere decir que no puedo decir lo que pienso
porque de lo contrario me insulta, me desacredita y me desvaloriza? ¿En nombre
de una gestión que finalmente hace lo que debe hacer, es decir gobernar, hay
que omitir que se están vulnerando los derechos? ¿Debemos dejar que el miedo y
la sospecha sean los parámetros para expresarnos? ¿Tenemos que aceptar sus
admoniciones como la palabra sagrada? ¿Acaso los votos, conseguidos a través de
cualquier método, son una patente de corso para
hacer lo que quiere, insultar y denigrar? ¿Es suficiente ganar las
elecciones para no consensuar y solo imponer? ¿Debemos callarnos y agachar la
cabeza ante un sistema que concentra cada vez más poder? ¿Hay que omitir que la
renovada justicia no ha juzgado los casos de corrupción de este gobierno? ¿En
nombre de la obra construida hay que renunciar a la fiscalización ciudadana?
Un puñado de dádivas no puede ser el freno al pensamiento y
la palabra.
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