Por: Marlon Puertas
En el juego del gato y el ratón, el ratón siempre tiene las
de ganar y el gato queda como un tonto. En el chiste de la hormiga y el
elefante, el favoritismo se lo lleva el pequeño insecto y eso que hay elefantes
tiernos que invitan a la solidaridad. Dumbo hasta me hizo llorar. Pero también
existen mastodontes torpes y con bajos instintos, tan bajos que no tienen
ninguna contemplación en aplastar con toda su fuerza a los más débiles. A esas bestias hay que tenerles cuidado.
En el juego del político y el ciudadano, el político tiene
las de ganar. Agarrado en el poder y apuntalado con unos cuantos votos, se cree
con la potestad suficiente para imponer siempre lo que él quiere. Si cree que
alguien merece un castigo porque no siguió los patrones de conducta que sigue
la mayoría, hará todo lo necesario para darle una lección. Una lección de
fuerza, literalmente. Con la ventaja, signo de los tiempos, de que esa fuerza
ahora se arropa con la ley. Bendita ley. La norma que antes amparaba los
derechos de los ciudadanos, ahora sirve al poder para atropellar a esos mismos
ciudadanos que antes cuidaba. Le llaman revolución, pero en realidad es un
sistema perverso que no deja espacios para hablar. Le apaga los micrófonos a
los disonantes, le arrebata los parlantes a los que no siguen el coro. Y
castiga a quienes, pese a todo eso, hacen oír su voz.
Es que las voces altaneras son tan difíciles de controlar.
Pruébenlo con sus propios hijos. No
digamos con seres rebeldes, independientes, difíciles de domar y, a fin de
cuentas, sin ningún compromiso de aceptar con mansedumbre el sometimiento. Las cosas son como son y ninguna ley o
autoridad, por más poderosa que sea, podrá cambiar el pensamiento distinto que
generan hechos tan controversiales como abusivos. Y si ese pensamiento recurre a las armas del
ingenio y el talento, nunca la fuerza bruta podrá vencer.
La diferencia entre un político y un rebelde está en la
libertad. El político, pobrecito, no es libre, está preso, condenado a que sus
actos siempre respondan a un interés determinado y sus pasos no pueden ir más
allá de lo que su triste realidad le impone. El mayor interés de ellos,
pobrecitos, es mantener su poder, a como dé lugar. El rebelde puede jugar con
sus sueños, apostar a lo imposible, vencer con sus ideas al invencible.
Bonil le ha visto las costuras a la revolución y se las
seguirá viendo, de eso podemos estar seguros, porque es uno de esos rebeldes
modernos, finos, que no necesita
levantar la voz para que sus mensajes revienten los oídos a los abusivos. Por
más que ahora intenten decir que ha recibido su escarmiento, la realidad es que
la medicina que le aplicaron resultó peor que su enfermedad, porque esa
enfermedad no tiene cura y más bien se alimenta de cada paso en falso que dan
los protagonistas de sus trazos. Esa enfermedad que padece Bonil se llama humor
y quienes somos especialistas en el asunto, lo desahuciamos por completo y
sabemos que morirá con eso. Con una sonrisa en su rostro, que ni todas las
multas que le pongan se la podrán quitar.
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