Por: César Montúfar
En un estado de propaganda la realidad es la cuña de sí
misma; los hechos se confunden con la voz del poder, con los delirios y miedos
del gobernante, con los planes que se evalúan aunque no se ejecuten, con las
estadísticas oficiales, con los informes redactados por cumplir, con las
primeras piedras de los elefantes blancos.
Lo real se suspende; el poder lo
convierte en versión oficial; reina el eslogan y el país es la fotografía de
una valla al filo de la carretera. El Gobierno ecuatoriano, no sin cierto
despliegue de ingenio, ha inventado incluso una ley, varios reglamentos, dos
instituciones públicas, la Supercom y el Consejo de Comunicación, para
sancionar a quien la escriba, dibuje, fotografíe o filme; a quien la traiga a
colación.
Aquello, sin pudor, lo llama comunicación responsable. Pero la
realidad sigue ahí, resiste y, de vez en cuando, asoma la cabeza, irrumpe. Y,
entonces, los problemas aparecen, las fisuras se transforman en grietas, los
pequeños temblores remueven lo más profundo. La realidad irrumpe y desmiente la
voz del poder, los delirios y miedos del gobernante; los planes que se evalúan
aunque no se ejecuten, las estadísticas oficiales, los informes redactados por
cumplir, las primeras piedras de los elefantes blancos. La realidad se asoma
con estudiantes portando pancartas, con activistas gritando su verdad, con
periodistas cumpliendo su oficio, con personas comunes y corrientes mirando más
allá de lo que les dicen. Y aquello enloquece al poder; ciega sus decisiones,
provoca insultos, sabatinas, equivocaciones, amenazas de renuncia si no lo
obedecen, Manda, entonces, a castigar al caricaturista, encarcelar al director
del hospital que lo contradijo, cerrar la señal de una radio, allanar
domicilios para "llevarse denuncias de corrupción" y etcétera. Esa
irrupción de la realidad, precisamente, ocurre hoy en Venezuela con las
protestas que invaden las calles y que el Gobierno busca no solo prohibir sino,
sobre todo, ocultar. Aquello, de igual forma, puede suceder en el resultado de
algunas circunscripciones del país, incluida Quito, en las elecciones venideras.
A veces, incluso, las torpezas del poder nos permiten ver esa realidad desnuda
como cuando la semana pasada, en una fiebre de pánico electoral, el Alcalde
encargado de Quito dejó sin efecto peajes, redujo multas e impuestos. Lo propio
hizo Bucaram, allá por 1997, al bajar el precio del gas cuando su mandato se
evaporaba ante las protestas ciudadanas. (Disculpen la asociación mental entre
el alcalde Albán y el expresidente, pero resulta, de modo patético,
inevitable.) Esa irrupción de la realidad es muchas veces silenciosa y
tranquila. Sigue un tiempo distinto al vértigo político, a los tiempos de
elecciones, a los planes cuatrianuales del Buen Vivir. Puede tardar pero cuando
llega es una bola de nieve, un aluvión, un huracán y no hay poder que la pueda
abolir; no hay discurso ni policía que la contenga. Esa realidad rebelde y
porfiada, hermosa; como una niña que crece hasta tornarse en una marea
incontenible.
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