Los ingeniosos aliados de sus sepultureros

La última vez que se le planteó un debate público sobre su propio papel en la sociedad, diario El Comercio huyó por las ramas más altas. La Secom había ordenado al medio una rectificación que lo obligaba a publicar una mentira en su primera página, una mentira que contradecía todas las evidencias de su propia reportería, y El Comercio se allanó sin ningún tipo de refutación ni aclaración periodística, es decir: declinó su propio criterio editorial ante las imposiciones del poder y, por tanto, priorizó una conveniencia política por sobre los intereses de sus lectores. Cuando se le criticó por ese hecho, el director adjunto respondiócon oscuras alusiones personales, dudosos chistes privados (¡en la página editorial!), viejos resentimientos y penosas evasivas. En otras palabras: eludió el debate. Dio por sentado que bastaba con descalificar a los críticos para desmerecer la solidez de sus argumentos:n ua manera de procesar los debates públicos que parece haber aprendido de Rafael Correa. Y pasó de agache frente al problema de fondo. ¿Cuál debe ser la respuesta ética del periodismo ante el aparato de control de la información montado por el gobierno? El Comercio se niega a responder esta pregunta. Se niega, en primer lugar, a respondérsela a sí mismo. Hoy, tras el despido de Martín Pallares, el más reconocido de sus editores y, al mismo tiempo, el más escarmentado por el correísmo, esa cuestión vuelve a plantearse. Ojalá que en esta ocasión El Comercio responda con altura. Ya no puede eludir el hecho de que su política editorial es un tema de interés público.
El mayor éxito del aparato de propaganda correísta consiste en haber posicionado como normales ciertas cosas que no lo son en absoluto. No es normal que un periódico como El Comercio, acaso el principal diario político del país durante al menos los últimos 30 años, si no más, remueva de su cargo a un periodista como Pallares, conocido por su coherencia en la defensa de los valores democráticos y por su aplicación ética del oficio. En cualquier democracia cuya opinión pública no se encuentre distorsionada por el prisma de la propaganda, esto es un pequeño escándalo y un tema de debate. Sobre todo cuando el motivo del despido es, según explica el propio Pallares, haber faltado el respeto al presidente de la República en un tuit, motivo que se antoja insuficiente. El Comercio no ha dado ninguna explicación a sus lectores y el simple hecho de que no se sienta obligado a hacerlo demuestra el extravío en que han caído sus políticas editoriales y lo desconectado que se encuentra el diario de la sociedad a la que sirve. Sus directivos parecen considerar el despido de Pallares como algo normal, algo que simplemente se ajusta a los procedimientos. En eso también se parecen al aparato de propaganda correísta.
Cuando el mexicano Ángel González compró el diario, a los periodistas de El Comercio se les prometió que no habría despidos y que la línea editorial se mantendría. ¿Alguien se lo creyó? Al magnate residente en Miami, dueño de un imperio mediático de alcance continental, el gobierno le había facilitado las cosas, dictando un reglamento con dedicatoria que le permitiera hacer lo que cualquier empresario ecuatoriano tiene prohibido: comprar todos los medios de comunicación que pueda pagar en el país sin que se le exija desembarazarse de sus otros negocios y sin que el aparato de control de medios diga ni pío. Desde el principio fue obvio que alguien así, famoso además por mantener buenas relaciones con el poder en todos los países en los que invierte su fortuna, no compra un periódico cualquiera para permitir que un Martín Pallares o quien sea le indisponga con el gobierno.
Pues bien: no ha transcurrido un año desde la venta de El Comercio y los despidos han comenzado exactamente por donde más pudo desearlo el correísmo: por un periodista que el presidente se ha complacido en insultar y desacreditar, que ha sido blanco de los peores ataques de que es capaz el gobierno, incluidos los más infames, los más ásperos. En cuanto a la línea editorial del diario… Bueno, el vistoso pretexto con que las autoridades del diario justifican el despido pone en evidencia en qué ha quedado. En esto El Comercio se pinta de cuerpo entero. Porque Pallares no violó ningún código deontológico: no mintió, no calumnió, no se sirvió del diario en su propio beneficio, no traicionó ningún principio. Si no se necesita hacer nada de eso para que lo despidan a uno de El Comercio, si basta con contravenir el Manual de Buenas Prácticas para las redes sociales, un confuso documento que a ratos parece reglamento y a ratos lista de recomendaciones, es porque la línea editorial se ha perdido y el código deontológico ha sido sustituido por la conveniencia política.
Supongamos que sí: que Martín Pallares faltó al respeto al presidente de la República en su cuenta de Twitter. Supongamos que lo irrespetó gravemente y en repetidas ocasiones. ¿Es ese un argumento suficiente para privar a la sociedad y al debate público de una voz reconocida y respetada, una voz con la que se identifican miles de lectores por las ideas que aporta y los principios que defiende? ¿Cuál es, en este caso, el valor más elevado que debe resguardar un medio? ¿Cuál es el principio que debe prevalecer? ¿Las buenas prácticas de un manual confuso o la necesidad de multiplicar las voces que aporten al debate? El Comercio ya respondió. Como lo hubiera hecho Correa.
El despido de Martín Pallares contradice la propia letra del reglamento que le acusan de quebrantar. En él se impone a los periodistas de El Comercio la obligación de declarar en sus cuentas de Twitter que las opiniones ahí expresadas son personales y no comprometen al diario. En la práctica resulta que las opiniones personales, para no comprometer al diario, no deben ser expresadas.
Con decisiones de este tipo, es fácil comprender cuál es el ambiente de trabajo en la redacción del diario. De hecho, cualquier periodista o cualquier persona que trabaje en contacto con periodistas en la ciudad de Quito lo sabe de sobra: ese ambiente es, por decirlo con palabras suaves, poco amistoso para la práctica del oficio. Ahí se respira un aire cada vez más enrarecido y si muchos no han renunciado ya, es porque no tienen, en un universo mediático copado por los intereses estatales, a dónde ir a trabajar. ¿No es así? No sólo que los periodistas no se sientan libres para expresar sus opiniones aun en las redes sociales porque alguien los observa y contabiliza sus fallos. Es que están cansados de haber delegado sus competencias profesionales en manos de los asesores jurídicos de la empresa; es que están temerosos de cada carta, de cada reclamo, de cada rectificación pedida por el gobierno (y cualquiera que trabaje en una redacción en el país sabe que de ésas llegan decenas por semana), porque las discusiones que generan tales reclamos no se resuelven necesariamente en términos periodísticos sino jurídicos o políticos. Están hartos, en fin, de la claudicación diaria a que se ven forzados. Todavía queda en El Comercio una legión de periodistas honestos que nunca necesitaron de una ley ridícula y persecutoria para ejercer su oficio con valores. ¿Qué futuro les ofrece el diario?
El despido de Martín Pallares demuestra una vez más, por si hiciera falta, que la redacción de El Comercio dejó de ser un lugar para ejercer el periodismo con libertad. Y eso nos priva de voces y de perspectivas, empobrece el debate público, añade otro factor de incertidumbre al ya maltratado campo de la información, en fin, hace de éste un país peor. Por eso, cuando El Comercio se esfuerza por ganarse unos puntos con el presidente y toma decisiones que hasta parecen diseñadas a pedido, lo que está haciendo es incumplir con sus responsabilidades públicas. ¿Cuál debe ser la respuesta del periodismo ante el aparato de control mediático montado por el gobierno? El Comercio ya eligió: ponerse a su servicio. Por lo menos sus directivos deberían pensar de qué les sirve, porque el resultado es tragicómico: mientras más méritos hace el diario, peor le va. Mientras más bajan la cabeza, más insultos reciben del poder. Y si ahora entregan la anhelada cabeza de Pallares en una bandeja, el correísmo aceptará la ofrenda, muerto de la risa, y los mandará de vuelta con una patada en el trasero. Porque esta es una situación en la que no se puede pasar de agache. ¿Qué esperan los directivos de El Comercio? ¿Piensan que podrán simplemente, cuando esto haya terminado, levantar el lomo que hoy se esfuerzan por mantener doblado y recuperar su antigua postura, su antiguo prestigio, su antigua línea editorial? ¿Acaso se puede colaborar tan agenciosamente con quien pretende vernos enterrados y salir incólume?