miércoles, 26 de febrero de 2014

El éxito de Correa muta en lastre...



Por: José Hernández
La sordera en política es una enfermedad de pronóstico reservado. Y no es patrimonio de tendencia alguna.
Oír al presidente Correa, tras las elecciones del domingo, puede ser un ejercicio desalentador. Todo eso empieza por el lenguaje que, por aquello del complejo de Adán, es una de las prioridades de este Gobierno: la derrota solo fue un sacudón. Perder Quito, Cuenca y otro reguero de capitales de provincia y grandes ciudades no es grave: su movimiento sigue siendo el mayor del país. Si se le recuerdan sus frases, según las cuales la sola idea de perder Quito introducía un elemento desestabilizador para su revolución, eso es ahora menospreciar al resto del país...
Se entiende que Alianza País no quiera hacer su duelo en público. Sin embargo, así como resultó pasmoso no oírles reflexionar cuando todo arrasaban, hoy es inquietante escuchar cómo maquillan la derrota. Y, sobre todo, cómo el oficialismo evita llamar las cosas por su nombre.

Los dirigentes que se expresaron ayer recogieron las explicaciones que dio el presidente el domingo. Esa noche no ensayó un análisis. Lo que hizo podría asimilarse más a palmadas de aliento dadas en la espalda de sus seguidores que a lecciones procesadas por un estratega.
En ese detalle se ve que el aparato correísta no reacciona. Se acostumbró al reflejo condicionado de oír al jefe y repetirlo con infinito amor. Ayer se dijo que en 15 días habrá un taller para evaluar el tsunami electoral del domingo. O se invocó la poca atención que merecieron, por parte de Augusto Barrera, por ejemplo, las obras pequeñas, porque se dedicó a promocionar las de mayor envergadura... En definitiva, el oficialismo se da 15 días para saber lo que ocurrió con el electorado en el país. También se dijo que, en ese lapso, compararán el mapa electoral que había con el que se dibujó el domingo.
Ese ejercicio puede ocultar uno de los problemas políticos fundamentales que tiene el oficialismo. Para visualizarlo, basta con devolver la película: Correa se acostumbró a ganar demoliendo enemigos reales y molinos de viento creados por él y su aparato de propaganda. El éxito se basó, ciertamente, en la atención a los más desfavorecidos y en una obra pública impresionante. Pero también en políticas perversas que consisten en lastimar personas, extender como chicle la ley, cooptar otros poderes, violentar organizaciones sociales, convertir la justicia en una suerte de Robocop desalmado, crear puestos para funcionarios que parecen disfrutar el encargo de inquisidor...
Para sacar lecciones del pronunciamiento popular del 23-F, el correísmo debiera recurrir a dos ejercicios poco gratos: primero, prescindir del factor ideológico que Correa ensayó con poco éxito el domingo. Esa es una coartada que solo interesa a los más extremistas del correísmo. Y segundo, reconocer que aquello que le dio éxito en el pasado es hoy su mayor lastre.
¿Cómo se reinventan, entonces, un presidente y un movimiento que han producido obras, es cierto, pero también exabruptos, prepotencia y violaciones a la ley? Reinventarse implica responder a un interrogante de fondo: ¿cuál creen que es su elector? Una persona que espera obras, ¿está presta a firmar eternamente cheques en blanco y es fría como el mármol? ¿Es una persona que no se conmueve con los excesos de autoridad ni con las víctimas de un sistema desalmado pensado para demoler a los otros?
¿En qué elector pensará el correísmo cuando haga su balance? ¿Y con qué palabras lo hará, pues trastocó el lenguaje? Y también las visiones: ¿acaso no está convencido de defender principios, libertades y valores, cuando es uno de los gobiernos que más los ha coartado?
Entender qué ocurrió el 23-F debería empezar por devolver el significado a las palabras. Llamar a una derrota, una derrota.

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