Por: José Hernández
La sordera en política es una enfermedad de pronóstico
reservado. Y no es patrimonio de tendencia alguna.
Oír al presidente Correa, tras las elecciones del domingo,
puede ser un ejercicio desalentador. Todo eso empieza por el lenguaje que, por
aquello del complejo de Adán, es una de las prioridades de este Gobierno: la
derrota solo fue un sacudón. Perder Quito, Cuenca y otro reguero de capitales
de provincia y grandes ciudades no es grave: su movimiento sigue siendo el
mayor del país. Si se le recuerdan sus frases, según las cuales la sola idea de
perder Quito introducía un elemento desestabilizador para su revolución, eso es
ahora menospreciar al resto del país...
Se entiende que Alianza País no quiera hacer su duelo en
público. Sin embargo, así como resultó pasmoso no oírles reflexionar cuando
todo arrasaban, hoy es inquietante escuchar cómo maquillan la derrota. Y, sobre
todo, cómo el oficialismo evita llamar las cosas por su nombre.
Los dirigentes que se expresaron ayer recogieron las
explicaciones que dio el presidente el domingo. Esa noche no ensayó un
análisis. Lo que hizo podría asimilarse más a palmadas de aliento dadas en la
espalda de sus seguidores que a lecciones procesadas por un estratega.
En ese detalle se ve que el aparato correísta no reacciona.
Se acostumbró al reflejo condicionado de oír al jefe y repetirlo con infinito
amor. Ayer se dijo que en 15 días habrá un taller para evaluar el tsunami
electoral del domingo. O se invocó la poca atención que merecieron, por parte
de Augusto Barrera, por ejemplo, las obras pequeñas, porque se dedicó a
promocionar las de mayor envergadura... En definitiva, el oficialismo se da 15
días para saber lo que ocurrió con el electorado en el país. También se dijo
que, en ese lapso, compararán el mapa electoral que había con el que se dibujó
el domingo.
Ese ejercicio puede ocultar uno de los problemas políticos
fundamentales que tiene el oficialismo. Para visualizarlo, basta con devolver
la película: Correa se acostumbró a ganar demoliendo enemigos reales y molinos
de viento creados por él y su aparato de propaganda. El éxito se basó,
ciertamente, en la atención a los más desfavorecidos y en una obra pública impresionante.
Pero también en políticas perversas que consisten en lastimar personas,
extender como chicle la ley, cooptar otros poderes, violentar organizaciones
sociales, convertir la justicia en una suerte de Robocop desalmado, crear
puestos para funcionarios que parecen disfrutar el encargo de inquisidor...
Para sacar lecciones del pronunciamiento popular del 23-F, el
correísmo debiera recurrir a dos ejercicios poco gratos: primero, prescindir
del factor ideológico que Correa ensayó con poco éxito el domingo. Esa es una
coartada que solo interesa a los más extremistas del correísmo. Y segundo,
reconocer que aquello que le dio éxito en el pasado es hoy su mayor lastre.
¿Cómo se reinventan, entonces, un presidente y un movimiento
que han producido obras, es cierto, pero también exabruptos, prepotencia y
violaciones a la ley? Reinventarse implica responder a un interrogante de
fondo: ¿cuál creen que es su elector? Una persona que espera obras, ¿está
presta a firmar eternamente cheques en blanco y es fría como el mármol? ¿Es una
persona que no se conmueve con los excesos de autoridad ni con las víctimas de
un sistema desalmado pensado para demoler a los otros?
¿En qué elector pensará el correísmo cuando haga su balance?
¿Y con qué palabras lo hará, pues trastocó el lenguaje? Y también las visiones:
¿acaso no está convencido de defender principios, libertades y valores, cuando
es uno de los gobiernos que más los ha coartado?
Entender qué ocurrió el 23-F debería empezar por devolver el
significado a las palabras. Llamar a una derrota, una derrota.
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