Por: Carlos Arcos Cabrera
Pasan los días y miro, una y otra vez, la caricatura que
Bonil publicara el 28 de diciembre de 2013. Busco razones y explicaciones
plausibles a la paroxística respuesta del Gobierno de Ecuador. No las
encuentro. Un enorme vacío se abre entre la ironía que conlleva la caricatura y
la desmesura de la respuesta política.
La política y los políticos han sido uno de los temas
preferidos de la caricatura en Ecuador y en el mundo. Véase al respecto el
libro de Hernán Ibarra (2006), Los trazos del tiempo: la caricatura política en
Ecuador a mediados del siglo XX. Es una relación conflictiva por la naturaleza
misma de la caricatura. La caricatura –y sigo al Diccionario de la Lengua
Española– es en una primera acepción, «Dibujo satírico en que se deforman las
facciones y el aspecto de alguien» y en una segunda, «Obra de arte que
ridiculiza o toma en broma el modelo que tiene por objeto.» Esto implica un
ejercicio de libertad, libertad para crear y para recrear la realidad, libertad
para caricaturizarla.
Los políticos, cuando ejercen el poder son poco proclives a
ser caricaturizados, especialmente cuando representan regímenes de marcado
corte autoritario. Existen interesantes estudios al respecto como el de Fausta
Gantús (2009) Caricatura y poder político. Crítica, censura y represión en la
ciudad de México, 1876-1888, que estudia el caso de Porfirio Díaz que dominó la
vida política mexicana entre 1876 y 1910; el de Aranzazu Sarriá Buil (2006) en
Caricatura desde el exilio: en torno a la figura del General Franco; así como
las reflexiones sobre la caricatura en el Chile de Pinochet. María Elena Bedoya
y Xavier Bonilla (2009) en Historia del Humor Gráfico en Ecuador recuerdan la
clausura del Diario EL UNIVERSO el 10 de junio de 1937, por orden del general Ulpiano
Páez, por una caricatura que la Fuerzas Armadas consideraron ofensiva. En esta
historia ya larga se inscribe el Caso Bonil. El poder autoritario no encuentra
en la caricatura la imagen complaciente de un espejo sino sus rasgos grotescos.
¿Qué susceptibilidades tocó Bonil? ¿Qué miedos? ¿Qué oscuros
temores desató la recreación caricaturesca de una demostración de fuerza
(legítima o no, es otro tema) del poder contra un ciudadano que arguye tener
pruebas sobre casos de corrupción? ¿Qué rencores acumulados por la crítica
cáustica de una caricatura, desató tal furor?
Los argumentos que el poder y de las instituciones que lo
representan han puesto en circulación caricaturizan la caricatura, la quieren
convertir en prueba jurídica, en fotocopia de la realidad o en demostración de
un dogma económico desplegado en la pizarra de un aula universitaria. En tal
sentido, el escrito acusatorio de la Supercom, cuando el tiempo haga su labor
de zapa, quedará como un intento de una acción inquisitorial y como tal alimentará
la historia de la infamia.
Una primera e inevitable conclusión de la parafernalia creada
es que a Bonil se le acusa y es altamente probable que se lo sancione, por lo
que es y por lo que hace: un caricaturista que produce una «obra de arte que
ridiculiza o toma en broma el modelo que tiene por objeto». Una segunda
conclusión: ridiculizar o tomar en broma es algo sustancial a la caricatura,
ergo, no se puede pedir ni al caricaturista, ni a la caricatura una «prueba de
verdad» de lo dibujado, menos aún apoye el orden social y legitime la acción de
la autoridad, como se desprende del informe de la Supercom. Para eso están las
oficinas de comunicación del Estado. Lo que como ciudadano exijo, si se trata
de un caricaturista de respeto es que deforme y ridiculice la realidad, en caso
contrario, se le debe rogar que se dedique a las leyes, a los negocios de la
política, o a la economía.
Con una imagen, un par de trazos de tinta sobre un papel,
Bonil ha logrado algo que ni la más sesuda crítica política, ni la más radical
oposición ha conseguido: desnudar la absoluta irracionalidad del poder
autoritario, la fragilidad extrema de sus fundamentos, sus pies de barro más
allá del voto masivo que finalmente siempre es susceptible de manipulación.
Con ingenio la caricatura nos enseña lo que el poder oculta:
frente al intento de monopolio de la verdad, la infinita multiplicidad de
miradas de un mismo suceso; frente a la interpretación unidimensional de la ley
y su aplicación, nos descubre que atrás existen intereses que determinan su
rumbo y, sobre todo nos enseña que el poder y sus instituciones, atrás de su
apariencia impoluta e intocable, de su deseo inconfeso de perennidad, de su
omnipotencia, es obra humana, putrescible, imperfecta, que un día las estatuas
que hoy se erigen serán derribadas no sin antes haber recibido el modesto
homenaje que las palomas hacen a las estatuas y que las víctimas de los
fusilamientos mediáticos, un día demandarán justicia.
Es lo que ha hecho Bonil, ha desnudado el autoritarismo que ahora
caracteriza al régimen –parafraseando a Guillermo O’Donnell lo llamaremos
democracia (pues hay elecciones) tecnocrática autoritaria– caricaturizándolo,
deformándolo, ridiculizándolo, tomándolo a broma, haciendo lo que debe hacer
una caricatura.
Este es el efecto Bonil que explica la desmesura de la
respuesta del poder y el deseo intenso de silenciarlo.
Con una imagen, un par de trazos de tinta sobre un papel,
Bonil ha logrado algo que ni la más sesuda crítica política, ni la más radical
oposición ha conseguido: desnudar la absoluta irracionalidad del poder
autoritario...
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