Por: Antonio Rodríguez Vicéns
La inmunidad parlamentaria (tiene su origen en el 'Bill of
Rights' inglés de 1689) es una institución de vieja data. Consagrada en la
legislación de los países democráticos como una derivación de la división de
poderes, constituye una garantía otorgada a los legisladores para evitar la
interferencia o persecución de los gobiernos y para asegurar su independencia y
libertad en el ejercicio de sus funciones. Ha sido reconocida con claridad en
las Constituciones ecuatorianas anteriores -de 1906, 1929, 1945, 1946, 1967 y
1979, por ejemplo- y, por supuesto, en la obra cimera de la ciencia jurídica de
la 'revolución ciudadana', el mamotreto de Montecristi, cuyo texto es el más
impreciso, ambiguo e incompleto.
La inmunidad parlamentaria, según la doctrina,
comprende dos aspectos: la inviolabilidad (que algunos autores califican como
irresponsabilidad) y la inmunidad en sentido estricto. La inviolabilidad se
refiere a los actos realizados por un legislador en el ejercicio de sus
funciones. La inmunidad en sentido estricto protege a los legisladores por
actos ajenos a sus funciones y consiste en el derecho a no ser perseguidos o
procesados por causa de delito no flagrante sin autorización previa del
organismo legislativo correspondiente. Los protege frente a las persecuciones
judiciales, arrestos o detenciones que podrían servir veladamente para
entorpecer el cumplimiento de sus obligaciones. En estas circunstancias, ¿qué
organismo debe establecer si el acto que se imputa como delito al legislador es
inherente o no al ejercicio de sus funciones? No son los demandantes, ni los
fiscales ni los jueces. Ni la presidenta de la Asamblea. El único facultado
para determinar la naturaleza de ese acto y, por tanto, decidir si procede o no
el levantamiento de la inmunidad parlamentaria y, como consecuencia, conceder
la autorización para iniciar cualquier procedimiento penal, es el órgano
legislativo, la Asamblea Nacional. El juez que ha ordenado un allanamiento a la
oficina de un asambleísta sin haber solicitado esa autorización ha violado la
Constitución y el debido proceso y, en última instancia, ha atropellado
gravemente uno de sus derechos fundamentales. ¿El país puede confiar en
fiscales y jueces dispuestos a soslayar la independencia de la administración
de justicia, el cumplimiento estricto de la ley y una conducta ética por
conservar un cargo burocrático? ¿La alabada reforma judicial se reduce a
obtener el control judicial para manipular los procesos y usarlos como medio
para alcanzar vergonzantes fines políticos y represivos? ¿No es bochornoso que
la Asamblea, en aras de su sumisión, guarde silencio una vez más y renuncie a
condenar la arbitraria y subrepticia conducta de su presidenta (ignorancia
jurídica y soberbia política de por medio) y a defender la inmunidad
parlamentaria, una garantía constitucional irrenunciable para todos sus
integrantes?
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