lunes, 20 de enero de 2014

Pisoteando la inmunidad



Por: Antonio Rodríguez Vicéns
La inmunidad parlamentaria (tiene su origen en el 'Bill of Rights' inglés de 1689) es una institución de vieja data. Consagrada en la legislación de los países democráticos como una derivación de la división de poderes, constituye una garantía otorgada a los legisladores para evitar la interferencia o persecución de los gobiernos y para asegurar su independencia y libertad en el ejercicio de sus funciones. Ha sido reconocida con claridad en las Constituciones ecuatorianas anteriores -de 1906, 1929, 1945, 1946, 1967 y 1979, por ejemplo- y, por supuesto, en la obra cimera de la ciencia jurídica de la 'revolución ciudadana', el mamotreto de Montecristi, cuyo texto es el más impreciso, ambiguo e incompleto.

La inmunidad parlamentaria, según la doctrina, comprende dos aspectos: la inviolabilidad (que algunos autores califican como irresponsabilidad) y la inmunidad en sentido estricto. La inviolabilidad se refiere a los actos realizados por un legislador en el ejercicio de sus funciones. La inmunidad en sentido estricto protege a los legisladores por actos ajenos a sus funciones y consiste en el derecho a no ser perseguidos o procesados por causa de delito no flagrante sin autorización previa del organismo legislativo correspondiente. Los protege frente a las persecuciones judiciales, arrestos o detenciones que podrían servir veladamente para entorpecer el cumplimiento de sus obligaciones. En estas circunstancias, ¿qué organismo debe establecer si el acto que se imputa como delito al legislador es inherente o no al ejercicio de sus funciones? No son los demandantes, ni los fiscales ni los jueces. Ni la presidenta de la Asamblea. El único facultado para determinar la naturaleza de ese acto y, por tanto, decidir si procede o no el levantamiento de la inmunidad parlamentaria y, como consecuencia, conceder la autorización para iniciar cualquier procedimiento penal, es el órgano legislativo, la Asamblea Nacional. El juez que ha ordenado un allanamiento a la oficina de un asambleísta sin haber solicitado esa autorización ha violado la Constitución y el debido proceso y, en última instancia, ha atropellado gravemente uno de sus derechos fundamentales. ¿El país puede confiar en fiscales y jueces dispuestos a soslayar la independencia de la administración de justicia, el cumplimiento estricto de la ley y una conducta ética por conservar un cargo burocrático? ¿La alabada reforma judicial se reduce a obtener el control judicial para manipular los procesos y usarlos como medio para alcanzar vergonzantes fines políticos y represivos? ¿No es bochornoso que la Asamblea, en aras de su sumisión, guarde silencio una vez más y renuncie a condenar la arbitraria y subrepticia conducta de su presidenta (ignorancia jurídica y soberbia política de por medio) y a defender la inmunidad parlamentaria, una garantía constitucional irrenunciable para todos sus integrantes?

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