Por: Francisco Febres Cordero
Como caricaturista, Bonil ha ejercido el humor por muchos
años. Humor político y también del otro, ese que comienza por burlarse de sí
mismo y termina por burlarse de las situaciones cotidianas. Para eso, solo ha
estado armado de un ingenio tan afilado como su lápiz. Así, hasta que ahora le
han cambiado su título de humorista por el de agitador social, sujeto peligroso
que merece ser aherrojado con los grilletes del silencio.
En realidad, en épocas como las que vivimos, ¿a quién le
importa que Bonil se calle y deje que su talento se vaya enmoheciendo en el ostracismo?
Y es que ante el humor que destilan las manos lúcidas, los corazones limpios y
las mentes ardientes de los revolucionarios, ¿para qué más?
Un funámbulo en el palacio donde mora el excelentísimo señor
presidente de la República ya lo dijo en su momento: Rafael Correa no insulta a
nadie, sino que, por una parte, habla como costeño y, por otra, emplea su
connatural ironía para referirse a sus adversarios. Con eso dejó sentada una
premisa: el excelentísimo señor presidente de la República es dueño de un
sentido del humor personalísimo, que marca un hito revolucionario en la
historia del gracejo nacional. Es tan chispeante que cuando califica a
cualquiera de imbécil, el imbécil y su familia se mueren de la risa y, con
ellos, todos los ecuatorianos. Y no se diga cuando a cualquiera le dice puerco,
miserable, bruto o corrupto. Nadie, que se sepa, ha empleado la ironía con tan
sutil sapiencia, hasta lograr que el país espere cada nueva sabatina con
festiva ilusión, en la certeza de que será espectador de las tres horas más
sabrosas de jolgorio y carcajadas.
En realidad, si algo hay que agradecer al gobierno de la
revolución ciudadana es su capacidad para mantenernos en un estado de gozo
permanente. Los comecheques son personaje que engrosarían con ventaja cualquier
farsa, la narcovalija es una mogiganga magistral, y el permiso para que Pedro
Delgado viajara a Miami es un maravilloso entremés propio de la picaresca. Y
así, una tras otra se han ido sucediendo las escenas que tornan innecesaria la
presencia de cualquier representante del humor que no salga de la siempre
nutrida y bien pagada trupé del oficialismo.
¿No fue acaso un gran chiste que el Instituto de Propiedad
Intelectual copiara del internet su logotipo, o que el vicepresidente de la
República sacara del rincón del vago buena parte de su tesis de grado? ¿Y no
fue una bufonada que a las asambleístas que luchaban por la despenalización del
aborto se les sancionara por pensar por cuenta propia? ¿Y no es para
carcajearse que luego de haber pregonado la ecología como un bien absoluto, se
decidiera explotar el Yasuní?
Ante tanto humor que nos llueve desde las alturas del poder,
Bonil resulta del todo innecesario. Además, como un simple ciudadano del
montón, no está ni de lejos a la altura de la majestuosa agudeza del
excelentísimo señor presidente de la República ni del grupo de saltimbanquis
que le hacen la corte.
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