Por: Francisco Febres Cordero
Han ido adquiriendo corporeidad a lo largo de los últimos
siete años. Por eso, quien los moldeó con el barro de su verbo se refiere a
ellos con ternura, hasta el extremo de que en cada sabatina les envía tiernos
besitos volados en la certeza de que, en su masoquista padecimiento, no se
despegan del televisor durante las tres horas largas que dedica a recitar su
monólogo.
Bautizados como sufridores (aunque la edad varíe de unos a
otros, sean distintos su color de piel y su sexo, su pasado y su ideología),
tienen en común guardar una distancia con el Gobierno llamado de la revolución
ciudadana y una postura crítica con muchas de sus ejecutorias.
La lista se va engrosando semana a semana. Para quien los
nombra, todos destilan un no sé qué de amargura, un rencor bilioso les carcome
las entrañas y una envidia negra les mancha las venas. A aquel que les da
nombre y fisonomía le produce pena verlos tan dolientes mientras él, siempre
alegre y cantarino, con la amplia sonrisa juvenil pegada en su rostro como una
calcomanía, recita con euforia los logros de su gobierno e inaugura la historia
de esta patria que antes fue de nadie y ahora ya es de todos.
Sufridores, porque no entienden que por fin tenemos
presidente, alguien imbuido de un don de mando que no se aviene al caduco
esquema de la separación de poderes y los ha asumido todos, para así ir
poniendo orden en el caos y delimitar las fronteras que separan el pasado
oprobioso de un presente revolucionario y promisorio.
Sufridores porque, anclados en los viejos esquemas de la
democracia ven, con su mirada estrábica, que la discrepancia fortalece el
convivir ciudadano y que el respeto a la opinión ajena es un mecanismo mediante
el cual se va, poco a poco, transparentando la verdad.
Sufridores porque ignoran que la modernidad, con su secuela
de progreso, ha impuesto el retorno a la autocracia mediante la cual es
suficiente la omnímoda voluntad del líder para transformar la realidad. Un
líder que, entre sus muchos atributos, es capaz de llamar a las cosas por su
nombre: bruto al bruto, imbécil al imbécil, perro al perro y, en cambio, exige
para él el incondicional respeto que le impone la majestad de su cargo, que
trae aparejada la dócil, boba sumisión de sus súbditos.
Sufridores que se aferran a prácticas sociales apolilladas
por el tiempo, que permitían alzar el puño y levantar la voz ante lo que
consideraban injusto. Sufridores torpes, necios, que pelean a través de sus
escritos, sus palabras y sus caricaturas por los espacios de libertad cada vez
más restringidos, más estrechos, vigilados por nuevos Torquemadas convocados a
interpretar la voluntad de su señor y complacerle en sus incesantes peticiones
de represión y castigo.
Sufridores, en fin, que se suman a la escoria de puercos y
enfermos, insignificantes, ladinos y bocones, corruptos, caretucos y canallas,
que no merecen sino la compasión de un cándido besito volado mientras, “por
cuerda separada”, se realizan allanamientos, se instauran juicios
intimidatorios con sentencias previsibles y se espían los correos de las
computadoras.
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