Por: José Hernández
Director Adjunto
El correísmo obtendrá otra gran victoria en febrero. No hay
razones objetivas para pensar lo contrario. Salvo Guayaquil, si la lógica tiene
aún asidero, el Presidente habrá concluido la tarea de alinear, a su favor, los
factores políticos nacionales y locales.
Correa se desprendió, primero, de sus aliados, renegó de
parte del texto constitucional que hoy ve como una camisa de fuerza, puso en
cintura a los militantes que creían que podrían pensar por cuenta propia, creó
un Estado de propaganda, alineó a los empresarios, controló los movimientos
sociales y, ahora, se dispone a convertirse en el jefe de líderes y caciques
locales. La concentración de poder es inconmensurable. El correísmo tendrá, al
fin, un perfil de cuerpo entero: un movimiento político ecléctico, hecho con
retazos de la política nacional, deslindado por completo de la izquierda
ortodoxa y cuyo referente ideológico mayor es un nacionalismo de uso múltiple.
En el correísmo caben todos: viejos populismos, derechas e
izquierdas, creyentes y agnósticos, progresistas y reaccionarios, patronos y
obreros, tecnócratas y politiqueros… Correa ya no le debe nada a nadie y se
apresta, en estas elecciones, a perfilar el viejo sueño de articular
políticamente la fanesca nacional. Tres condiciones prevalecen: querer que el
país cambie, cerrar los ojos sobre las formas en que su Gobierno opera y
admitir una sumisión incondicional al líder. La lluvia de petrodólares le
aseguran condiciones económicas que ningún otro Presidente ha tenido.
Correa expandirá, entonces, su margen de maniobra política.
Su reto ya no estará en convencer a los electores que su modelo político, que
surfea sobre una bonanza económica regional innegable, es exitoso. Su mayor
desafío está en encontrar líneas rojas para evitar que su Gobierno caiga en el
despotismo absoluto. Por ahora, él ha probado que las líneas rojas
tradicionales, aún aquellas que aceptó tener en la Constitución, le son ajenas.
No hay, por lo que se ve, obstáculo alguno a su voluntad. O a sus decisiones.
No hay institución alguna (aún aquellas cuya vocación es refrenar al Estado,
como la Defensoría del Pueblo) que muestren un mínimo de autonomía con respecto
a acciones en las cuales no se respetan ni las formalidades jurídicas.
Políticamente, Correa no tiene paciencia. A nadie en su
entorno debe parecer inaudito que las diferencias, naturales en cualquier
democracia, sean judicializadas. Humberto Cholango, tan aplicado para votar la
Ley de Comunicación, por ejemplo, ahora está incluido, con otros indígenas, en
una indagación previa por delitos casi virtuales... A nadie de su entorno le
debe parecer violento, lo que hizo el Gobierno en el apartamento de
Villavicencio, en presencia de sus niños. A nadie le debe parecer fuera de toda
lógica condenar a Mery Zamora a ocho años de cárcel por supuestos actos de
terrorismo y sabotaje. A nadie de su entorno le debe parecer absurdo que el
Presidente, con el poder inconmensurable que tiene, corra tras una caricatura y
pida que se pruebe lo que allí se dice. Y que una autoridad, que como otras oye
las órdenes que se dan en las sabatinas, haya iniciado ese proceso…
El reto de Correa es, entonces, ponerse líneas rojas. Un reto
tan inconmensurable como su poder, porque él no tiene, al parecer, una masa
crítica en la cual crea. Un día hace odas al señor Delgado y hasta homenajes.
Meses después, pregunta quién puede creer en ese señor. Y no parece que nadie
en su entorno evalúe lo grave que resulta para la salud de la opinión pública
(no para la política, pues el activismo ha mutado en misticismo) oír al
Presidente afirmar lo uno y lo otro.
El correísmo ya no es una maquinaria política: su poder lo ha
convertido en una maquinaria de Estado librada a sí misma, sin línea roja
alguna en el horizonte y tentada de imponer, con juicios, persecuciones y
cárcel, sus razones. El desafío del Presidente no es temer a la oposición,
prácticamente inexistente: es preguntarse si acepta las líneas rojas que están
en la Constitución. Si no lo hace, él debe saber que el destino de cualquier
gobierno desmandado –de eso están llenos los libros de historia– es el
despotismo absoluto.
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