martes, 14 de enero de 2014

La licencia



Por: Francisco Febres Cordero
Según se ve, el año comenzó con excelentes augurios y nos ha llegado con vientos democráticos ante la noticia de que el excelentísimo señor presidente de la República solicitó a la Asamblea licencia para comenzar la campaña. ¡Imagínense! El excelentísimo señor presidente de la República, dueño de aviones, terror de jueces, contralores y fiscales, intérprete absoluto de la Constitución y las leyes, hacedor de reglamentos, señor de los asambleístas, voz solista en las sabatinas, inquisidor de articulistas y caricaturistas, alcocheck de los cantantes, envió a la Asamblea una carta solicitando permiso para abandonar por unos días (tres nomás, por suerte) sus magnas funciones para, con su augusta presencia, ayudar a los candidatos de su partido a ganar las elecciones. ¡Oh! ¡Viva la democracia! ¡Viva la coexistencia de dos funciones del Estado y no solo de una única que las subsume a todas!

Claro que antes de que el excelentísimo señor pidiera permiso, por sí y ante sí realizó apología de sus candidatos a lo largo y ancho de sus sabatinas, se hizo acompañar por ellos, efectuó un listado de sus muchas y magníficas obras y, en sus frecuentes recorridos por el país, admiró cómo las carreteras estaban tachonadas de enormes carteles en que su imagen aparecía junto a quienes deberán elegirse o reelegirse. Pero claro, eso no era hacer campaña porque la campaña no comenzaba todavía. Campaña, lo que se dice campaña es la que se inició el instante mismo en que los asambleístas aceptaron conceder a su señor lo que este por primera vez les pedía y no les ordenaba. ¡Qué orgullosos se habrán sentido los asambleístas! Por fin, desde la presidencia de la República no les llegaba ya hechito el decreto para que ellos lo aprobaran sin discusión alguna, sino que, ¡ay!, ellos mismos tenían que redactarlo y someterlo a consideración del pleno. ¡Con qué unción, con qué fe, con qué solvencia habrán trabajado los asambleístas para que su autorización saliera impecable, con buena letra, sin faltas de ortografía y, sobre todo, para que fuera del agrado de quien les castiga si no acatan sus órdenes y les manda de licencia cuando no se someten a sus designios!
El hecho marca un hito en la vida de la revolución ciudadana. La historia reconocerá que hay un antes y un después de esa petición de licencia. El excelentísimo señor presidente de la República, que se posesionó como tal sin jurar siquiera la Constitución, ahora decidió humildecerse y, bajando la cabeza como lo haría cualquier súbdito vulgar de la suprema ley, se avino a acudir ante la Asamblea para solicitarle un permisito. ¿No les llena ese hecho de una enfervorizada pasión democrática? ¿No les da nostalgia de futuro? Si ya lo hizo una vez, ¿lo seguirá haciendo en los doscientos noventa y tres años que le restan para completar su mandato?
Este pequeño gesto, aparentemente intrascendente, nos ha demostrado que el excelentísimo señor presidente de la República sí es capaz de acatar las leyes, respetarlas y someterse a ellas. Tal vez lo que quiere demostrarnos es que la licencia que durante todos estos años se tomó para ejercer su dictadura ha terminado.

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