Por: Francisco Febres Cordero
Según se ve, el año comenzó con excelentes augurios y nos ha
llegado con vientos democráticos ante la noticia de que el excelentísimo señor
presidente de la República solicitó a la Asamblea licencia para comenzar la
campaña. ¡Imagínense! El excelentísimo señor presidente de la República, dueño
de aviones, terror de jueces, contralores y fiscales, intérprete absoluto de la
Constitución y las leyes, hacedor de reglamentos, señor de los asambleístas,
voz solista en las sabatinas, inquisidor de articulistas y caricaturistas,
alcocheck de los cantantes, envió a la Asamblea una carta solicitando permiso
para abandonar por unos días (tres nomás, por suerte) sus magnas funciones
para, con su augusta presencia, ayudar a los candidatos de su partido a ganar
las elecciones. ¡Oh! ¡Viva la democracia! ¡Viva la coexistencia de dos
funciones del Estado y no solo de una única que las subsume a todas!
Claro que antes de que el excelentísimo señor pidiera
permiso, por sí y ante sí realizó apología de sus candidatos a lo largo y ancho
de sus sabatinas, se hizo acompañar por ellos, efectuó un listado de sus muchas
y magníficas obras y, en sus frecuentes recorridos por el país, admiró cómo las
carreteras estaban tachonadas de enormes carteles en que su imagen aparecía
junto a quienes deberán elegirse o reelegirse. Pero claro, eso no era hacer
campaña porque la campaña no comenzaba todavía. Campaña, lo que se dice campaña
es la que se inició el instante mismo en que los asambleístas aceptaron
conceder a su señor lo que este por primera vez les pedía y no les ordenaba.
¡Qué orgullosos se habrán sentido los asambleístas! Por fin, desde la
presidencia de la República no les llegaba ya hechito el decreto para que ellos
lo aprobaran sin discusión alguna, sino que, ¡ay!, ellos mismos tenían que
redactarlo y someterlo a consideración del pleno. ¡Con qué unción, con qué fe,
con qué solvencia habrán trabajado los asambleístas para que su autorización
saliera impecable, con buena letra, sin faltas de ortografía y, sobre todo,
para que fuera del agrado de quien les castiga si no acatan sus órdenes y les
manda de licencia cuando no se someten a sus designios!
El hecho marca un hito en la vida de la revolución ciudadana.
La historia reconocerá que hay un antes y un después de esa petición de
licencia. El excelentísimo señor presidente de la República, que se posesionó
como tal sin jurar siquiera la Constitución, ahora decidió humildecerse y,
bajando la cabeza como lo haría cualquier súbdito vulgar de la suprema ley, se
avino a acudir ante la Asamblea para solicitarle un permisito. ¿No les llena
ese hecho de una enfervorizada pasión democrática? ¿No les da nostalgia de
futuro? Si ya lo hizo una vez, ¿lo seguirá haciendo en los doscientos noventa y
tres años que le restan para completar su mandato?
Este pequeño gesto, aparentemente intrascendente, nos ha
demostrado que el excelentísimo señor presidente de la República sí es capaz de
acatar las leyes, respetarlas y someterse a ellas. Tal vez lo que quiere
demostrarnos es que la licencia que durante todos estos años se tomó para
ejercer su dictadura ha terminado.
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