Lo que se disputa en la hechura de las políticas públicas
Los intereses de los ciudadanos y el ejercicio de sus derechos no tienen un defensor real ni peso inmediato en la hechura de las políticas públicas, pues no tenemos organizaciones sindicales ni sociales con capacidad real de injerencia en su formulación, tampoco tenemos instituciones eficaces de protección (la Defensoría del Pueblo está inutilizada desde hace años) y hasta que no las tengamos, habremos de soportar las imposiciones de los poderosos actores de la política pública.
06 de febrero del 2018
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POR: Romel Jurado Vargas
Doctor en jurisprudencia, ex asesor parlamentario, consultor.
Los grandes medios de comuni-cación apoyarán a aquellos actores con los que tengan vínculos o intereses compar-tidos de mayor calado".
Los defensores de la realpolitik, como marco explicativo de lo que “realmente” sucede en la gestión gubernamental, han planteado la idea de que las políticas públicas son trajes hechos a medida de la agenda personal de los funcionarios públicos de alto rango, también llamados decisores públicos. Mediante esas políticas los altos cargos del Estado canalizan, procurando no subvertir la legalidad, la obtención de beneficios políticos para sí mismos, de beneficios económicos para los grupos o corporaciones que les apoyan, y de plazas de empleo con las que recompensan a los caciques locales y a la militancia destacada de su estructura política.
Desde esa perspectiva, la solución de los asuntos públicos, es decir, el procesamiento de esas cuestiones que deberían importarnos a todos porque afectan nuestros derechos, se hacen realmente pensando en obtener los réditos descritos y no en el mejoramiento de las condiciones de vida de los ciudadanos, aunque eso, en efecto, pueda eventualmente suceder.
Para entender esta dinámica, los partidarios de las explicaciones de la realpolitik señalan que la hechura de las políticas públicas no es principalmente un ejercicio de planificación racional, mediante el cual los decisores públicos procesan, dentro de sus competencias y atribuciones legales, las demandas o necesidades de los ciudadanos, tomando medidas de gasto y gestión que concreten cotidianamente el ejercicio de sus derechos. No, la política pública es la planificación que resulta del acomodo de intereses de todos los actores que tienen poder real para intervenir en su elaboración.
Así pues los actores “reales” de la hechura de la política pública son: los decisores públicos (porque tienen la autoridad para decidir); los grupos económicos y corporaciones que apoyan a los políticos que tienen la autoridad para decidir; los otros grupos económicos que tienen interés en el asunto a tratar y tienen la capacidad de atraer hacia sí a los decisores públicos; las instituciones sociales como los medios de comunicación y la Iglesia porque tiene capacidad para modelar la recepción ciudadana frente a una determinada política pública; los organismos internacionales (embajadas , cooperación internacional, las ONG, etc.) que usan su capacidad de injerencia para intentar posicionar sus intereses dentro de cada Estado; y, los sindicatos y organizaciones sociales donde los hubiese. Los ciudadanos de a pie, sueltos y desorganizados, no son un actor en la hechura de la política pública, son sus víctimas o, en el mejor de los casos, sus beneficiarios.
En este contexto, la hechura de la política pública de desarrolla como un proceso estratégico y competitivo en el cual los actores poderosos intentan movilizar para su beneficio dos cosas, la primera es los recursos públicos que se destinarán a financiar la implementación de dicha política y, la segunda, es la posición de mercado que resulta de las definiciones que vayan tomando las autoridades con capacidad para decidir.
Para explicar esta idea usaré un ejemplo absolutamente hipotético. Supongamos que el Gobierno tiene que definir la política pública para la prestación de servicio de acceso al internet, telefonía fija y móvil para los ciudadanos, y que el grupo económico que apoya al decisor público tiene intereses concretos en el fortalecimiento de la infraestructura de conectividad de las empresas estatales de este sector. Es decir, es un grupo económico que construye, da mantenimiento y proporciona tecnología para desarrollar dicha infraestructura.
En este caso hipotético, el decisor público tendrá interés en que la política pública de acceso al internet y la telefonía genere plazas de trabajo tanto en el sector público como privado (pues con ello alimenta a sus clientelas políticas) y que los costes de esos servicios, así como su gestión, se traduzcan en réditos políticos para sí mismo.
Por su parte, el grupo económico que apoya al decisor y que se alimenta de las arcas del Estado, promoverá que la política pública destine una gran cantidad de recursos del fisco para la construcción y ampliación de infraestructura de telecomunicaciones, porque de eso obtiene sus ganancias de forma legal. También tendrá interés en que no se cargue estos costos de construcción y mantenimiento a la tarifa que el ciudadano tiene que pagar, porque entonces, los ciudadanos los identificarían como los causantes en el aumento de los costes del servicio, y por lo tanto prefiere un sistema que cargue esa inversión al presupuesto general del Estado. Finalmente, aboga para que la autoridad política defienda el carácter público y estratégico de estos servicios y, por lo tanto, cree reglas que le permitan monopolizar en favor de las empresas públicas una buena parte del mercado de las telecomunicaciones, pues así se garantizará la continuidad de los negocios que este grupo económico tiene con el Estado.
De su lado, los otros grupos económicos involucrados, pongamos por caso los oferentes privados de los servicios de telefonía e internet, intentarán atraer hacia ellos al decisor público, para que la política pública mejore su posición de mercado. Eso implica lograr que el decisor opte por no invertir más en la infraestructura pública. La justificación política será que esa inversión encarece los costos del servicio a precios superiores a los del mercado, ya sea por la vía de la tarifa que paga el usuario, o por la cantidad de dinero de los impuestos que se destina a financiar dicha infraestructura. Entonces, los réditos políticos para el decisor provendrán de la idea de bajar los costos de la telefonía y mejorar la calidad del servicio, sin costo para el Estado ni para los ciudadanos. De este modo, los actores privados que ofrecen telefonía e internet mejoran su posición de mercado con la política pública resultante, pues sus ingresos no dependen de las arcas fiscales, sino de cuantos clientes tengan, del precio al que vendan sus servicios y de qué tan fuertes queden sus competidores de mercado después de las decisiones tomadas.
Entre tanto, los grandes medios de comunicación apoyarán a aquellos actores con los que tengan vínculos o intereses compartidos de mayor calado, también así lo harán otros actores como la Iglesia, las representaciones diplomáticas, las agencias internacionales de cooperación, etc. De este modo, cada actor, calculará como acomodar sus intereses en la política pública que resulte de estas transacciones, cuya moneda principal es el poder para presionar o seducir a los decisores públicos.
En este escenario, los intereses de los ciudadanos y el ejercicio de sus derechos no tienen un defensor real ni peso inmediato en la hechura de las políticas públicas, pues no tenemos organizaciones sindicales ni sociales con capacidad real de injerencia en su formulación, tampoco tenemos instituciones eficaces de protección (la Defensoría del Pueblo está inutilizada desde hace años) y hasta que no las tengamos, habremos de soportar las imposiciones de los poderosos actores de la política pública, con la esperanza de que algún beneficio goteé para los de a pie.
Desde esa perspectiva, la solución de los asuntos públicos, es decir, el procesamiento de esas cuestiones que deberían importarnos a todos porque afectan nuestros derechos, se hacen realmente pensando en obtener los réditos descritos y no en el mejoramiento de las condiciones de vida de los ciudadanos, aunque eso, en efecto, pueda eventualmente suceder.
Para entender esta dinámica, los partidarios de las explicaciones de la realpolitik señalan que la hechura de las políticas públicas no es principalmente un ejercicio de planificación racional, mediante el cual los decisores públicos procesan, dentro de sus competencias y atribuciones legales, las demandas o necesidades de los ciudadanos, tomando medidas de gasto y gestión que concreten cotidianamente el ejercicio de sus derechos. No, la política pública es la planificación que resulta del acomodo de intereses de todos los actores que tienen poder real para intervenir en su elaboración.
Así pues los actores “reales” de la hechura de la política pública son: los decisores públicos (porque tienen la autoridad para decidir); los grupos económicos y corporaciones que apoyan a los políticos que tienen la autoridad para decidir; los otros grupos económicos que tienen interés en el asunto a tratar y tienen la capacidad de atraer hacia sí a los decisores públicos; las instituciones sociales como los medios de comunicación y la Iglesia porque tiene capacidad para modelar la recepción ciudadana frente a una determinada política pública; los organismos internacionales (embajadas , cooperación internacional, las ONG, etc.) que usan su capacidad de injerencia para intentar posicionar sus intereses dentro de cada Estado; y, los sindicatos y organizaciones sociales donde los hubiese. Los ciudadanos de a pie, sueltos y desorganizados, no son un actor en la hechura de la política pública, son sus víctimas o, en el mejor de los casos, sus beneficiarios.
En este contexto, la hechura de la política pública de desarrolla como un proceso estratégico y competitivo en el cual los actores poderosos intentan movilizar para su beneficio dos cosas, la primera es los recursos públicos que se destinarán a financiar la implementación de dicha política y, la segunda, es la posición de mercado que resulta de las definiciones que vayan tomando las autoridades con capacidad para decidir.
Para explicar esta idea usaré un ejemplo absolutamente hipotético. Supongamos que el Gobierno tiene que definir la política pública para la prestación de servicio de acceso al internet, telefonía fija y móvil para los ciudadanos, y que el grupo económico que apoya al decisor público tiene intereses concretos en el fortalecimiento de la infraestructura de conectividad de las empresas estatales de este sector. Es decir, es un grupo económico que construye, da mantenimiento y proporciona tecnología para desarrollar dicha infraestructura.
En este caso hipotético, el decisor público tendrá interés en que la política pública de acceso al internet y la telefonía genere plazas de trabajo tanto en el sector público como privado (pues con ello alimenta a sus clientelas políticas) y que los costes de esos servicios, así como su gestión, se traduzcan en réditos políticos para sí mismo.
Por su parte, el grupo económico que apoya al decisor y que se alimenta de las arcas del Estado, promoverá que la política pública destine una gran cantidad de recursos del fisco para la construcción y ampliación de infraestructura de telecomunicaciones, porque de eso obtiene sus ganancias de forma legal. También tendrá interés en que no se cargue estos costos de construcción y mantenimiento a la tarifa que el ciudadano tiene que pagar, porque entonces, los ciudadanos los identificarían como los causantes en el aumento de los costes del servicio, y por lo tanto prefiere un sistema que cargue esa inversión al presupuesto general del Estado. Finalmente, aboga para que la autoridad política defienda el carácter público y estratégico de estos servicios y, por lo tanto, cree reglas que le permitan monopolizar en favor de las empresas públicas una buena parte del mercado de las telecomunicaciones, pues así se garantizará la continuidad de los negocios que este grupo económico tiene con el Estado.
De su lado, los otros grupos económicos involucrados, pongamos por caso los oferentes privados de los servicios de telefonía e internet, intentarán atraer hacia ellos al decisor público, para que la política pública mejore su posición de mercado. Eso implica lograr que el decisor opte por no invertir más en la infraestructura pública. La justificación política será que esa inversión encarece los costos del servicio a precios superiores a los del mercado, ya sea por la vía de la tarifa que paga el usuario, o por la cantidad de dinero de los impuestos que se destina a financiar dicha infraestructura. Entonces, los réditos políticos para el decisor provendrán de la idea de bajar los costos de la telefonía y mejorar la calidad del servicio, sin costo para el Estado ni para los ciudadanos. De este modo, los actores privados que ofrecen telefonía e internet mejoran su posición de mercado con la política pública resultante, pues sus ingresos no dependen de las arcas fiscales, sino de cuantos clientes tengan, del precio al que vendan sus servicios y de qué tan fuertes queden sus competidores de mercado después de las decisiones tomadas.
Entre tanto, los grandes medios de comunicación apoyarán a aquellos actores con los que tengan vínculos o intereses compartidos de mayor calado, también así lo harán otros actores como la Iglesia, las representaciones diplomáticas, las agencias internacionales de cooperación, etc. De este modo, cada actor, calculará como acomodar sus intereses en la política pública que resulte de estas transacciones, cuya moneda principal es el poder para presionar o seducir a los decisores públicos.
En este escenario, los intereses de los ciudadanos y el ejercicio de sus derechos no tienen un defensor real ni peso inmediato en la hechura de las políticas públicas, pues no tenemos organizaciones sindicales ni sociales con capacidad real de injerencia en su formulación, tampoco tenemos instituciones eficaces de protección (la Defensoría del Pueblo está inutilizada desde hace años) y hasta que no las tengamos, habremos de soportar las imposiciones de los poderosos actores de la política pública, con la esperanza de que algún beneficio goteé para los de a pie.
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