Publicado el 15 febrero, 201814 febrero, 2018 por AGN
[Aurelio Maldonado Aguilar]
El centro histórico de Cuenca estaba silencioso. El carnaval de antaño se desvanece en la memoria ante la realidad de una ciudad sitiada y silente. Apenas circulaban autos y de forma extrañamente lenta dejaban oír su paso esporádico. Pocas personas transitaban y uno que otro gringo insolado pausadamente daba pasos en una calma casi perfecta y sin apuro. Me obligue a escuchar los rumores del carnaval de nuestras juventudes. El centro histórico y las calles Bolívar, Sucre y Lamar eran las vías de penetración para las batallas. Las piletas de San Blas y San Sebastián brindaban el suficiente pertrecho de líquido indispensable para que se llenasen tanques grandes asentados y amarrados en pailas de camionetas donde encaramados, no menos de una docena de soldados risueños, contentos y empapados hasta el tuétano, iban a la muerte fría que segura les esperaba en manos del otro bando con el que se liaban en encarnizada batalla de proyectiles acuíferos. Los gritos, las carreras, las traiciones y estratagemas fueron variadas para luego de terminada la reserva de municiones, degustar un canelazo caliente con generoso piquete de aguardiente que tonificaba y daba la fuerza requerida, ofrecido por batallantes o vecinos, para luego seguir el juego y la trifulca.
El orvallo y frío casi ancestral de las fiestas carnavaleras no menguaba los arrestos guerreros y así, entre tragos y algo de bocadillos delicioso terminaba el día, empapados y felices. No dejaban de haber algunos contusos y jamás se logró saber quiénes fueron los ganadores de la batalla. Mientras que en las casas, la reunión era en medio de un animal que siempre paga platos rotos. El cerdo. Empezaba el día con su matanza y luego la chamiza de eucalipto amarillaba las cascaritas servidas con mote, ají y sal a los más íntimos muy temprano. Luego, claro, seguía el faenamiento por manos expertas que preparaban sancochos y fritadas en grandes pailas de cobre, con el olor tan apetitoso del ambiente. Medio día el momento de este potaje con mote humeante, para en la tarde seguir con laboriosas morcillas, blancas y negras y tostado de maíz gima blanco. Por último y ya caída la tarde donde los ánimos se apaciguaban, se cerraba la degustación culinaria con un exquisito puchero, dando por terminado el día y el chancho que sólo era osamenta y alma en ese instante. Desde luego el canelazo caliente a discreción mantenía la energía y furor carnavalero durante todo el día y no dejaba de existir el adelantado que se clavaba doble dosis de alcohol y pasaba medio borracho, pero feliz, risueño, emparamado y untado de maicena y en ocasiones otras cosas drásticas como dulce o sangre del animal sacrificado. Días maravillosos de familia y cordialidad.
Día de desenfreno y rizas lleno de generosidad del anfitrión que gozaba con sus dádivas. Hoy ese carnaval existe solamente en pueblos aledaños. El fin de semana traté de ir a yunguilla y fue un martirio. Empezó la congestión en la feria libre en obras del bien ponderado tranvía y continuó por más de una hora sin tener escapatoria hasta Narancay, donde se forma un cuello de botella para el tránsito sofocante, lugar que se vuelve ya de imperiosa solución, pues yunguilla es turístico hoy y constituye un escollo infernal para el tráfico agravado con vendimias que por poco colocan sus productos sobre la vía y por la estulticia de muchos conductores que parquean orondos para sus compras sin enterarse del conflicto que causan. Como el auto es hoy general y cualquier hijo de vecina sin cultura lo tiene, sobrevienen agresiones. Los carnavales de antes, maravillosos se fueron y sólo quedan en mi mente como tibia remembranza la cordialidad entre la familia grande que disfrutaba. (O)
No hay comentarios:
Publicar un comentario