¿Abrió sus ojos la justicia?
En sí mismo, Correa fue temeroso, débil e inseguro. Pero se ligó a un grupo que aupó sus ansias de poder y que le transmitió seguridad que él aprovechó bien hasta convertirla en fuerza irresistible. Pero la debilidad estuvo siempre ahí, por eso necesitó convertirse en auténtico dictador para que nada ni nadie pudiese permitir que asome su debilidad. Esa es la historia de todo tirano a lo largo de la historia. La tiranía no es más que una estrategia psíquica y social destinada, no a desbaratar la debilidad original del sátrapa, sino a esconderla y camuflarla.
26 de febrero del 2018
POR: Rodrigo Tenorio Ambrossi
Doctor en Psicología Clínica, licenciado en filosofía y escritor.
Libres del oprobio de ser perse-guidos por esa justicia, no ciega, sino infame-mente servil y que cons-tituyó el disfraz de un viejo espíritu de ven-ganza social que anidó en el alma de Correa".
Falta mucho, pero muchísimo para que en verdad la justicia en el país de un giro de 180 grados. Por lo mismo, no hay que dejarse engañar porque algunos hayan sido condenados por corrupción y hayan ido a parar en la cárcel, incluido Glas, ex vicepresidente de Moreno y de Correa. La justicia, a lo largo y ancho del país sigue estando conformada por aquellos a quienes el régimen correísta designó a dedo como jueces. ¿A dedo? Pues sí, porque el tema de los méritos no fue más que un mero decir, una vil pantalla, cuando en verdad, lo primero de lo primero que contó en los candidatos a jueces fue siempre su afiliación a AP y su voluntad de sometimiento a los deseos y disposiciones del líder. El poder correísta decidía sobre la verdad y la falsedad, sobre lo justo e injusto, sobre la culpabilidad y la honorabilidad, sobre el castigo y sus dimensiones.
No solamente que él era el dueño de la justicia sino que, en realidad, se creía la justicia, su encarnación. ¿Acaso no dictaba inapelables sentencias en sus sabatinas, sentencias que sus jueces no dudaban un minuto en aplicarlas a raja tabla? La inocencia y la culpabilidad de los ciudadanos terminaron convertidas en una suerte producto de edictos o de órdenes presidenciales. ¿Por qué lo habremos soportamos tanto?
Quizás nos habite un espíritu a medias sumiso y a medias rebelde. Siglos de coloniaje en los que el amo blanco decapitó las rebeldías ancestrales. Nos rebelamos cuando el poder demuestra debilidad, flaqueza, raquitismo. Y nos sometemos incluso servilmente al poder fuerte, prepotente, amenazador, maquiavélico.
En sí mismo, Correa fue temeroso, débil e inseguro. Pero se ligó a un grupo que aupó sus ansias de poder y que le transmitió seguridad que él aprovechó bien hasta convertirla en fuerza irresistible. Pero la debilidad estuvo siempre ahí, por eso necesitó convertirse en auténtico dictador para que nada ni nadie pudiese permitir que asome su debilidad. Esa es la historia de todo tirano a lo largo de la historia. La tiranía no es más que una estrategia psíquica y social destinada, no a desbaratar la debilidad original del sátrapa, sino a esconderla y camuflarla.
En los casos en los que se hallaban comprometidos los oscuros deseos de Correa, los jueces no aplicaron precisamente la justicia sino que ellos, violentando a la justicia, se adecuaron servilmente a los deseos del amo. Este ha sido y sigue siendo un proceso elemental en toda tiranía a lo largo de la historia de la humanidad.
Cléver Jiménez y Fernando Villavicencio, finalmente, se hallan libres. Libres del oprobio de ser perseguidos por esa justicia, no ciega, sino infamemente servil y que constituyó el disfraz de un viejo espíritu de venganza social que anidó en el alma de Correa.
¿Quién reparará los daños sufridos por Villavicencio y Jiménez durante todos estos años? ¿Quién vendrá a borrar las escrituras que en sus vidas escribieron el sufrimiento, el terror y la ignominia? Nadie. Porque no solamente la justicia tiene sus manos sucias, ni solamente Correa. También hay muchos otros que hicieron de cómplices y encubridores, de esbirros y de verdugos como, por ejemplo, la mayoría de esa Asamblea Nacional, propiedad de Correa, que no defendió ni protegió a uno de sus miembros. ¿Someterse es todo lo que pueden hacer las mayorías esclavizadas al oprobio? Si alguno de aquellos ahora se rasgase las vestiduras, probablemente lo único que aparecería ahí sería el diagrama de la muerte ética y de la sumisión vergonzante al poder.
Es necesario recordar una vez más que para los poderes omnímodos, como de los que se apropió Correa, no existen intereses públicos ni particulares. Como la verdad, por ejemplo, que dejó de ser una construcción personal y social para convertirse en bien absolutamente privado del poder. Él habló siempre la verdad que emanaba de su sacrosanta Verdad, fuente, además, de toda justicia.
No solamente que él era el dueño de la justicia sino que, en realidad, se creía la justicia, su encarnación. ¿Acaso no dictaba inapelables sentencias en sus sabatinas, sentencias que sus jueces no dudaban un minuto en aplicarlas a raja tabla? La inocencia y la culpabilidad de los ciudadanos terminaron convertidas en una suerte producto de edictos o de órdenes presidenciales. ¿Por qué lo habremos soportamos tanto?
Quizás nos habite un espíritu a medias sumiso y a medias rebelde. Siglos de coloniaje en los que el amo blanco decapitó las rebeldías ancestrales. Nos rebelamos cuando el poder demuestra debilidad, flaqueza, raquitismo. Y nos sometemos incluso servilmente al poder fuerte, prepotente, amenazador, maquiavélico.
En sí mismo, Correa fue temeroso, débil e inseguro. Pero se ligó a un grupo que aupó sus ansias de poder y que le transmitió seguridad que él aprovechó bien hasta convertirla en fuerza irresistible. Pero la debilidad estuvo siempre ahí, por eso necesitó convertirse en auténtico dictador para que nada ni nadie pudiese permitir que asome su debilidad. Esa es la historia de todo tirano a lo largo de la historia. La tiranía no es más que una estrategia psíquica y social destinada, no a desbaratar la debilidad original del sátrapa, sino a esconderla y camuflarla.
En los casos en los que se hallaban comprometidos los oscuros deseos de Correa, los jueces no aplicaron precisamente la justicia sino que ellos, violentando a la justicia, se adecuaron servilmente a los deseos del amo. Este ha sido y sigue siendo un proceso elemental en toda tiranía a lo largo de la historia de la humanidad.
Cléver Jiménez y Fernando Villavicencio, finalmente, se hallan libres. Libres del oprobio de ser perseguidos por esa justicia, no ciega, sino infamemente servil y que constituyó el disfraz de un viejo espíritu de venganza social que anidó en el alma de Correa.
¿Quién reparará los daños sufridos por Villavicencio y Jiménez durante todos estos años? ¿Quién vendrá a borrar las escrituras que en sus vidas escribieron el sufrimiento, el terror y la ignominia? Nadie. Porque no solamente la justicia tiene sus manos sucias, ni solamente Correa. También hay muchos otros que hicieron de cómplices y encubridores, de esbirros y de verdugos como, por ejemplo, la mayoría de esa Asamblea Nacional, propiedad de Correa, que no defendió ni protegió a uno de sus miembros. ¿Someterse es todo lo que pueden hacer las mayorías esclavizadas al oprobio? Si alguno de aquellos ahora se rasgase las vestiduras, probablemente lo único que aparecería ahí sería el diagrama de la muerte ética y de la sumisión vergonzante al poder.
Es necesario recordar una vez más que para los poderes omnímodos, como de los que se apropió Correa, no existen intereses públicos ni particulares. Como la verdad, por ejemplo, que dejó de ser una construcción personal y social para convertirse en bien absolutamente privado del poder. Él habló siempre la verdad que emanaba de su sacrosanta Verdad, fuente, además, de toda justicia.
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