Publicado en la Revista El Observador (Agosto del 2017) |
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Los sitios de la remota infancia se evaporan fatalmente. Un día desapareció nuestro cinema Paradiso, el inolvidable teatro Salesiano, en donde un sacerdote italiano, Carlos Crespi, repartía campanillazos y piadosas mentiras durante las “chistosísimas cómicas finales “ y, otro, el Candilejas, el diminuto cine que combinaba sabiamente el cine-arte con un porno audaz para su época; se fue, sin remedio, por exigencias de la modernidad, para convertirse en un insufrible, aunque muy lucrativo parqueadero, el inefable Cine Cuenca, donde los niños pobres de antaño inventamos el verbo “ riguear “ ( eludíamos la taquilla y depositábamos la mitad del precio en las manos de Don Rigoberto, el controlador ) Y así se han ido los pequeños y grandes espacios, sabores, momentos : los dulces de las caravacas, la horchata de las gélidas madrugadas, los trompos y las “arreaditas”, los impagables “cauítos” ( la primera colección fue de los más famosos K.O de la historia y de allí su curioso nombre ); los cortinajes negros en la casa de los que fallecían y, luego, el lento y ceremonioso caminar de la carroza fúnebre, con sus caballos ciegos, por la Gran Colombia hacia el cementerio; la piedra del Otorongo desde donde nos lanzábamos a las aguas no muy limpias del Matadero y patentábamos el estilo natatorio El Vado; las cantinas diminutas, lóbregas, malolientes, con su rokola en un rincón desde donde las voces de Olimpo Cárdenas y JJ. acompañaban las tristuras de los ebrios. Es que, hay que asumirlo y aceptarlo, todo fluye, oscila, se dinamiza, se transforma, nada se estanca. A veces, sin embargo, algún insensible, aplica robóticamente lo que le ordenan y, entonces, de un plumazo, desaparecen instituciones dueñas de una muy rica y fecunda tradición., que, aparentemente, debían permanecer hasta el final de los días.
Eso es lo que ha sucedido con la escuela Honorato Vásquez que, según dice una nota de prensa, ha sido absorbida por una unidad educativa mayor. Así, al desgaire, como un hecho insignificante. Pero, para centenares de cuencanos que ya peinamos canas, o definitivamente, ya no peinamos nada y que hace más de medio siglo asistimos a sus aulas, el hecho nos ha impactado y nos ha conmovido. La escuela, desde sus orígenes, fue el laboratorio pedagógico del único colegio que formaba maestros en el Austro ecuatoriano, el Manuel j. Calle y, más tarde, fue la escuela anexa del Normal Superior Ricardo Márquez. Tenía – y qué doloroso es emplear el tiempo pasado – una muy fecunda historia con momentos de esplendor y muy escasos declives. Como establecimiento de prácticas docentes experimentaba con múltiples métodos didácticos y, de esta manera, eso que los pedantes llaman proceso de enseñanza-aprendizaje, resultaba siempre algo dinámico, productivo y, sobre todo, interesante, como si los profesores establecieran una sola meta : prohibido aburrir . En efecto, sus primeros directores, Víctor G. Aguilar, Samuel Cisneros, Luis Roberto Bravo, preconizaron una especie de Didáctica de la alegría – pedagogía del gozo, de la que hablaría, años más tarde, Paulo Freire – y, en consecuencia, una clase, a más de proporcionar un conocimiento significativo, era interacción y recreación constante por parte de los actores. No se puede negar, sin embargo, que, con relativa frecuencia, los profesores nos trasmitían ingenuos patriotismos : el Perú era el Caín de América y un pésimo vecino, el soldado ecuatoriano era el segundo en valentía después de los kamikazes japoneses, el Himno Nacional era el vice campeón de los himnos del mundo, solo lo superaba la Marsellesa, Juan Montalvo fungía como el más pulcro de los ensayistas del hemisferio occidental o, se caía en chauvinismos insoportables, la catedral de Cuenca era la mayor y mejor de América Latina, el agua cuencana era hiper potable, más pura no podía haber, los versos de nuestros poetas constituían lo más excelso de la lengua española y como colofón obvio, Cuenca era la ciudad más culta, Cuenca era la Atenas del Ecuador. Más allá de eso, lo que realmente importaba es que se respiraba un clima de libertad, de búsquedas permanentes, de desarrollo del pensamiento infantil y de diálogo horizontal, para que se cumpla el viejo axioma de “enseñar deleitando” y “deleitar enseñando” . Hoy, al borrar el nombre del patrono, Honorato Vásquez – diplomático, catedrático universitario, poeta mariano delicado y sensible, jurisconsulto de alto nivel, pintor de relieve – se pretende eliminar un pasado, pero, como dice la sabiduría popular, “tenga siempre por seguro, para quien lo haya olvidado, que aquel que borra el pasado, también renuncia al futuro”. En este contexto, no se puede, ni se debe renunciar a una historia tan rica y diversa como la de la Honorato, muchos de los que allí se educaron, tuvieron peso, presencia y gravitación, en la vida política y cultural de la región y eso es algo que siempre se debe recordar. Y, valorar. Así como tampoco se debe olvidar la letra ingenua, tersa, sencilla, de su himno que nos enseñaba a defender y buscar la paz como el valor supremo de la condición humana : Los Profes Los profesores de escuela nunca ocupan las páginas de los periódicos, rara vez son objeto de homenajes, no brillan, son simplemente personas que cumplen labores complejas y de responsabilidad extrema, que requieren de habilidades especiales y de eso que llaman vocación. Y, esto lo sé bien porque, yo también fui maestro de escuela. Y, no fui malo, en realidad fui pésimo, y por ello los admiro más. Perdone el lector que deba emplear la insoportable primera persona. El más diminuto de mis maestros de la Honorato ocupa, en cambio, el espacio más grande en el cofre de los recuerdos. Era mi maestro de primeras letras, un señor menudito pero fortachón, armado de una muy ancha correa de cuero que no la insertaba en las presillas de la cintura para tener facilidad de blandirla vertiginosamente. Pero no para golpear con ella, sino para estrellarla con fingida rabia en el piso, mientras su voz ronca y peluda, ordenaba “ a formarse huambritos” y entonces, dóciles pero contentos, los “soldaditos de pequeña infantería”, dirigíamos nuestros pasos al aula en donde vivíamos una fiesta pura y simple, pues al socaire de, rondas, acertijos, concursos, rimas, trucos, dibujos, adivinanzas, magia, nos iniciábamos en el áspero ejercicio de la vida. Es que, Arturo Quezada Mendieta, el inolvidable “tocho”, no solo nos mostró el maravilloso mundo de la palabra escrita sino que sembró la idea de que la vida es un recreo, en su sentido prístino. No sé si empleaba el método silábico o el fonético o acaso el global, para enseñarnos a leer, lo que sí recuerdo con precisión es que, a mediados de mayo, todos leíamos, “de corrido y con las pausas respectivas” las 60 palabras por minuto que nos exigía con bronca ternura. También recuerdo su libro Alborada, que se hizo texto oficial en todas las escuelas de la región y sus disparates mágicos del “avión en el que se iba un enano saliendo de la iglesia llevándose a un oso para darle uvas mauras, maduras”, con los que nos enseñaba las cinco vocales. Algunos de los hijos – Wilson, Raúl, Martha - del Sr. Quezada como le llamamos en la infancia o el Tocho que fue su vocativo cuando nos brindó su amistad, heredaron su vocación y el especial talento que posee el maestro de escuela auténtico y él llegó a verlo y se enorgullecía de sus descendientes. Hoy, una escuelita rural de Ayaloma, anejo cercano al cantón Nabón, su tierra natal, lleva el nombre de Arturo Quezada Mendieta. Y, asi se ha hecho justicia En el segundo grado tuvimos a Alberto Torres Pauta. Era de esos seres aparentemente rígidos, ásperos, que esconden tras la severidad de sus rostros adustos, la bondad de su corazón. Al final de año, sucumbió definitivamente, a las oscuras tentaciones de la vida bohemia y el alcohol. Fue la primera ocasión que la muerte nos golpeó tan de cerca. En tercer grado Ezequiel Bravo Narea y David Hurtado Ramírez compartieron la responsabilidad de ser nuestros profesores. Hurtado lo hizo por corto tiempo pues, más temprano que tarde, fue llamado a la dirección de un escuela pelucona de ese entonces, la Pío XII. Muchos años después, fue compañero de trabajo en el Colegio Herlinda Toral. Del Ezequiel Bravo, conservador recalcitrante y católico intolerante, extremismos que, a veces, le llevaron a crear, creer y perseguir fantasmas comunistas que amenazaban la tranquilidad de la conventual ciudad, es preferible un piadoso olvido. El que se queda es el Sr. Bravito, el maestro de tercer grado, alegre, desenvuelto, comunicativo, cordial, siempre cordial, que inculcaba valores: la lealtad, la auto estima, la solidaridad y la conciencia gregaria entendida, no como borreguismo sino como renuncia de los intereses personales en aras del bienestar colectivo. Así como también al Ezequiel Bravo apacible, sereno, remansado, de la madurez que dejó recuerdos y afectos permanentes en las alumnas del Colegio Herlinda Toral durante los 13 años que ejerció el vicerrectorado- César Ochoa Pesántez, hombre dueño de una personalidad muy sólida y vigorosa, fue mis profesor en el cuarto grado de la Honorato. El Sr. Ochoa era un ser muy generoso, generoso hasta el derroche, hasta la inconsciencia. Nunca escatimó su tiempo para ayudar a los alumnos que tenían problemas de aprendizaje ni dinero para apoyar a los que subsistían en condiciones económicas precarias. Gracias a él fortalecimos el hábito que nos acompañará toda la vida, la lectura. Con él leímos Corazón, algo de Salgari y Verne e incluso nos atrevimos a cuentos tremendos, para nuestra edad como La Medalla y La Penca de Alfonso Cuesta y Cuesta. Cuando llegamos a esa etapa de la vida conocida con el horrible nombre de adultez, compartimos con César muchas horas en aras de la amistad y la bohemia. Porque, César fue, ante todo. un hombre libre que murió en su ley , solitario y digno dueño de sus decisiones y de su destino. En el quinto grado tuvimos a un héroe de la invasión peruana de 1941, Don Miguel Morales Villavicencio. Sus clases eran sencillamente macanudas. Espléndidas. Siempre motivadoras. Las preparaba todos los días, incluso con la colaboración de los propios alumnos que éramos convocados a su casa para disfrazarnos y ensayar algún sainete que, al otro día, sorprendía a los compañeros. Hacía trucos sorprendentes con el trompo, las canicas y penetraba sagazmente en el misterio de los números. Siempre cambiaba, nunca se repetía, ni siquiera cuando narraba, en primera persona, cada mes, la gloriosa batalla de Porotillo en la que destacaba nítidamente la lúcida estrategia del Coronel Miguel A. Estrella, la disciplinada valentía de los imberbes soldaditos ecuatorianos, el miedo que destilaban los peruanos. Años más tarde, cuando supimos que Porotillos no fue más que una emboscada más o menos artera, comprendimos también que los pueblos necesitan crear y creer en héroes. Es una mentira piadosa. Es un mal necesario. Más allá de eso, el Poroto Morales nos brindó a los alumnos un año pródigo en alegrías y enseñanzas imprescindibles. Finalmente, en el sexto grado conocimos a Carlos Ángel Abad Romero – siempre atildado, en el léxico, en su imagen exterior, en la distancia que quiérase o no establecía respecto a sus alumnos. Tuvo una carrera profesional siempre en ascenso , profesor del Manuel J. Calle, Inspector General del mismo colegio y, finalmente, rector del Normal Superior Ricardo Márquez Tapia. También fue nuestro profe del grado final de la escuela – hoy séptimo de Educación General Básica - Don Julio Serrano, en quien siempre admiramos, y envidiamos, su especial habilidad para interrogar, para conducir el pensamiento del interlocutor hacia la verdad buscada. Quizás sin conocerla, usaba la ironía, elemento esencial del método socrático que jamás perderá vigencia. El últimos de mis recuerdos está ligado a una anécdota: corría el año 1953, 400 voces infantiles, en la sala del viejo teatro México ensayaban un coro. El profesor de música detectó alguna disonancia y, en forma inmediata, eliminó al culpable. Allí se frustró la carrera del Pavarotti ecuatoriano. El alumno era el autor de estas añoranzas, el maestro de música era el SEÑOR, así con todas las mayúsculas y todos los merecimientos, Rafael Carpio Abad, compositor del pasacalle eterno, La Chola cuencana. Ese es el recuerdo poco grato y más antiguo que se tiene del maestro Carpio, aunque después, ya en la edad adulta, se pudo compartir largas horas de charla siempre sustanciosa y llena de humor en San Roque y en los pasillos de la Universidad de Cuenca. Es más, pese a la diferencia de edad se cultivó una amistad siempre cordial y franca, muy franca . Era práctica constante que, los profesores de la anexa pasen luego de algunos años, a ser instructores de la llamada educación secundaria, vale decir, se los promovía al Colegio Normal Manuel j. Calle. En definitiva, Colegio y escuelas anexas integraban una sola unidad educativa, una sola armoniosa familia, pero mantenían su individualidad, sus propios perfiles, sus propios patronos y no como ahora se ha procedido con ligereza para borrar del mapa educativa nombres ilustres como los de Hernán Cordero Crespo, Miguel A. Estrella, Ricardo Muñoz Chávez, entre otros. Desde luego, con la Honorato Vásquez se le fue la mano a la bendita revolución ciudadana. Si el dueño de estos recuerdos es ya un septuagenario, es obvio que todos sus profesores de escuela ya no están en esta orilla. No fueron apóstoles, ni sacrificados sembradores de cultura que penetran y vencen los piélagos de la ignorancia, como dicen los malos discursos, pero tienen un privilegio que nadie les puede negar, son gentes que todos recordamos con afecto. Y, con invencible gratitud. |
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