lunes, 28 de mayo de 2018

Caso waorani: “El proceso” de Kafka se queda corto
Los wao creyeron que ese era el fin de la historia. Pero no. El grito de “Déjennos vivir”, es muestra de que la comunidad siente el asedio de este proceso en el que nada ha estado claro: un día les dicen que están libres; otro, que serán juzgados en la comunidad; otro, que les juzgarán en otra comunidad (y los funcionarios acuden a buscar locaciones, como hacen los productores de películas, que descartan, además, por falta de infraestructura en ellas). Y otro, que la audiencia será en la ciudad. Un día les dicen que eso durará tres días con sus noches (para que sea intercultural). Otro día les suspenden la diligencia. ¿Alguien entiende?
28 de mayo del 2018
MILAGROS AGUIRRE
El señor J.K. fue arrestado una mañana sin saber por qué. Y desde ese momento, empezó su pesadilla. Su vida se volvió un infierno, pues se dedicó a defenderse de algo que nunca pudo comprender. Desde ese momento vivió extrañas situaciones con la burocracia y el aparato judicial. No sabía de qué se lo acusaba ni qué tribunal lo juzgaría pues se suponía que era un tribunal especial. No sabía por qué no podía enfrentar al juez y recibía distintos mensajes de emisarios que le daban cuenta del proceso. Acudió a un abogado que le cuenta sobre el poder, los jueces y las pocas posibilidades que tienen de defenderse acusados y defensores. Decide defenderse a sí mismo, pero finalmente debe pagar por una culpa desconocida y cumplir su condena.
Exactamente eso: un revival de “El Proceso”, de Franz Kafka, es el que viven las comunidades waorani de Dikaro y Yarentaro desde hace cinco años. No saben por qué, si ya fueron juzgados y luego sobreseídos, les han vuelto a juzgar. Tampoco sabían por qué los juzgaban la primera vez, cuando les acusaron de genocidio, una palabra que no podían comprender. Ni porqué esa vez tomaron a unos presos y a otros no. Entonces ya sufrieron lo indecible esas familias: idas, vueltas, hambre, tensiones entre distintas comunidades. Cuando fueron sobreseídos, después de pasar penurias, hasta celebraron.

Con su abogado, durante el inicio de un nuevo proceso en contra de miembros de la nacionalidad wao.
En una reunión en el coliseo del pequeño poblado selvático festejaron que ya eran libres, aunque eso de la libertad es relativo pues algunos de los participantes del ataque del 2013, no han vuelto a salir de sus comunidades ni viajar a la ciudad, quedándose, literalmente, “en asilamiento voluntario”.
El martes 15 de mayo de 2018, una vez más, tuvieron una diligencia que se supone sería la audiencia de juzgamiento por el delito de homicidio, asunto en que se ha empeñado la fiscalía pues apeló al sobreseimiento de la causa anterior.
Hace tres años, en este mismo espacio, dábamos cuenta de lo que había sucedido en el caso del que escribimos hoy. La incursión de un grupo de guerreros waorani que terminó en una más de las tragedias que tiñen de sangre la selva del Yasuní es un tema que, no solo que no se resuelve, sino que, de ese entonces, hasta acá, podemos encontrar muy pocos avances e incluso, retrocesos que no ayudan en nada a resolver la situación.
La vida de los waorani de Dikaro se ha vuelto un infierno. En cinco años el Estado y sus instituciones no han logrado dar un paso adelante en este tema y más bien, al contrario, cada paso dado resulta convertido en un problema más que no hace sino avivar las tensiones en la comunidad, por ende, poner en peligro a los vecinos, incluso a los que se supone, se quiere proteger, que son los tageri-taromenani.
¡Déjennos vivir!, decía a viva voz la comunidad, según publicó diario El Universo con fecha 1 de octubre de 2017
Por supuesto que esas idas y vueltas también le cuestan al Estado pues son buen número de funcionarios los que se desplazan y a los que hay que alimentar: pasajes de avión desde Quito hasta Coca, alimentación, hospedaje, viáticos.
Seis de los inculpados (de 17) fueron citados a una reunión en Coca, donde llegaron el 25 de noviembre del 2013. La Policía los apresó al día siguiente. Pasaron en Coca 15 días y fueron llevados a la cárcel de Lago Agrio, asunto que resultaba un peso enorme para la comunidad y para las familias, imposibilitadas de visitar a los presos por la distancia entre Lago Agrio y las comunidades del Yasuní. Estuvieron allí cerca de nueve meses. Luego fueron trasladados, por decisión del Ministerio de Justicia pues las familias estaban sufriendo lo indecible sin poder visitarlos, a la cárcel de Coca donde no hay cárcel sino un centro de detención provisional. Ahí el Ministerio de Justicia tuvo que contratar hasta servicio de alimentación pues ese centro carece de ello. De ese centro huyeron tres de los implicados y regresaron a la comunidad. Los otros tres recuperaron su libertad el 16 de septiembre de 2014. La liberación se dio luego de que el Juzgado de Garantías Penales de Orellana declarara el sobreseimiento provisional en un proceso que empezó por genocidio y luego varió a homicidio.
Los wao creyeron que ese era el fin de la historia. Pero no. El grito de “Déjennos vivir”, es muestra de que la comunidad siente el asedio de este proceso en el que nada ha estado claro: un día les dicen que están libres; otro, que serán juzgados en la comunidad; otro, que les juzgarán en otra comunidad (y los funcionarios acuden a buscar locaciones, como hacen los productores de películas, que descartan, además, por falta de infraestructura en ellas). Y otro, que la audiencia será en la ciudad. Un día les dicen que eso durará tres días con sus noches (para que sea intercultural). Otro día les suspenden la diligencia. ¿Alguien entiende?
¿Quién paga?
Desde hace cinco años los waorani han pagado los servicios de un abogado que los ayude en la defensa. El abogado, por cierto, pasa factura. Pero no solo son esos los gastos en los que tienen que incurrir no solo los imputados sino la comunidad entera. Tienen que viajar de la comunidad a Coca y a Quito en reiteradas ocasiones, principalmente quienes han llevado la vocería de la comunidad. La última audiencia (15 de marzo de 2018) implicó que salgan 34 personas a Coca, es decir, transporte y comida y alojamiento. Les habían dicho que la audiencia duraría tres días (con sus noches). Pero nada de eso paga el Estado. Del transporte se hace cargo la empresa petrolera que opera en su territorio. De la comida y el alojamiento se ha tenido que hacer cargo una organización no gubernamental (FAL-FEPP).
Por supuesto esas idas y vueltas también le cuestan al Estado pues son buen número de funcionarios los que se desplazan y a los que hay que alimentar: pasajes de avión desde Quito hasta Coca, alimentación, hospedaje, viáticos. Interesante saber cuánto se ha gastado en este engorroso asunto desde hace cinco años para llegar a ningún puerto.
Miedo a la Justicia
El Estado, o quiere llegar a una sentencia o quiere ir hasta el infinito con tal de hacerse el quite frente a los tribunales internacionales.
Nada de esto ha resultado pedagógico para los waorani. Pero parece que el funcionariado tampoco ha aprendido pues, a cuenta de que no quiere dejar el caso en la impunidad, ha insistido en juzgar este asunto con el Código Penal en mano, cosa que parece imposible. El Estado, o quiere llegar a una sentencia o quiere ir hasta el infinito con tal de hacerse el quite frente a los tribunales internacionales pues este tema está en la CIDH y en Naciones Unidas, desde donde al menos tres relatores de Derechos Humanos y Derechos de los Pueblos Indígenas se han pronunciado en su momento. Rodolfo Stavenhagen, en la incursión de los waorani ocurrida en 2003; James Anaya en 2013 y, sobre el mismo tema, Victoria Tauli-Corpuz.
Si los waorani tienen miedo al poder judicial pues ya no saben a qué atenerse porque no comprenden lo que están haciendo las autoridades –y por eso mismo no acuden a las audiencias—, parece que, tal como van las cosas, más miedo tienen los funcionarios del Estado pues no tendrían manera de explicar los traspiés y los palos de ciego que han dado en este caso, las omisiones y la dificultad para aplicar la llamada interculturalidad solicitada por los organismos internacionales y por la Corte Constitucional.
La Defensoría del Pueblo ha estado a cargo de comprobar que en este caso se ha seguido “debido proceso”. Sin embargo, quienes llevaban a cabo esta tarea, ya no están en sus puestos pues la burocracia cambia, cambian los procesos, se traspapelan los documentos y, hasta que las personas nuevas se empapen del tema, el tiempo sigue corriendo en contra de los waorani a quienes pareciera que se quiere “civilizar” a punta de miedo, presidio y cadenas, con la crueldad propia de los tiempos de la colonia.

Dicaro, Orellana. Parte de los procesados por el ataque a los taromenanes y que ahora piden fin del proceso penal, pues aseguran que el ataque fue una guerra de clanes. Foto: Diario El Universo
Impunidad
Quienes creen que esto debe seguir hasta tener una sentencia para no dejar el tema en la impunidad tienen su dosis de ingenuidad. Los waorani, los guerreros y sus familias, ya han pagado su condena con este proceso kafkiano. Quienes mantienen su impunidad son aquellos que no cumplieron su trabajo, ignoraron las alertas y, por supuesto, quienes han atentado desde hace años con la selva y la vida de sus gentes. Han gozado de impunidad los patrones madereros, quienes suministran armas y municiones, quienes abren vías donde no las debe haber, quienes concesionan bloques petroleros donde hay evidencia de presencia de familias que aún se mantienen aisladas o entre quienes han contrariado la propia Constitución dando luz verde a las concesiones petroleras, ignorando el artículo 57 que habla de que en los territorios de los pueblos indígenas aislados está vedada toda actividad extractiva. 
La presión continúa y seguramente habrá más muertos pues cada vez hay más presión en sus territorios. Prueba de ello fue la muerte de Caiga Baihua, en 2016, lanceado por los tagaeri-taromenani. La reparación ofrecida tampoco llega. El Ministerio de Justicia ofreció compensar a la familia con unas casas y, tanto por las dificultades administrativas como de construcción, aún no se ha cerrado tampoco ese tema. 
Las salidas al laberinto
Al inicio del conflicto, Miguel Angel Cabodevilla proponía, tanto a la Fiscalía como a la Corte Constitucional, algunas salidas, que fueron desoídas por las autoridades. Nadie se propuso, siquiera, estudiarlas.
Durante cinco años el Estado ecuatoriano ha demostrado, como hemos podido comprobar, una cosa: no sabe qué hacer en este tema. Este tiempo hubiese sido más que suficiente para estudiar y construir políticas de protección y para elaborar una legislación con ejes de interculturalidad que sea aplicable en este caso pues, de la misma manera que se busca justicia para los tagaeri-taromenani, los waorani también piden que no haya impunidad frente a sus muertos. Evidentemente no se les puede juzgar tampoco con el Código Penal, a quienes mataron a Ompure o a Caiga o a tres miembros de la familia Duche, por contar algunos de los muertos de esta guerra selvática. 
Al inicio del conflicto, Miguel Angel Cabodevilla proponía, tanto a la Fiscalía como a la Corte Constitucional, algunas salidas, que fueron desoídas por las autoridades. Nadie se propuso, siquiera, estudiarlas.
Daniela Salazar analiza el caso y plantea una salida al laberinto: un tema llamado justicia transicional, un modelo que permite superar estos temas y no profundizar los conflictos.
Hasta que el Estado y sus funcionarios sepan cómo tratar estos temas, ¿es justo que la comunidad waorani y que los tagaeri-taromenane sigan pagando las consecuencias de su torpeza? ¿el hecho de que aún no se haya cerrado este tema no es suficiente muestra de ineficiencia Estatal?
Ahora está anunciada una nueva audiencia de juzgamiento a realizarse en septiembre. Tres meses más de zozobra. ¿Quién gana con esto?
Es hora de ponerle el punto final. No puede estar esa herida abierta permanentemente ente las comunidades waorani. El recuerdo de los incidentes del 2013 no hace sino reavivar la chispa de la violencia. Basta ver la presencia de los waorani en esta última diligencia, empuñando y exhibiendo sus lanzas, para darse cuenta de que la paz está lejos de llegar.

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