CIUDAD DE MÉXICO — El 22 de abril, los candidatos se dispusieron a no perder. Pero eso no los hizo ganadores. En el primer debate presidencial de México no sucedió nada. Margarita Zavala y Jaime Rodríguez Calderón, el Bronco, los primeros candidatos independientes a la presidencia de la historia electoral del país, fueron incapaces de articular ideas: la primera fue torpe; el segundo fue absurdo. Andrés Manuel López Obrador, como líder de las encuestas, solo tenía que mantenerse al margen de las provocaciones; y eso hizo. La falta de carisma de José Antonio Meade le impidió conectar con el público y su filiación priista le impedirá ser una opción viable. Ayer las expectativas cayeron sobre Ricardo Anaya, el segundo lugar en las intenciones de voto, pero parecía contenido. Quizás decidió reservarse para los debates que quedan, el del 18 de mayo y el del 12 de junio.
Un día antes del debate, el sábado 21, descubrí que a la Universidad de la Tierra en Chiapas solo se puede llegar por terracería. Era una ocasión singular: desde el domingo 15 de abril, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) ha convocado a pensadores, activistas y periodistas a pensar qué país queremos construir.
El domingo, Ciudad de México me recibió inusualmente congestionada. Era el día del debate y, en una esquina cercana al Palacio de Minería, simpatizantes y acarreados se peleaban por declarar al ganador de un evento que aún no había sucedido. Entre camionetas blindadas y guardaespaldas, los candidatos llegaron al palacio con una misión: explicarle a los mexicanos qué país quieren construir.
El contraste entre la Universidad de la Tierra y el Palacio de Minería es demasiado grande. Entre el conversatorio indígena y el debate presidencial se encuentra la brecha que divide el país: el abismo entre distintos Méxicos, el México sin rostro y el que es uno solo. Decía el periodista Mardonio Carballo que “en México hay 69 formas de decir flor y, sin embargo, solo nos permiten poner una en el florero”. La metáfora es elocuente: la política, que debería hablar en casi setenta formas, hoy solo habla un lenguaje: el del poder.
Hace un año, el Congreso Nacional Indígena, en el que participó el EZLN, tomó una decisión histórica: participar en el proceso electoral a través de una candidatura independiente. La elección de su vocera fue María de Jesús Patricio, Marichuy, indígena nahua, especialista en medicina tradicional. Ante un país enfermo, nada más adecuado que una curandera. El 19 de febrero, la única indígena que se postuló a la candidatura no consiguió el registro, pero logró algo no menos importante. Fue capaz de reunir a individuos y organizaciones muy distintas en un frente común: buscar nuevas formas de hacer política.
En Chiapas, el conversatorio dejó ver un resquicio de apertura, imaginación y posibilidad de disenso fuera de la política tradicional. En la capital de México, en el mundo interior del debate, los políticos saludaban a las cámaras y en los mexicanos que vieron el debate había una expectativa más parecida al morbo que a la esperanza.
Después del debate los electores no encontramos respuestas a nuestras preguntas. La retórica de los candidatos a la presidencia estuvo llena de signos de frivolidad: se dieron cifras de inseguridad, pero no se habló de las víctimas; se criticaron las estrategias de seguridad, pero no se solidarizaron con los estudiantes desaparecidos en Guadalajara; se habló del dinero que se ha donado a los damnificados del terremoto, pero no se habló de la reconstrucción; se mencionó el número de asesinados en 2017 —el año más violento de la historia reciente de México—, pero no se mencionó a los 43 de Ayotzinapa; se adjudicaron y regalaron propiedades, pero nadie habló de la Casa Blanca, la casa construida para Peña Nieto por Grupo Higa, el conglomerado de empresas que recibió más de 8 mil millones en contratos durante su gubernatura en el Estado de México.
El terreno lingüístico desde el que se hizo el debate fue deshumanizador y careció de palabras para una interlocución con la realidad. El enojo se tradujo en datos, el agravio se convirtió en una estadística. Acaso lo más interesante del debate sucedió cuando acabó, cuando los analistas y los equipos de campaña se esforzaron en dar sentido a lo que acababa de no suceder. En Chiapas, los pasamontañas cubren las caras pero no las ideas; en Ciudad de México, las palabras cubren la cara y tapan los ojos. En lugar de enfrentar la realidad, el discurso de campaña se afana en ocultarla.
Al final, el primer debate no modificó las tendencias: AMLO sigue como líder, Anaya en segundo lugar, la distancia entre ellos y Meade, Zavala y el Bronco se seguirá ensanchando sin que el país encuentre una fórmula que lo acerque a sus distintas realidades. Ni Chiapas ni el Palacio Nacional pueden por sí solos representar a México, pero el trecho abrumador entre ambos debe llevar a la creación de vías que los comuniquen. Mientras Marichuy participaba en el conversatorio zapatista, Margarita Zavala y el Bronco —dos miembros eternos de la clase política de México— se presentaban como los candidatos al margen del sistema.
Al final, el mundo al que se hace referencia en cada uno de los encuentros es muy distinto: en Chiapas el debate quiere abarcar las 69 formas de decir flor en México; en la capital los candidatos discuten cómo adornar la única manera de decir flor. La conversación plural es una condición necesaria para la democracia. El debate electoral debe parecerse al conversatorio en Chiapas y el conversatorio en Chiapas debe tener la visibilidad del debate electoral. Ninguno de los dos eventos representan por sí mismo la diversidad del país, pero uno marca un intento de apertura y el otro insiste en proteger la homogeneidad.
Cuando se logre conversar entre las diferentes realidades, la que plantean tanto el debate zapatista en San Cristóbal y el presidencial en Ciudad de México, el país habrá tenido un verdadero debate democrático.
No hay comentarios:
Publicar un comentario