Publicado en la Revista El Observador (edición 99, junio del 2017) |
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La Red de Maestros sintetiza una de las peores herencias del correísmo: gremios funcionales y sumisos al poder de turno, inmunes a la vergüenza, listos para prestarse a las jugadas más cínicas de sus tutores. Lo que ocurrió a propósito del sainete montado para simular un debate entre los candidatos finalistas lo confirma.
Durante más de diez años Alianza País ha destruido en forma sistemática a las organizaciones sociales. Dividiéndolas, persiguiéndolas, disolviéndolas; cooptando a sus dirigentes; creando organizaciones paralelas. El objetivo siempre fue tan evidente como innoble: debilitar la resistencia popular para facilitar la aplicación de un proyecto de modernización autoritaria del capitalismo. Sin sociedad y sin resistencia, las cofradías del poder operan a sus anchas. Al populismo poco le importa el país, y mucho menos la sociedad. Únicamente se interesa por el usufructo del poder. Promueve clientelas electorales, no sujetos políticos. Crea y desarrolla sistemas de control burocrático que terminan operando como mafias, amparados por un ejercicio vertical del poder. Solamente así se explica la existencia, durante tanto tiempo y con tanto éxito, de amplias redes de corrupción al interior de varias instituciones del Estado. En términos electorales, el clientelismo sigue siendo efectivo. No de otra forma se explica que el binomio del oficialismo haya alcanzado una votación tan elevada en las últimas elecciones. Lo llamativo es que combina adhesiones entre sectores marginales y ciertas élites económicas. Según un análisis del comportamiento electoral presentado por Carlos Larrea en la Universidad Andina, esto sucedió en las zonas de Manabí afectadas por el terremoto. En dicho análisis se da cuenta del apoyo electoral que tuvo el gobierno en parroquias con población de ingresos medios y altos. Se trataría de aquellos sectores económicos beneficiados con la inversión para la reconstrucción. El reparto, en la práctica, alcanza para todos. Pero exigen una condición: la total subordinación a la autoridad. La fórmula no es nueva. El populismo siempre permitió que grupos de poder económico se parapeten detrás de la masificación política. Es lo que ocurre en Venezuela y en Nicaragua. El problema es que la informalidad política, la arbitrariedad y la opacidad administrativa terminan promoviendo un esquema de poder corrupto, casi delincuencial. La demagogia populista justifica los grandes negocios. No importa que el reparto sea desigual: al final, algo más que lo acostumbrado les llega a los de abajo. En un reciente estudio (Intervencionismo o liberalismo: un falso dilema), René Báez se refiere al modelo correísta como lumpendesarrollo. Es decir, un desarrollo marginal, mendicante, absolutamente subordinado a los intereses del capital externo. En cierto sentido, es un proyecto que se sitúa en los extramuros de la institucionalidad. Y es justamente allí donde proliferan las galladas del poder, las argollas de intereses espurios. Es la continuidad de este esquema el que pretende dejar instalado Correa antes de irse. Por eso, los ecuatorianos nos preguntamos hasta qué punto Lenín Moreno está dispuesto e interesado en desmontar este andamiaje perverso. Por las señales que ha dado, tal parece que no tiene mayor margen de maniobra. ¿O es que se siente cómodo con el continuismo? Al menos, el gabinete aprobado parece un reencauche maquillado del viejo correísmo. Las últimas decisiones de Correa van en el mismo sentido: dejar atado de manos a su sucesor, restarle legitimidad, imponerle límites; en resumen, conspirar por su fracaso. Y de paso, seguir impidiendo que los movimientos sociales se recuperen y reaccionen. Solamente así se perpetúa la lumpenización de la política sobre la cual se ha instalado el correísmo durante una década. |
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