POR: Hernán Crespo Toral
Publicado en la Revista El Observador
El afán destructor continúa. Se tumban las viejas casas que conforman la fachada urbana tradicional de Cuenca para emplear los solares como parqueo o se las sustituye con una arquitectura espúrea que desentona y no se compadece con el entorno histórico cultural.
La ciudad es un acto de creación colectiva y anónima donde el hombre y la historia han dejado sus aportes y su pátina, mas bien dicho, la ciudad es el escenario que acoge y propicia el drama vital. Es decir, la ciudad se gesta en un proceso simbiótico entre el hombre y el espacio urbano. Por lo mismo, es el testimonio fehaciente del devenir histórico cultural.
La ciudad es un testimonio objetivo, irrefutable de la cultura, quizá, más importante que los documentos escritos que luego son interpretados para escribir la historia. Allí existe un proceso subjetivo, una lectura entre líneas y un aporte personal del investigador, en tanto que la ciudad, la podríamos definir como la historia misma.
Por lo mismo, la ciudad debe ser conservada, respetada. No pretendo decir con esto que el ente urbano tenga que congelarse, transformarse en un organismo inerte; por el contrario, la ciudad es, en sí misma, vital, dinámica. Lo que postulo es que las aportaciones contemporáneas tienen que ser respetuosas de su entorno, de la historia a la que aludíamos hace breves líneas. La ciudad tiene que ser vivida por el hombre; la estructura que la define, tiene que adaptarse a su necesidad, teoría que parece incompatible con la conservación de las urbes y de sus centros históricos y que, sin embargo, no lo es. Lo comprueba París, Roma, Florencia, Venecia.
En nuestro caso debemos conservar la ciudad no sólo por una razón histórico cultural, sino por vocación y destino histórico, pues somos un pueblo que se ha caracterizado por su humanidad a flor de piel, todavía exenta de los traumatismos que produce la industrialización que, como se ha constatado en muchos de los pueblos llamados “desarrollados”, ha producido una deshumanización y marginamiento del hombre, una soledad en medio de la muchedumbre.
La ciudad es un testimonio objetivo, irrefutable de la cultura, quizá, más importante que los documentos escritos que luego son interpretados para escribir la historia. Allí existe un proceso subjetivo, una lectura entre líneas y un aporte personal del investigador, en tanto que la ciudad, la podríamos definir como la historia misma.
Por lo mismo, la ciudad debe ser conservada, respetada. No pretendo decir con esto que el ente urbano tenga que congelarse, transformarse en un organismo inerte; por el contrario, la ciudad es, en sí misma, vital, dinámica. Lo que postulo es que las aportaciones contemporáneas tienen que ser respetuosas de su entorno, de la historia a la que aludíamos hace breves líneas. La ciudad tiene que ser vivida por el hombre; la estructura que la define, tiene que adaptarse a su necesidad, teoría que parece incompatible con la conservación de las urbes y de sus centros históricos y que, sin embargo, no lo es. Lo comprueba París, Roma, Florencia, Venecia.
En nuestro caso debemos conservar la ciudad no sólo por una razón histórico cultural, sino por vocación y destino histórico, pues somos un pueblo que se ha caracterizado por su humanidad a flor de piel, todavía exenta de los traumatismos que produce la industrialización que, como se ha constatado en muchos de los pueblos llamados “desarrollados”, ha producido una deshumanización y marginamiento del hombre, una soledad en medio de la muchedumbre.
DEFINICIóN DEL UNIVERSO:
Resulta difícil circunscribir el Centro Histórico de Cuenca sin aludir al entorno, al medio ambiente en el cual se radica. El Nudo del Azuay marca una diferencia tajante en nuestra geología, en los Andes ecuatorianos. Hacia el Norte las tierras pertenecen al Cuaternario, hacia el Sur, son de formación Terciaria, de manera que nuestra región se caracteriza por un perfil geológico sin grandes eminencias, superficies trabajadas por la erosión eólica y pluvial, pequeños valles plácidos, irrigados por una pluralidad de ríos que conforman el sistema del Paute.
En uno de estos valles, quizá el más dilatado, planicie de nombre eufónico Guapdondelig para los cañaris, Paucarbamba y luego Tomebamba para los incas, se asentó la ciudad a la que cuatro ríos la definen y la reflejan: Tarqui, Yanuncay, Tomebamba y Machángara.
En la margen izquierda del Río Tomebamba, Gil Ramírez Dávalos, ratificó el asiento previo de los españoles mediante la fundación y traza de la ciudad en 1557. Su nombre proviene del mandato del Virrey Andrés Hurtado de Mendoza, nacido en Cuenca de España. Los límites naturales fueron por el Norte la Colina de Cullca, cuyo nombre designa el sitio de almacenamiento, especie de silos, las “collcas” incaicas. Seguramente allí estuvieron las grandes reservas alimenticias, de tejidos y de armas de la Tomebamba incaica. Por el Sur, el río, límite transparente, aliciente y gestor de la ciudad. Su curso determinará la expansión y modificará el rígido trazado ortogonal. Hacia el este y el oeste, la planicie extendida y aprovechable para expandir la urbe “en damero”, característica de las fundaciones españolas del Siglo XVI.
Allí evolucionó la ciudad, fue creciendo lentamente, pausadamente. No hubo ninguna inyección sustancial que determinara una expansión inusitada de la urbe. La Plaza Mayor fue el núcleo. Allí se implantó el Cabildo, la Iglesia Mayor y el comercio; el fundador Ramírez Dávalos, ocupó más de una manzana, dividida por una inusitada calle, de Santa Ana, que dicotomiza la teoría urbana del damero.
La población española se sedimenta a base de esfuerzo. Relatan las Crónicas que el devenir económico fue labrado con el trabajo intenso y personal ya que en la repartición de tierras luego de la conquista las acapararon pocos grandes encomenderos avecindados en Quito. De los sufridos indios cañaris no quedaban muchos después del genocidio de Atahualpa y de las guerras en el Perú. Los pocos que permanecían en su territorio se remontaron ante la posibilidad de un trabajo esclavo en las minas o de mitayos en la ciudad. La vocación agraria, bucólica y artesanal del cuencano, nace en aquel tiempo.
La ciudad fue gestándose paulatinamente a base del aporte arquitectónico sobre la traza. La fachada urbana, al principio modesta fue enriqueciéndose poco a poco. Los monasterios de San Francisco, Santo Domingo, San Agustín, los Cármenes y las Conceptas fueron aportes sencillos, no por eso exentos de singular belleza. El espacio urbano se abrió en la Plaza Mayor y luego en la de San Francisco. Aparecieron pequeños recesos, espacios recoletos de meditación y contemplación, plazoletas como la de Santo Domingo, San Sebastián, San Blas.... El núcleo urbano adquirió una fisonomía orgánica, las manzanas delimitaron su periferie.
Los primitivos solares del repartimiento inicial fueron las células que iban a recibir una arquitectura caracterizada por una sobriedad, enriquecida por los patios donde entraba la luz y anidaba el sol. Casas solariegas con patio, traspatio y huerto donde, hasta no hace mucho tiempo, había espacio para las hortalizas, las aves de corral y hasta, de vez en cuando, para las pesebreras donde se acogía a las acémilas que acarreaban los productos de la campiña o al caballo, brioso vínculo entre la urbe y el agro.
La ciudad es eso, o mas bien dicho, fue eso, un conjunto armonioso que fue evolucionando desde su fundación, recibiendo los aportes de generación tras generación hasta constituirse en un espacio coherente, orgánico y organizado, armonioso y enriquecido por la caricia táctil que dio textura a los muros o los decoró con una artesanía meticulosa, tradicional, antigua vocación cuencana.
Resulta difícil circunscribir el Centro Histórico de Cuenca sin aludir al entorno, al medio ambiente en el cual se radica. El Nudo del Azuay marca una diferencia tajante en nuestra geología, en los Andes ecuatorianos. Hacia el Norte las tierras pertenecen al Cuaternario, hacia el Sur, son de formación Terciaria, de manera que nuestra región se caracteriza por un perfil geológico sin grandes eminencias, superficies trabajadas por la erosión eólica y pluvial, pequeños valles plácidos, irrigados por una pluralidad de ríos que conforman el sistema del Paute.
En uno de estos valles, quizá el más dilatado, planicie de nombre eufónico Guapdondelig para los cañaris, Paucarbamba y luego Tomebamba para los incas, se asentó la ciudad a la que cuatro ríos la definen y la reflejan: Tarqui, Yanuncay, Tomebamba y Machángara.
En la margen izquierda del Río Tomebamba, Gil Ramírez Dávalos, ratificó el asiento previo de los españoles mediante la fundación y traza de la ciudad en 1557. Su nombre proviene del mandato del Virrey Andrés Hurtado de Mendoza, nacido en Cuenca de España. Los límites naturales fueron por el Norte la Colina de Cullca, cuyo nombre designa el sitio de almacenamiento, especie de silos, las “collcas” incaicas. Seguramente allí estuvieron las grandes reservas alimenticias, de tejidos y de armas de la Tomebamba incaica. Por el Sur, el río, límite transparente, aliciente y gestor de la ciudad. Su curso determinará la expansión y modificará el rígido trazado ortogonal. Hacia el este y el oeste, la planicie extendida y aprovechable para expandir la urbe “en damero”, característica de las fundaciones españolas del Siglo XVI.
Allí evolucionó la ciudad, fue creciendo lentamente, pausadamente. No hubo ninguna inyección sustancial que determinara una expansión inusitada de la urbe. La Plaza Mayor fue el núcleo. Allí se implantó el Cabildo, la Iglesia Mayor y el comercio; el fundador Ramírez Dávalos, ocupó más de una manzana, dividida por una inusitada calle, de Santa Ana, que dicotomiza la teoría urbana del damero.
La población española se sedimenta a base de esfuerzo. Relatan las Crónicas que el devenir económico fue labrado con el trabajo intenso y personal ya que en la repartición de tierras luego de la conquista las acapararon pocos grandes encomenderos avecindados en Quito. De los sufridos indios cañaris no quedaban muchos después del genocidio de Atahualpa y de las guerras en el Perú. Los pocos que permanecían en su territorio se remontaron ante la posibilidad de un trabajo esclavo en las minas o de mitayos en la ciudad. La vocación agraria, bucólica y artesanal del cuencano, nace en aquel tiempo.
La ciudad fue gestándose paulatinamente a base del aporte arquitectónico sobre la traza. La fachada urbana, al principio modesta fue enriqueciéndose poco a poco. Los monasterios de San Francisco, Santo Domingo, San Agustín, los Cármenes y las Conceptas fueron aportes sencillos, no por eso exentos de singular belleza. El espacio urbano se abrió en la Plaza Mayor y luego en la de San Francisco. Aparecieron pequeños recesos, espacios recoletos de meditación y contemplación, plazoletas como la de Santo Domingo, San Sebastián, San Blas.... El núcleo urbano adquirió una fisonomía orgánica, las manzanas delimitaron su periferie.
Los primitivos solares del repartimiento inicial fueron las células que iban a recibir una arquitectura caracterizada por una sobriedad, enriquecida por los patios donde entraba la luz y anidaba el sol. Casas solariegas con patio, traspatio y huerto donde, hasta no hace mucho tiempo, había espacio para las hortalizas, las aves de corral y hasta, de vez en cuando, para las pesebreras donde se acogía a las acémilas que acarreaban los productos de la campiña o al caballo, brioso vínculo entre la urbe y el agro.
La ciudad es eso, o mas bien dicho, fue eso, un conjunto armonioso que fue evolucionando desde su fundación, recibiendo los aportes de generación tras generación hasta constituirse en un espacio coherente, orgánico y organizado, armonioso y enriquecido por la caricia táctil que dio textura a los muros o los decoró con una artesanía meticulosa, tradicional, antigua vocación cuencana.
CARACTERÍSTICAS DEL CENTRO HISTÓRICO.
Una vez que se tendió la traza y que se alinearon los edificios a lo largo de las calles, limitando el espacio de las plazas e, incluso, un determinado perfil celeste constituido por aleros y cumbreros, por campaniles, torres y cúpulas, la ciudad alcanzó sus límites naturales. De allí hacia afuera el entorno, entorno que no podría sobrevivir por sí mismo, sino que conformaba parte doméstica del espacio urbano: Turi y el Gapal, el Guaguallzhumi y el Cabogana, el Cajas, eran el precinto, lejano límite visual.
El conjunto urbano tenía una dimensión humana, unas proporciones, una textura. Había un ritmo entre vanos y llenos, entre balcones y aleros, entre elementos emergentes y continuos. Había, además una autenticidad en el uso de los materiales, se empleaba aquello que proveía la tierra. En las calles adoquín con su color y textura peculiares, bordillos del mármol cuencano, rozagante y aún tierno. Las paredes encaladas, enlucidas, reiteradamente; los balcones con una rejería excepcional, las ventanas con madera y vidrio, y, a veces, vidrios de colores. Arriba los canecillos marcando un ritmo repetitivo y reiterado, muchas veces pintados con motivos geométricos o florales. Más arriba, la teja que se asomaba al alero. El color característico del barro cocido, patinado por el tiempo y enriquecido por esos aportes etéreos que de repente afloran en los tejados.
El Centro Histórico de Cuenca, está hecho con materiales deleznables; se usó barro, la madera, el carrizo. El bahareque y un fino enlucido hecho con una vieja alquimia árabe que tiene como ingrediente la majada de caballo, es una de sus características.
Esta arquitectura ha durado mucho tiempo; ha sobrevivido al embate del agua y el viento. Lo que no ha podido resistir es el afán nihilista, empecinadamente depredador, que va cercenando consuetudinariamiente manzana por manzana y que ha comenzado ya a minar los límites naturales de la ciudad, de su Centro Histórico, aquellos sitios de transición entre el paisaje urbano y la campiña, entre el paisaje humano y el paisaje – paisaje.
Al parecer, ha habido una vieja vocación predadora en nuestra sociedad. Hacia comienzos del siglo XX, por el año 1912, tras un largo y meticuloso trabajo arqueológico, el sabio alemán Max Uhle, zanja una vieja polémica entre los intelectuales y científicos cuencanos sobre la ubicación de la antigua Tomebamba. La evidencia es extraída de la tierra, se ponen a la luz los viejos cimientos de la real Tomebamba. Uhle ubica palacios y templos, cuarteles y depósitos, es decir, el centro ceremonial, religioso y político de la segunda capital incaica.
Evidentemente, no quedaban extraordinarias muestras de arquitectura, no había portadas trapezoidales, ni los muros almohadillados característicos del estilo inca epigonal. Estaba allí la traza del conjunto urbano. Todo esto se olvidó, la incuria del poder y la carencia de interés de las gentes cultas de Cuenca, que en esa época descollaban en el panorama de las letras y de la política ecuatoriana y americana, permitió que no quedase ninguna evidencia, que se olvidase esa antigua raíz que nos comunicaba con nuestra vieja estirpe puesto que, no solamente estaba allí lo inca, sino también, subyacente, lo cañari.
Allá por los años cincuenta se consuma definitivamente el atentado al radicarse sobre los antiguos palacios de Huayna Cápac, el Colegio Borja. En las excavaciones se reencuentran los cimientos incaicos pero no son respetados.
El afán destructor continúa. Se tumban las viejas casas que conforman la fachada urbana tradicional de Cuenca para emplear los solares como parqueo o se las sustituye con una arquitectura espúrea que desentona y no se compadece con el entorno histórico cultural.
El conjunto urbano tenía una dimensión humana, unas proporciones, una textura. Había un ritmo entre vanos y llenos, entre balcones y aleros, entre elementos emergentes y continuos. Había, además una autenticidad en el uso de los materiales, se empleaba aquello que proveía la tierra. En las calles adoquín con su color y textura peculiares, bordillos del mármol cuencano, rozagante y aún tierno. Las paredes encaladas, enlucidas, reiteradamente; los balcones con una rejería excepcional, las ventanas con madera y vidrio, y, a veces, vidrios de colores. Arriba los canecillos marcando un ritmo repetitivo y reiterado, muchas veces pintados con motivos geométricos o florales. Más arriba, la teja que se asomaba al alero. El color característico del barro cocido, patinado por el tiempo y enriquecido por esos aportes etéreos que de repente afloran en los tejados.
El Centro Histórico de Cuenca, está hecho con materiales deleznables; se usó barro, la madera, el carrizo. El bahareque y un fino enlucido hecho con una vieja alquimia árabe que tiene como ingrediente la majada de caballo, es una de sus características.
Esta arquitectura ha durado mucho tiempo; ha sobrevivido al embate del agua y el viento. Lo que no ha podido resistir es el afán nihilista, empecinadamente depredador, que va cercenando consuetudinariamiente manzana por manzana y que ha comenzado ya a minar los límites naturales de la ciudad, de su Centro Histórico, aquellos sitios de transición entre el paisaje urbano y la campiña, entre el paisaje humano y el paisaje – paisaje.
Al parecer, ha habido una vieja vocación predadora en nuestra sociedad. Hacia comienzos del siglo XX, por el año 1912, tras un largo y meticuloso trabajo arqueológico, el sabio alemán Max Uhle, zanja una vieja polémica entre los intelectuales y científicos cuencanos sobre la ubicación de la antigua Tomebamba. La evidencia es extraída de la tierra, se ponen a la luz los viejos cimientos de la real Tomebamba. Uhle ubica palacios y templos, cuarteles y depósitos, es decir, el centro ceremonial, religioso y político de la segunda capital incaica.
Evidentemente, no quedaban extraordinarias muestras de arquitectura, no había portadas trapezoidales, ni los muros almohadillados característicos del estilo inca epigonal. Estaba allí la traza del conjunto urbano. Todo esto se olvidó, la incuria del poder y la carencia de interés de las gentes cultas de Cuenca, que en esa época descollaban en el panorama de las letras y de la política ecuatoriana y americana, permitió que no quedase ninguna evidencia, que se olvidase esa antigua raíz que nos comunicaba con nuestra vieja estirpe puesto que, no solamente estaba allí lo inca, sino también, subyacente, lo cañari.
Allá por los años cincuenta se consuma definitivamente el atentado al radicarse sobre los antiguos palacios de Huayna Cápac, el Colegio Borja. En las excavaciones se reencuentran los cimientos incaicos pero no son respetados.
El afán destructor continúa. Se tumban las viejas casas que conforman la fachada urbana tradicional de Cuenca para emplear los solares como parqueo o se las sustituye con una arquitectura espúrea que desentona y no se compadece con el entorno histórico cultural.
EVOLUCIÓN.
La evolución de la ciudad, como se decía anteriormente, fue lenta y orgánica. Según se constata por testimonios iconográficos, antiguos planos, la traza urbana se expande lentamente. Hacia 1563, se han edificado ya algunas casas. En un plano que se presume data de 1889, atribuido a Tomás Rodil, se encuentra, prácticamente, constituido el organismo urbano, faltarán únicamente, esas prolongaciones periféricas, especie de puntas de lanza que incrusta la ciudad en el paisaje, hacia el Oeste desde San Sebastián hasta el Corazón de Jesús, la Avenida Loja hacia San Roque, la calle de los Herreros hacia el Chahuarchimbana.
La calle del Chorro y la orilla del Tomebamba son sus límites más extendidos hacia el Norte y el Sur. La fachada hacia el río va a irisarse y a enraizarse, poco a poco. Hacia comienzos del siglo XX constituirá un balcón inigualable, un apretado hacinamiento, orgánicamente dispuesto, se asomará al Tomebamba la ciudad en su edad de oro, cuando los poetas cantan al río. Desde entonces y mediante el abrazo de los puentes, la otra orilla empezará a poblarse.
Mientras tanto, desde finales del siglo XIX, en su interior, en su punto nuclear se iniciará la construcción de la Catedral nueva. Este insólito hecho arquitectónico, este descomunal volumen, es la única perturbación trascendental que sufre el organismo urbano. Responde a una vieja raíz, a una profunda simiente madurada por siglos. Ahora, al mirarla desde afuera, nuestra, se justifica, se asimila y se connaturaliza. Cuenca, desde hace más de medio siglo, es simbiótica con su catedral.
Hacia 1947, se llama al arquitecto Gatto Sobral, afamado profesional uruguayo que había colaborado en el Plan Regulador de Quito, para que elabore el de Cuenca. Procediendo con un criterio modernizante, lanza su diseño. Al decir de los expertos planta un compás en la Plaza Calderón y traza segmentos de círculo y determina así la expansión de la nueva urbe. Insinúa una zonificación urbana y pasa a vuelo de pájaro sobre el problema del Centro Histórico; no concibe que haya problema, no conceptúa que ese cuerpo orgánico eficiente y funcional que él conoce y trajina, pueda constituir un patrimonio inviolable. Quizá en aquella época fuera justificable. Todavía no se habían elaborado las teorías de la preservación monumental conceptuando los conjuntos urbanos como dignos de conservarse unitaria y armónicamente.
Aparte del Plan Regulador, empiezan las grandes mutilaciones y adulteraciones del espacio urbano y de su fachada. Pruebas al canto: se tumba el viejo edificio municipal y se construye el horrendo engendro que hoy decora la Plaza Calderón. Se levanta la Casa de la Cultura (¡vaya paradoja!). La Casa de la Cultura es la encargada de la preservación del patrimonio cultural, desde el año 1945. Después, tantas y tantas otras cosas.
Recordemos aquí las aportaciones de comienzos del siglo XX: lo genuino que resulta el Banco del Azuay o la antigua Universidad, incluso, Santo Domingo, el Hotel Patria o el Hotel Internacional. Si bien responden a modelos foráneos y a una actitud social que conceptúa como un paradigma a la cultura europea, no hay una ruptura, una solución de continuidad, con la otra arquitectura, con la nuestra. Por eso les llamo aportaciones.
En cambio, considero ridícula, por decir lo menos, la edificación que ha sustituido a la vieja Gobernación. Eso es indecente. Un ¡neocolonial!.... Resulta paradójico por no decir irracional, que se eche abajo lo auténtico, lo realmente valioso, para sustituirlo con la mala réplica o con una pésima imitación que falsifica una época, un estilo, una vivencia.
Si se edifica en el Centro Histórico hay que rehacerlo dejando una impronta humilde, concomitante con su entorno que, al fin y al cabo, representa una multitudinaria y vieja presencia humana.
Es hacia los años 50 cuando la ciudad histórica adquiere sus dimensiones, sus confines. Sin embargo, con el gran impacto que produce la nueva tecnología, la arquitectura del “confort” la urbe se empezará a desfigurar. Incluso el uso de las antiguas casas cambiará y más modernamente, hacia el año 1965, habrá un trastorno, término que puede entenderse literalmente, puesto que las familias que tradicionalmente habían ocupado la estructura urbana, se volcarán hacia la periferia, construirán sus villas, desbordarán los límites del viejo burgo, para urbanizar la campiña hacia el Oeste, hacia el otro lado del río, hacia el Este, mas allá de la avenida Huayna Cápac. En fin, surge una nueva dinamia con la aparición de las industrias, los barrios de vivienda popular, vías de circunvalación y de penetración.
La vieja estructura tradicional comienza a ser ocupada por los migrantes, por aquellas personas que han hecho fortuna en el campo, en los pueblos y que vienen a la urbe a sentar sus reales. Convergen a ella los campesinos que vienen en busca de trabajo. Comienza el proceso de tugurización..., de ruralización....
El Ex - Director General de la UNESCO, Amadou Mahtar M’ Bou cree que los pueblos que tratan de enraizarse en un paisaje y en una historia adquieren una propia identidad y pueden recuperar lo que él llama su “Memoria Cultural”. En los bienes culturales piensa él, está la Memoria de una nación, de un pueblo, del hombre mismo.
Por todas estas razones, considero de trascendental importancia se defina una política sobre la Conservación del Centro Histórico. Se debe contemplar no solamente el rescate y puesta en valor de la estructura del Centro Histórico conceptuado como un hecho histórico y estético, sino como el organismo en donde el ser humano debe realizarse, es decir, lograr su perfecto desarrollo espiritual y material.
La evolución de la ciudad, como se decía anteriormente, fue lenta y orgánica. Según se constata por testimonios iconográficos, antiguos planos, la traza urbana se expande lentamente. Hacia 1563, se han edificado ya algunas casas. En un plano que se presume data de 1889, atribuido a Tomás Rodil, se encuentra, prácticamente, constituido el organismo urbano, faltarán únicamente, esas prolongaciones periféricas, especie de puntas de lanza que incrusta la ciudad en el paisaje, hacia el Oeste desde San Sebastián hasta el Corazón de Jesús, la Avenida Loja hacia San Roque, la calle de los Herreros hacia el Chahuarchimbana.
La calle del Chorro y la orilla del Tomebamba son sus límites más extendidos hacia el Norte y el Sur. La fachada hacia el río va a irisarse y a enraizarse, poco a poco. Hacia comienzos del siglo XX constituirá un balcón inigualable, un apretado hacinamiento, orgánicamente dispuesto, se asomará al Tomebamba la ciudad en su edad de oro, cuando los poetas cantan al río. Desde entonces y mediante el abrazo de los puentes, la otra orilla empezará a poblarse.
Mientras tanto, desde finales del siglo XIX, en su interior, en su punto nuclear se iniciará la construcción de la Catedral nueva. Este insólito hecho arquitectónico, este descomunal volumen, es la única perturbación trascendental que sufre el organismo urbano. Responde a una vieja raíz, a una profunda simiente madurada por siglos. Ahora, al mirarla desde afuera, nuestra, se justifica, se asimila y se connaturaliza. Cuenca, desde hace más de medio siglo, es simbiótica con su catedral.
Hacia 1947, se llama al arquitecto Gatto Sobral, afamado profesional uruguayo que había colaborado en el Plan Regulador de Quito, para que elabore el de Cuenca. Procediendo con un criterio modernizante, lanza su diseño. Al decir de los expertos planta un compás en la Plaza Calderón y traza segmentos de círculo y determina así la expansión de la nueva urbe. Insinúa una zonificación urbana y pasa a vuelo de pájaro sobre el problema del Centro Histórico; no concibe que haya problema, no conceptúa que ese cuerpo orgánico eficiente y funcional que él conoce y trajina, pueda constituir un patrimonio inviolable. Quizá en aquella época fuera justificable. Todavía no se habían elaborado las teorías de la preservación monumental conceptuando los conjuntos urbanos como dignos de conservarse unitaria y armónicamente.
Aparte del Plan Regulador, empiezan las grandes mutilaciones y adulteraciones del espacio urbano y de su fachada. Pruebas al canto: se tumba el viejo edificio municipal y se construye el horrendo engendro que hoy decora la Plaza Calderón. Se levanta la Casa de la Cultura (¡vaya paradoja!). La Casa de la Cultura es la encargada de la preservación del patrimonio cultural, desde el año 1945. Después, tantas y tantas otras cosas.
Recordemos aquí las aportaciones de comienzos del siglo XX: lo genuino que resulta el Banco del Azuay o la antigua Universidad, incluso, Santo Domingo, el Hotel Patria o el Hotel Internacional. Si bien responden a modelos foráneos y a una actitud social que conceptúa como un paradigma a la cultura europea, no hay una ruptura, una solución de continuidad, con la otra arquitectura, con la nuestra. Por eso les llamo aportaciones.
En cambio, considero ridícula, por decir lo menos, la edificación que ha sustituido a la vieja Gobernación. Eso es indecente. Un ¡neocolonial!.... Resulta paradójico por no decir irracional, que se eche abajo lo auténtico, lo realmente valioso, para sustituirlo con la mala réplica o con una pésima imitación que falsifica una época, un estilo, una vivencia.
Si se edifica en el Centro Histórico hay que rehacerlo dejando una impronta humilde, concomitante con su entorno que, al fin y al cabo, representa una multitudinaria y vieja presencia humana.
Es hacia los años 50 cuando la ciudad histórica adquiere sus dimensiones, sus confines. Sin embargo, con el gran impacto que produce la nueva tecnología, la arquitectura del “confort” la urbe se empezará a desfigurar. Incluso el uso de las antiguas casas cambiará y más modernamente, hacia el año 1965, habrá un trastorno, término que puede entenderse literalmente, puesto que las familias que tradicionalmente habían ocupado la estructura urbana, se volcarán hacia la periferia, construirán sus villas, desbordarán los límites del viejo burgo, para urbanizar la campiña hacia el Oeste, hacia el otro lado del río, hacia el Este, mas allá de la avenida Huayna Cápac. En fin, surge una nueva dinamia con la aparición de las industrias, los barrios de vivienda popular, vías de circunvalación y de penetración.
La vieja estructura tradicional comienza a ser ocupada por los migrantes, por aquellas personas que han hecho fortuna en el campo, en los pueblos y que vienen a la urbe a sentar sus reales. Convergen a ella los campesinos que vienen en busca de trabajo. Comienza el proceso de tugurización..., de ruralización....
El Ex - Director General de la UNESCO, Amadou Mahtar M’ Bou cree que los pueblos que tratan de enraizarse en un paisaje y en una historia adquieren una propia identidad y pueden recuperar lo que él llama su “Memoria Cultural”. En los bienes culturales piensa él, está la Memoria de una nación, de un pueblo, del hombre mismo.
Por todas estas razones, considero de trascendental importancia se defina una política sobre la Conservación del Centro Histórico. Se debe contemplar no solamente el rescate y puesta en valor de la estructura del Centro Histórico conceptuado como un hecho histórico y estético, sino como el organismo en donde el ser humano debe realizarse, es decir, lograr su perfecto desarrollo espiritual y material.
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