Publicado en la Revista El Observador (Diciembre del 2016) |
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Siempre me he preguntado sobre el sentido de los museos en el mundo contemporáneo. Sus funciones estuvieron en apariencia claras, cuando en el último tercio del siglo pasado las definiciones sobre el mismo giraban alrededor de sus colecciones, de un edificio, de un repositorio de bienes, del público como espectador. Para la nueva museología latinoamericana fueron importantes, diría de vanguardia, algunos de los aportes de la Mesa Redonda de Santiago de Chile (20-31 de mayo de 1972) sobre la importancia y desarrollo de los museos en el mundo contemporáneo. En ella se abordó el papel social de los museos y el patrimonio cultural, y se identificó al museo como un servicio a la comunidad. Luego del golpe militar y de la ola de gobiernos de facto en la región, estos signos de cambio en las estructuras museológicas se diluyeron o quedaron en suspenso.
La escuela mexicana de museología, especialmente representada en la segunda década de los setenta a través del programa del Centro Interamericano de Capacitación Museográfica (un esfuerzo conjunto del INAH, la UNAM y la OEA), hizo hincapié en nuevas funciones del museo, además de las técnicas internas de la investigación y la preservación, como la educativa y la de comunicación, dirigidas a considerar mejor las necesidades de sus públicos diversos. Cuestionó una museografía suntuosa, invasiva respecto de la didáctica, e insistió en una mejor contextualización de los objetos en sus culturas. Dos grandes maestros mexicanos de esos cursos, Alfonso Soto Soria y Daniel Rubín de la Borbolla, tuvieron especial relación con Cuenca mediante la asesoría técnica que recibió el Centro Interamericano de Artesanías y Artes Populares CIDAP. ¿Es suficiente mostrar las artes o el patrimonio del pasado? ¿Es suficiente la belleza de los objetos expuestos y el asombro que pueda ocasionar en quienes los miran? ¿Es su misión facilitar una acción contemplativa? ¿Es suficiente el aparente rescate de eso que llamamos identidad cultural? ¿Cuál es su rol en una sociedad global, multicultural? ¿Por qué ha evitado tratar temas conflictivos de la sociedad? ¿Por qué estas disociaciones museales entre el pasado, el presente y el futuro? ¿Acaso debemos presentar las historias encapsuladas en la hegemonía de miradas unidireccionales, de voces institucionales? ¿Cómo permitir que las comunidades accedan a sus memorias culturales y a los recursos patrimoniales que les son propios? Al salir cada día de este contenedor de patrimonio, el Museo Remigio Crespo Toral, luego de mis jornadas de trabajo, me encuentro con la vida misma. Al caminar por esta tan curiosamente llamada Calle Larga, antes denominada San Carlos y luego 5 de Junio, me sumerjo en sus imágenes y sensaciones: el bullicio de sus bares y karaokes, los aromas de sus cafeterías y restaurantes, la algarabía de los jóvenes y los malabares que hacen en sus patinetas; los conflictos sociales y la grave contaminación ocasionada, en especial por buses que dejan bocanadas de humo negro que nos envenenan los pulmones y agreden las fachadas de la ciudad histórica; y la pérdida de arquitecturas patrimoniales ahora reemplazadas por edificios de concreto, destinados a departamentos suntuosos del negocio inmobiliario más agresivo. Algunas de las preguntas nos van aproximando a sus respuestas o nos motivan a la reflexión. Ante la imposibilidad de limitar las acciones del Museo a sus cuatro paredes, es necesario tener una sensibilidad y miradas enfocadas en las realidades humanas y sociales del mundo cotidiano, de su entorno o territorio inmediato, que pueden ser el barrio o la misma ciudad. Miradas a la variedad de identidades que no encuentran espacios para su representación ni en la política ni en las religiones. Miradas que deben transformarse en acciones concretas, al servicio directo de las comunidades poseedoras y legítimas propietarias de sus patrimonios, más allá de las teorizaciones, la simple exposición de conceptos o la intelectualización exacerbada de los lenguajes, que no han hecho más que privilegiar a una elite social y conformar urbanizaciones del pensamiento, privadas, con guardianía propia, y encerradas entre grandes muros. Desmantelar estas fronteras levantadas por convencionalismos de una cultura enfocada en los grandes relatos oficiales, en una clase hegemónica que se ha creído única poseedora o heredera de unos patrimonios, que ha diseñado la institucionalidad cultural conforme a sus intereses, que ha impuesto normativas de control en leyes o políticas culturales de enfoque partidista, es uno de los retos del nuevo museo. El Museo Remigio Crespo Toral tiene una larga historia que se remonta al año 1947, cuando el alcalde Luis Moreno Mora, mediante Ordenanza Municipal, establece su creación. Su primer director es el distinguido historiador Víctor Manuel Albornoz, quien por muchos años se desempeñó como Cronista de la Ciudad. Desde su creación, varios fueron los locales que ocupó el Museo. A partir del año 1967 pasa a funcionar en la casa en la que vivió el destacado intelectual y poeta cuencano Remigio Crespo Toral, y en 1984, durante la administración del alcalde Pedro Córdova Alvarez, el inmueble es adquirido a sus herederos. La casa, un bien del patrimonio cultural arquitectónico de la ciudad, está ubicada en el sector del barranco del río Tomebamba, una de las zonas urbanas más bellas de Cuenca por la armonía de su arquitectura histórica y el paisaje natural, línea que además marca un límite entre la ciudad histórica y la nueva, que se extiende sobre la amplia llanura del lugar conocido como El Ejido. La arquitectura, cuya construcción corresponde al período de 1910 a 1917, obedece a una influencia del neo clásico francés, estilo arquitectónico del que este bien inmueble es una de las primeras muestras en esta zona de la ciudad. El Museo posee una de las más valiosas colecciones documentales, históricas y de arte del país. Se destaca su Archivo Histórico, que guarda los libros de cabildo, verdaderos tesoros documentales en los que están registrados los diversos momentos históricos de la ciudad de Cuenca, desde su primer día de fundación española, el 12 de abril de 1557, hasta la primera década del siglo XX. Su gran colección arqueológica, con cerca de 18.000 piezas que corresponden a miles de años de la historia aborigen del Ecuador; centenares de obras pictóricas y escultóricas de los períodos colonial, republicano y del siglo XX, entre las que merece destacarse la colección de Cristos tallados por el gran escultor cuencano Miguel Vélez, uno de los más altos representantes del arte ecuatoriano. Calculamos que cerca de 28.000 piezas conforman los acervos institucionales. Las colecciones de arte (pintura y escultura), numismática, mobiliario, documental (Archivo Histórico), misceláneos, se encuentran debidamente inventariadas e ingresadas, por primera vez en la historia del Museo, al patrimonio de activos fijos del GAD Municipal del cantón Cuenca. La última colección en inventariarse será la de arqueología, trabajo documental que estará concluído en el primer trimestre del año 2017. Gracias a la gestión del alcalde Marcelo Cabrera Palacios, y al importante respaldo económico del BEDE, ha sido posible iniciar un gran proyecto de restauración integral del inmueble, dirigido por el Arq. Fabián Orellana Serrano. El proyecto incorporará, hasta finales del presente año, cinco niveles de esta arquitectura patrimonial, e incluirá la intervención del jardín patrimonial, lugar emblemático y escenario de importantes acontecimientos como la Fiesta de la Lira, que siempre contó con el incondicional respaldo del patrono del Museo, Don Remigio Crespo Toral, y la entusiasta participación de destacados personajes y poetas de la época. Con el rescate de una arquitectura que estuvo al borde del colapso, Cuenca recupera una de sus más bellas casonas, parte importante de sus memorias, y se da inicio a un trabajo sostenido, riguroso y profesional en los campos de la museografía, la conservación y la comunicación con nuestros invitados, los públicos o, mejor dicho, comunidades. Estas constituirán nuestros públicos privilegiados, socios y aliados en la puesta en valor de los patrimonios y en la creación de ofertas culturales, en cuyas historias como seres humanos, como individuos, centraremos gran parte de nuestros esfuerzos. El camino será largo, pero su andar se ha iniciado y ya nunca más veremos un museo cerrado. Por lo contrario, estará siempre abierto, atento a escuchar los latidos de sus calles, barrios, casas, historias de personas sencillas que conformarán sus exposiciones temporales, sus programas educativos y de investigación |
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