Odebrecht, el último intento de Correa por mantener la máscara
El gobierno quiere sacar a Odebrecht de su pasado y actúa como si no la conociera. Que siempre la mantuvo a raya, dice ahora, como corresponde a una compañía que estafó al país entregándole una central hidroeléctrica de 600 millones (San Francisco) que colapsó a los siete meses por deficiencias técnicas y errores de diseño. Deficiencias y errores motivados, básicamente, por la corrupción. Cualquier persona medianamente conectada sabía, mucho antes de que Marcelo Odebrecht cayera preso y empezara a cantar, que la constructora brasileña arreglaba millonarios sobreprecios. Y que tenía “comprados a varios funcionarios del Estado”, como admitió el propio Rafael Correa en 2008, cuando la expulsó. En ese entonces el presidente dijo que conocía la magnitud de la corrupción y sabía quiénes eran los corruptos. Luego se le olvidó: nunca dijo sus nombres. Nunca hizo nada. Hasta ahora, cuando el informe del Departamento de Justicia de Estados Unidos sobre el caso Odebrecht viene a desempolvar esas viejas historias y a revelar otras muchas, como por ejemplo la existencia de un auténtico “departamento de sobornos” en el organigrama de la compañía. Entonces el gobierno ecuatoriano se rasga las vestiduras y sale a responder el informe con un comunicado oficial en el que proclama su inocencia al mundo y lanza una advertencia: que a nadie se le ocurra involucrarnos. “No permitiremos”. “Tampoco aceptaremos”.
Nosotros expulsamos a Odebrecht, empieza diciendo su respuesta oficial. ¿Quieren una mejor prueba de nuestro compromiso en la lucha contra la corrupción? La echamos del país por la estafa del proyecto San Francisco y porque era una empresa corrupta y corruptora. Cierto es que la trajimos de vuelta a los dos años, pero sólo “luego de que aceptara todas las condiciones impuestas por el gobierno nacional”. Y volvió para ser controlada. La obligamos a pagar una reparación económica por los daños causados. La pusimos a participar en licitaciones para que se ganara sus contratos. La cercamos con auditorias independientes y diáfanas con el aval incuestionable de la Contraloría. Es decir, la mantuvimos vigilada para evitar que corrompiera a los funcionarios públicos de manos-limpias-mentes-lúcidas-y-corazones-ardientes.
En eso consistió la relación del gobierno con Odebrecht según el comunicado oficial. Por todo ello “queda extremadamente claro” –continúa– que “la conducta del gobierno nacional siempre ha sido transparente y decidida en función de los intereses de la patria”. A partir de ahí la retórica es la de los sábados: somos-gente-de-manos-limpias-y-no-permitiremos-que… Es la fórmula correísta para lavar conciencias. No permitiremos que, con acusaciones “selectivas y a veces claramente sesgadas”, se pretenda empañar el honor “hasta al propio vicepresidente de la República” (que conste que lo nombran ellos). “Tampoco aceptaremos, sin pruebas ni beneficio de inventario, las versiones de los directivos de una empresa que se ha declarado culpable de actos de corrupción y que, para atenuarlos, literalmente ‘negocia’ su responsabilidad ante la justicia estadounidense con millonarias multas de por medio”.
Tiene gracia: los actos de corrupción de los que se han declarado culpables los directivos de Odebrecht los cometieron con la complicidad, entre otros, del gobierno ecuatoriano que hoy les niega credibilidad por ser corruptos. Odebrecht compró funcionarios en este país durante este gobierno. Los compró igual que en todos lados: sistemáticamente. Y esto ocurrió no sólo, como dice el comunicado y dio a entender Alexis Mera para despistar, entre 2007 y 2008, años inmediatamente anteriores a su expulsión, sino entre 2007 y 2016, como consta claramente en la página 29 del informe del Departamento de Justicia de Estados Unidos. O sea que después de expulsarla del país por corrupta, el gobierno volvió a traer a la constructora brasileña para que siguiera corrompiendo. ¿Y ahora sale con que “no permitiremos que”, “tampoco aceptaremos que”? No parece hallarse el gobierno ecuatoriano en la posición (la posición moral, sobre todo) para permitir o no permitir nada en este caso.
¿Que Odebrecht volvió al Ecuador sólo después de haber aceptado las condiciones que le impuso el Estado? Tal afirmación, escrita con todas sus letras en un comunicado que lleva por título “El gobierno nacional a la ciudadanía”, es una mentira deliberada. A Odebrecht se le empezó por entregar sin licitación una obra de emergencia en 2010, antes de que se cumplieran los plazos que, según ley, la inhabilitaban para operar y hacer negocios con el Estado luego de su expulsión. De inmediato se le entregaron contratos por más de 1.600 millones de dólares y sí, se la sometió a concurso, pero se la declaró vencedora a pesar de que sus ofertas, en casi todos los casos, no eran las más ventajosas y convenientes.
El gobierno se jacta de haber obligado a Odebrecht a pagar 20 millones de indemnización para cubrir las pérdidas por la paralización de la central San Francisco. Lo que no dice es que el propio gobierno, en 2008, calculó esas pérdidas por encima de los 80 millones; no dice que la Contraloría levantó ocho glosas por 70 millones contra la constructora brasileña; no dice que las demandas del Estado ecuatoriano contra Odebrecht, en el momento de su expulsión del país, alcanzaban los 250 millones de dólares. ¿Y se enorgullecen ahora de haber cobrado 20? La indemnización exigida a Odebrecht fue un regalo más que un castigo.
Y lo demás fue peor: los juicios, las glosas, la pelea internacional que dizque estaba dispuesto a librar el presidente para que todo el mundo se enterara de lo que hace Odebrecht en los países en que trabaja… Todo quedó en nada. Cuando la constructora brasileña regresó al Ecuador, dos años después de su expulsión, el presidente que había declarado “No descansaré hasta dar a conocer al mundo lo que han hecho en este país” retiró una por una todas las demandas. Especialmente aquella presentada en la Corte Internacional de Arbitraje de la Cámara de Comercio Internacional de París.
¿Qué demanda era esa? Ocurre que Odebrecht, para emprender la construcción del proyecto San Francisco, obtuvo un crédito de 286,8 millones del Banco de Desarrollo de Brasil (Bndes). Ese crédito fue avalado por una garantía soberana del Estado ecuatoriano. Cuando Correa decidió expulsar a Odebrecht por considerar que la construcción de San Francisco fue “una estafa”, presentó una demanda en París para desconocer esa garantía. Pero cuando trajo de vuelta a la constructora brasileña, la retiró. Es decir que Ecuador continúa siendo el garante de una estafa.
Mientras tanto, en la Contraloría, las ocho glosas por un total de 77 millones de dólares levantadas contra Odebrecht quedaron simplemente insubsistentes. Todo eso fue parte del acuerdo que posibilitó el regreso de la constructora al Ecuador.
El gobierno se precia de haber actuado “en función de los intereses de la Patria” y con un profundo sentido de la soberanía. La verdad es que el arreglo que permitió el regreso de Odebrecht parece haber sido impuesto desde fuera. Siete días apenas después de su expulsión, en Caracas y en presencia del propio Rafael Correa, Chávez lanzaba flores a la compañía brasileña y alababa su “nivel de transparencia y de confianza absoluta”. Y Lula, el hombre que hoy está acusado de haber recibido de la constructora, fraudulentamente, tres millones de dólares para su fundación, incluidos casi un millón a su nombre por concepto de conferencias en el extranjero, ejerció toda la presión que pudo, que es mucha. Ya lo había demostrado cuando evitó, con un mensaje de su Cancillería, la caducidad del contrato con Petrobras luego del escándalo de Palo Azul.
Hoy el presidente se rasga las vestiduras. En su última sabatina ya adelantó que intentarán salpicarlo con el escándalo. Para curarse en salud, el año empezó con los trolls del gobierno dirigiendo el foco de las sospechas contra el Municipio de Mauricio Rodas, cuyo contrato con Odebrecht para la construcción del metro es, como todos aquellos firmados bajo el esquema correísta de las alianzas público-privadas, sospechoso y oscuro. No le hace: las mentiras del gobierno sobre su relación con Odebrecht son clamorosas. Su reacción es, quizá, el último gran intento del correísmo por mantener su máscara.
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