jueves, 12 de enero de 2017

El periodismo es un asunto personal

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2016 será un año de definiciones electorales: el correísmo celebrará su convención nacional y pondrá en escena, como en ocasiones anteriores, el gran montaje de la democracia interna para ungir a un candidato que habrá sido previamente designado por el presidente.
2016 será un año de recesión económica galopante: Rafael Correa gobernará, como viene haciendo desde diciembre, con todas sus energías puestas en la urgencia de llegar al 30 de cada mes y seguir vivo, objetivo que se volverá cada vez más difícil de alcanzar a partir del segundo semestre del año.
2016 será un año de propaganda aplastante: el gobierno maquillará, como ya es norma, todas las cifras disponibles y duplicará sus esfuerzos para mantener a buen recaudo del público la parte más comprometedora de la información pública. Mientras tanto, la comunicación oficial se concentrará en la construcción del mito de la revolución ciudadana, esfuerzo que desde ya ocupa la mayor parte de las sabatinas presidenciales.
Una sociedad desinformada requiere el correísmo para cumplir estos propósitos. Desinformada y en consecuencia adormecida, porque la información es el combustible que pone a trabajar los cerebros de las personas y sin ella no hay formación de opinión posible. Por eso 2016 será, ya es, otro año de guerra oficial contra el periodismo. Y, al mismo tiempo, es el momento en que el periodismo se vuelve más necesario, más urgente.
2016 es, por lo difícil, un año para no abandonar el periodismo. Un año para salir en defensa de este oficio sin el cual no hay ciudadanía ni democracia posibles.
Un oficio contra el cual el correísmo lo ha intentado todo.
Empezando por haberlo transformado en un oficio ilegítimo, indeseable cuando no está a su servicio, es decir cuando no se desnaturaliza para convertirse en propaganda o catequesis.
Lo ha ahogado en lo financiero, lo ha boicoteado y lo ha vuelto un pésimo negocio en el que nadie quiere invertir y, si alguien quiere, no puede hacerlo.
Ha utilizado la propaganda oficial, que en un país de estas dimensiones es un rubro decisivo, de la manera como sólo la utilizan los déspotas: como un mecanismo de premio y castigo.
Ha incidido (en ocasiones puede bastar con una llamada telefónica) en las decisiones publicitarias de la empresa privada con el fin de aislar a los indeseables.
Ha utilizado los mecanismos de concesión de frecuencias como una forma de chantaje.
Con su ley de comunicación ha creado un ambiente de miedo y autocensura en el cual no es posible el ejercicio de actividad intelectual alguna.
Ha generado una cacería de brujas en cuyo contexto hasta el más ignorante de los funcionarios (y este es, se sabe, un gobierno de funcionarios ignorantes, posgraduados pero cerriles) se cree autorizado para entrar en las redacciones pateando al perro y dando lecciones de periodismo a profesionales con décadas en el oficio.
Ha entregado las redacciones a los abogados.
Ha puesto a los periodistas a perder el tiempo defendiéndose de acusaciones ridículas, de procesos administrativos insustanciales, de juicios grotescos.
Los ha humillado, encargando la tarea de perseguirlos precisamente al más mediocre de ellos, concediendo autoridad moral e intelectual para dar lecciones a quien más carece de ella, al más sinvergüenza y al más zafio. Y a los periodistas con trayectoria, experiencia, credibilidad y, ellos sí, con verdadera autoridad en el oficio, a muchos de ellos ha conducido al desempleo donde los perros de las redes sociales siguen acosándolos.
Ha propiciado el surgimiento de una nueva clase de pseudointelectuales orgánicos, semiólogos de intendencia que en su vida han puesto un pie en una redacción pero que, sin embargo, dan lecciones sobre periodismo a quienes tienen una vida ejerciéndolo. Estos asalariados (alguno de ellos ha hecho fortuna de este modo), habiendo leído el último manual de Ignacio Ramonet y consultado algún texto de Habermas en la Wikipedia, se han puesto a medir en sus detalles más ridículos los aspectos más insignificantes de los productos periodísticos que les pidieron perseguir. Con la presteza de los funcionarios fascistas, ellos elaboran la teoría de la persecución y del hostigamiento. Y pontifican sobre un oficio del cual ignoran todo.
En definitiva: el correísmo ha aniquilado el oficio. Ha llevado al periodismo ecuatoriano al que probablemente sea el peor nivel de su historia. Porque si algo se puede decir de la guerra emprendida por el gobierno en los últimos nueve años es que su resultado no ha sido, como pretende, la mejora del oficio. Todo lo contrario: el periodismo ecuatoriano es hoy, sin lugar a dudas, mucho pero de lo que era en 2006.
Por eso y mucho más, hoy, más que nunca, es imprescindible no abandonar el periodismo. Porque practicarlo con responsabilidad es una manera de ejercer ciudadanía y la ciudadanía es, precisamente, el aspecto más deficitario de este despotismo que se ha llamado a sí mismo revolución ciudadana. La imagen de los ciudadanos arrodillándose ante el dueño del país para pedir justicia, para rogar perdón, ¿no es un retrato cabal de este gobierno? ¿No es esta la antítesis de una ciudadanía informada y consciente de sus derechos, una ciudadanía cuya relación con el Estado esté mediada por una esfera pública activa y vibrante donde los temas comunes se debatan con libertad y sin miedo? ¿Cómo construir esa esfera pública sin el concurso de un periodismo que huya de la propaganda y de la catequesis?
No abandonar el periodismo es una responsabilidad ciudadana. Lo es, además, porque no hay mejor manera de defender la libertad de expresión que ejercerla hasta las últimas consecuencias. Porque si algo caracteriza a quienes integran y alientan este aparato de persecución y hostigamiento de periodistas es que no creen en la libertad de expresión. Por eso la entrecomillan, como ocurre en el diario correísta. O la adjetivizan: la llaman “trillada” o “elitista”, como si hubiera otra novedosa o popular. O, simplemente, la consideran un valor de la derecha, como un semiólogo de intendencia escribió en un comentario de redes sociales cuya sintaxis (ténganle paciencia) es digna de un ex funcionario del Cordicom:
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En fin, que los correístas conceden a la liertad de expresión el mismo trato que de un tiempo a esta parte otorgan a los también entrecomillados, adjetivados y denostados derechos humanos.
Pero no abandonar el periodismo es algo más que un tema de ciudadanía. Porque cuando se ha vivido de este oficio desde hace más de treinta años; cuando se lo ha ejercido de manera honesta y transparente; cuando se cuenta con la fidelidad de un número de lectores que quizá no sea importante desde el punto de vista demográfico pero sí lo suficiente como para constituir una masa crítica de gente pensante… En ese caso no abandonar el periodismo, continuar ejerciéndolo con obstinación, como se pueda y donde se pueda, se convierte también, y por qué no, en un asunto personal.
Hay una cosa que cualquier poder, aun el más despótico, no puede quitarnos. Se trata de un bien que todos compartimos y nos pertenece por igual a todos: el lenguaje. Y con el lenguaje viene la posibilidad de construir nuestra propia narración de los hechos: el relato. El correísmo, lo vimos con claridad en el caso del 30 de septiembre, se reclama poseedor del único relato posible, es decir, pretende ser el dueño de la versión final y definitiva de una historia que nos concierne a todos. ¿Cabe imaginar atropello mayor, pretensión más grosera? ¿Por qué carajo habríamos de permitirlo? No. El relato es el último reducto, el espacio más irreductible de nuestra libertad de pensamiento. El relato nos pertenece a todos, a cada uno de nosotros. El momento en que nos lo quiten, como ocurrió en otras sociedades víctimas del totalitarismo, lo habremos perdido todo.
Por fortuna el internet existe. Y en el internet se expresan, más o menos libremente pese a las presiones y a las persecuciones que ya llegaron a ese territorio, los relatos más disímiles. Y ahí, en el universo virtual, irreductible e indómito, desobediente por naturaleza, hemos encontrado el mejor espacio, ciertamente el último, para ejercer el periodismo. Hasta el momento ha tenido éxito el correísmo en sus esfuerzos por conducir al desempleo a los periodistas independientes más leídos del país. Lo tuvo también en obligar al silencio a algunos ciudadanos que se expresaban en las redes sociales y constituían una tendencia importante por sí solos. Pero algunos somos obstinados. Y no sabemos hacer otra cosa que periodismo.
José Hernández, Martín Pallares y este servidor, que se siente honrado por su compañía, hacemos parte de la legión de periodistas a quienes resulta simplemente imposible conseguir empleo. Para el correísmo, el hecho de que ningún medio de comunicación se atreva a contratar a gente como nosotros es un indicador de que el periodismo ha mejorado. Humildemente pensamos lo contrario. Nos hemos juntado con Crudo Ecuador, el humorista que causó la indignación presidencial con sus memes y a quien el correísmo mandó a callar utilizando las estrategias de una mafia cinematográfica, y hemos constituido un último reducto para ejercer el periodismo: 4pelagatos.com. Lo llamamos de esa manera no porque seamos cuatro (esperamos muy pronto ser más) sino porque queremos reivindicar con ese nombre el valor que tienen las minorías en la vida política y social de una república. Los correístas creen que la democracia es un tema de mayorías, que basta con tenerlas para arrasar e imponerse. No podrían estar más equivocados: las minorías son, precisamente, el problema central de la democracia. Y la salud de cualquier sistema republicano depende, más que de cualquier otro indicador, del estado de los derechos de las minorías. Ésas que para Rafael Correa no tienen derecho ni siquiera a hablar porque perdieron las elecciones.
Se viene un año difícil. Un año de definiciones electorales, un año de recesión económica, un año de propaganda aplastante. A juzgar por cómo se están dando las cosas, 2016 será el año en que el correísmo nos mentirá como nunca antes, lo cual es decir hartísimo. Empezando por el presidente de la República, de cuyo discurso ha desaparecido hasta el último rezago de verdad. En esas circunstancias es imperativo no renunciar a nuestra posibilidad de construir relato. Es imperativo hacer periodismo.
Así es que eso: 4 pelagatos. Mientras aguante el cuerpo. Porque no conocemos otra manera de ejercer nuestra ciudadanía que no sea ejerciendo nuestro oficio. Y porque es un asunto personal.

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