MONTALVO Y EL AMOR
Vida apasionada en el amor tanto como en la literatura y la política, la vida de Montalvo. Tres actitudes que dan fisonomía al hombre, al escritor, al combatiente y polemista. Cumplió con ellas, con inexorable entereza, su destino.
No polarizó su pasión únicamente al femenino eterno, en cuyo homenaje encendiera la armonía del idioma en madrigal de “las buenas letras del buen tiempo”, según su propio decir. Hizo del amor una impronta que le quemaba el pecho en mística de la verdad, la belleza, el bien, lo que es sustancia del espíritu, esencia de la Divinidad. No tuvo a menos el gemir de ternura, en su ostracismo, al recuerdo del hogar destruido por hombres alienados de venganza política: pero el gemido de acerbitud tomaba diapasón rugiente de tempestad para la acusación y la protesta.
Magisterio de trascendencia espiritual, los millares de páginas de su pluma, infatigable y pronta, son lecciones al pueblo, que enseñan y permanecen. Desde “El Cosmopolita” ambateño hasta “El Espectador” de su último París, en cuya misión le sorprendiera la muerte. Escribió para su época y para la posteridad. Pero también para la inmortalidad y la vigencia de su nombre y de su obra.
Su existencia fue un total combate político, nunca apaciguado, encendido siempre en cólera profética. Adalid en defensa perenne de la patria sojuzgada por dictadura casi perpetua, nada hizo para sí mismo. Nada quiso para su beneficio personal. No le importó la vocinglería del triunfo. Su única compensación, amarga e inútil, fueron las ingratitudes, los odios, las traiciones, la persecución, el destierro, la soledad y la muerte, que limaron de aspereza su condición faliblemente humana, y purificaron para la gloria el perfil broncíneo de su personalidad inmensa.
Murió Montalvo, y se pudo esperar que se respetaría por lo menos el intimismo de su amor, respetarlo en cuanto a mantenerlo ileso de la difamación y la calumnia con que se adultera y falsifica, más allá de la muerte, todo lo noblemente montalvino. Inútil y fugaz esperanza. La faceta sentimental y amorosa del escritor egregio no ha podido soslayar el amargo destino de mitificación al arbitrio del primero que ha querido hacerlo. Y se ha llevado al juzgamiento de la historia una grotesca imagen desfigurando hasta lo inverosímil la del Montalvo delicadamente romántico, la del Montalvo protagonista de ternura, la del Montalvo paradigmático de gentileza en el amor.
El análisis profundo de este problema nos lleva a pensar que constituye conculcación de derechos humanos, de los derechos humanos que se dicen primordiales e inmanentes, y no desaparecen ni con la muerte de la persona humana. Este es por lo menos el postulado legal, romántico y quijotesco. Pero, en la realidad, hay una víctima a la que se margina: el difunto indefenso, al que se niega todo derecho. Y al amparo de la más clamorosa impunidad se profana su tumba, se mancha su honor, se ultraja su memoria.
Precisamente es el caso de Montalvo y el amor. Aquel ser abyecto, poseso de salacidad hiperestesiada, de la biografía de Reyes, no es Montalvo. Aquel “bucanero del sexo”, ruin protagonista de erotismo y lujuria, que pinta Cazorla con espátula de baja artesanía, no es Montalvo.
Escribir acerca de Montalvo es apasionante quehacer. Y el estudio de su amor puede constituir hermoso periplo si lo realiza escritor de severos principios éticos, no de intransigencia farisaica; escritor que ciña su criterio a la verdad histórica; que logre tener acceso hasta la profunda caverna del intimismo de Montalvo; ya lo dijo él mismo, medio siglo antes de los descubrimientos freudianos: “Existen continentes en el alma no visitados aún…”. Ardua y difícil empresa, desde luego. Primordialmente porque la contextura de profundas vivencias sicológicas que alcanzan los seres superiores requiere de conocimientos científicos especializados para su interpretación y análisis.
Montalvo no quemó el incienso del amor ante la belleza femenina desde sus años de adolescencia. Interno del Convictorio de San Fernando y del Seminario de San Luis, no le sobraba tiempo para dedicarlo a amoríos fugaces de los que la sabiduría popular dice: “…amores de estudiante, flores de un día son”. Su inclinación espiritual no le llevaba hacia aquel camino de frivolidad intrascendente. Él reclamaba otra cosa: sentíase atraído por los grandes amores, por las “pasiones reinas”, según su propio decir, que dejan tatuaje de gozo acerbo, de nostalgia misteriosa en el espíritu.
Le llegaron los 18 años, encendidos de trópico, y Montalvo aplacaba su fuego junto a la tenue llama de un candil, la cabeza calenturienta sustentada entre las manos, e incansable lectura de sus libros predilectos. Tocaron a su puerta los 20 años y se enamoró perdidamente de la antigüedad clásica: Grecia y Roma llenaron su espíritu; la literatura de los pueblos más cultos irrumpió en su insaciable afán de saber. A los 25 años oyó la ineluctable llamada de la sirena. Pero no aún la del amor. Fue la voz de la mágica y lejana Europa. Voz misteriosa que para los elegidos se llama cultura; para otros, en mayor número, se denomina viajes, que también guardan estupendo tesoro de enseñanza valiosa; y, para la mayoría, sólo significa desorbitada fiesta, aventura sin provecho espiritual, piélago en que naufragan cuerpo y alma si un ángel de la guarda no les salva a tiempo.
Montalvo retornó de Francia nutrido su espíritu de médula espiritual europea. Precariamente inválido de polineuritis aguda, que casi le impedía valerse por sí mismo, pero encendido en anhelos literarios y en propósitos de combate por la libertad, por todas las libertades del pueblo. Corresponden a esta época dos acontecimientos en la vida del político en cierne, y en la del escritor ya hecho, en plenitud de pensamiento para una obra inmortal. El político dio el paso inicial censurando con valentía las arbitrariedades despóticas de un dictador. El escritor superó su invalidez física y la orientó, durante largos meses, hacia un nuevo período de autodidaccia, y al perfeccionamiento de otros idiomas para leer a los grandes autores en su propia lengua.
Pero la hora del amor amanecía. Seis mujeres –americanas las tres primeras, europeas las últimas- transitaron la ruta sentimental de Montalvo, en diferentes épocas de su vida, nunca en promiscuidad de bigamia: María, Pastora, Rosaura, Esmeralda, Emilia, Augustine. Mujeres que Montalvo amó con diferente amor a cada una porque cada amor es una actitud espiritual diversa, un nuevo horizonte de insospechadas vivencias síquicas. Mujeres que a Montalvo amaron con indeleble huella porque la mujer, con mayor versatilidad, ofrece facetas infinitas en el amor, y es aurora que ilumina, o sombra de soledad de dos seres en compañía; hoguera que incendia, o hielo de inenarrable angustia; horizonte abierto al sol sobre argentadas cimas, playas armoniosas de olas y palmeras, o noche profunda, sin paisaje humano ni geometría dimensional, si la luna no la argenta.
Mujeres de distinción espiritual las que Montalvo amó y que a Montalvo amaron; si por su posición social, conocida y respetada; si por su delicadeza, vestida de provinciana ingenuidad; si por la magia de un arpa bíblica, que se torna genial en arcangélicas manos de artista; si por la inteligencia, el pensamiento elevado, la “ciencia de la pluma”, en palabra montalvina. Fue Montalvo para ellas, no un Don Juan seductor de villano oficio, sino, amante romántico o total, de amor en quintaesencia de delicadezas sumas.
Montalvo amó a María Guzmán con el fuego sagrado del primer amor, con pasión tempestuosa y fatal, de fugacidad lacerante e irrestañable herida… Amó, talvez, a Pastora Hernández, con amor que le ligaba de gratitud a quien, en horas acerbas de su vida estuvo junto a él, e hízole total entrega del refugio de su ternura. Amó a Rosaura Montalvo, de su misma progenie, con la transparencia del amor romántico más puro. Amó a Esmeralda Cervantes –su Clotildina- con amor lejano y doloroso, aunque ella, con sus pupilas verdes de esperanza ofrecíale su esplendorosa belleza juvenil y la maravilla de su arte musical. Quizás amó a Emilia Pardo Bazán con cauteloso cuidado de no demostrar su amor a la ilustre mujer que “de él habíase enamorado”: la amó, talvez, dejando a salvo su dignidad de cincuentón ilustre, sin ridículos coqueteos intrascendentes, sabiéndola casi su parigual en las letras, al margen de la arrogante aristocracia de su alcurnia. Amores platónicos de nuevo los de Esmeralda y doña Emilia, cuando ya el escarche de los años había plateado los caracoles de su cabellera endrina, y pincelado su alma de melancolía y nostalgias. Amó a Augustine Contoux cual si fuese su primer amor, siendo ya el último. La amó como “a su ángel de la guarda”, alquitarando en Jean, el hijo que ella le diera, el amor de su primogénito, carne y espíritu de su idilio de Ficoa: aquel Juan Carlos Alfonso, que dos décadas atrás se le fuera en infausta hora prematura, en tanto que él gemía por su ausencia en su proscripción de Ipiales.
Pablo Balarezo Moncayo
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