Francisco Febres Cordero
Domingo, 22 de enero, 2017 - 00h07
Ahora resulta que la campaña gira alrededor de la cama, desde donde los secretos más recónditos saltan a la luz porque alguien espía, con malicia, con morbo, desde el ojo de una computadora y comienza a delirar sobre lo que va descubriendo y a lanzar al aire nombres, fotografías, conversaciones que hasta ese momento permanecían en el territorio de la intimidad.
Domingo, 22 de enero, 2017 - 00h07
Ahora resulta que la campaña gira alrededor de la cama, desde donde los secretos más recónditos saltan a la luz porque alguien espía, con malicia, con morbo, desde el ojo de una computadora y comienza a delirar sobre lo que va descubriendo y a lanzar al aire nombres, fotografías, conversaciones que hasta ese momento permanecían en el territorio de la intimidad.
–Ahora sí le jodimos bien jodido a ese candidato, jefe –dirá el espía al reportar el resultado de sus hallazgos y comprobar que las redes sociales se pusieron al rojo vivo ante la cantidad de visitas que acudieron al llamado de su revelación.
Y si en el camino quedan heridos niños, mujeres, familias, ¿qué más da? ¿Quién borrará de sus memorias después esas afrentas? ¿Quién esos traumas? ¿Quién esos dolores?
–Chuta, jefe, es que la pelea es peliando, pues.
El jefe dará unas palmadas en el hombro del espía ascendido, gracias a la tecnología, a la categoría de hacker, para lo cual ha puesto a su disposición los más modernos instrumentos.
Destrozar al adversario es la consigna. Y destrozarlo a como dé lugar, sin miramientos, sin escrúpulos, sin reglas.
Por eso la cama ha pasado a ser parte de la estrategia: lo público va dejando de tener importancia porque esas suciedades que desde allí salen no tienen tanto impacto en los ojos absortos de la gente como tienen los detalles que brotan desde la intimidad. Al fin y al cabo, de ladrones estamos llenos y los nuevos nombres que se irán conociendo causarán cada vez menos estupor toda vez que en estos largos años de trapacerías ser asaltante de los fondos públicos va resultando algo normal, que no sorprende.
Pero ¿y lo otro? ¡Ese es el gran invento de los estrategas! Lo otro, hasta el momento, era intocable, pertenecía a ese territorio inviolable donde nadie tenía por qué husmear. “Mis cartas son mis cartas, mis fotos son mis fotos, mis amores son mis amores, mis defectos son mis defectos, y todo ello solo me incumbe a mí”, pensábamos, ingenuos.
Hasta que apareció en la pantalla ese anónimo criollo disfrazado de Anonimus para hacer tabla rasa de las más elementales normas de la ética y gritar: ¡Yo sí puedo entrar impunemente a la memoria de tu teléfono, de tu computadora! ¡Yo sí soy capaz de falsificar! ¡Yo tengo el poder de entrar hasta tu cama y verte, y revelarte! ¡Yo soy el dios de la modernidad, el que te juzga! ¡El que sabe dónde está el bien, dónde el mal!
Y el mal, para ese dios, está en la cama. El mal, para ese dios, está en incumplir el mandamiento que ordena no fornicar. Ahí está el mal.
El mal no está en robar.
El mal no está en matar.
El mal no está en mentir o en levantar falso testimonio.
El mal está en todo aquello que ese dios decida luego de que, con su ojo omnipresente, haya descubierto algo que, en el moralismo bastardo de su evangelio, considere lascivo y pueda usarlo como un arma letal contra sus oponentes.
Ese es el dios que nos vigila. Ha bajado milagrosamente de los cielos en esta campaña infame e infamante, para quedarse trescientos años más e imponer sus nuevos, canallescos mandamientos. (O)
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