Publicado el 3 febrero, 20182 febrero, 2018 por AGN
[Alberto Ordóñez Ortiz]
Todo resuena en todo. La simple hoja de hierba que cae, repercute en el espacio sideral y pone a temblar a los luceros. En esa misma dirección, los más antiguos textos esotéricos expresan que el fenómeno humano -usted y yo- debemos ser medidos a escala cósmica. No bajo la limitada progresión terrenal, aquella que de manera simplista suele decir: usted mide un 1 metro 80 centímetros, pesa 80 kilogramos y posee una inteligencia de 160 puntos. Esa forma de medición nos confina a un simple número. A un rótulo que dice poco o nada. Más, todavía, si la comparamos con el inaprensible universo interestelar. La ciencia postmoderna y especialmente la física no encuentra otra forma de medición que la cósmica. El hombre -nosotros- somos parte integrante de ese cosmos, por tanto somos integrantes del mismo. Cierto que no podemos ver o sentir como el espacio -lo dice Einsten- “pasa junto a nosotros, como tampoco puede hacerlo el pez que nada en medio del océano”.
En este universo impredecible, la vida habría aparecido por el simple juego de la evolución y selección de las especies. Y en la cumbre de esa evolución -en lo que a nuestro pequeño planeta se refiere- estaría el hombre, quien adquirió en el último tramo de su desarrollo mental -fruto de extrañas combinaciones químicas y biológicas- ese ultra-elemento: la conciencia y su deflagración que si bien no concluye, nos integró a la totalidad. Con ella asumimos a cabalidad la certeza de nuestra existencia y alcanzamos la percepción única y reveladora de esos misterios mayores que son el tiempo y el espacio. Después vino la percepción de lo cuántico y del infinito dirigido hacia una doble vía: hacia lo pequeño y hacia lo grande. Nos situó por decirlo de una manera gráfica y realista: en el centro mismo del universo. La derecha e izquierda, el arriba y abajo, como los puntos cardinales están en la dirección que ocupan nuestras extremidades. De pronto el universo fue concebido por nosotros en relación a nuestra posición.
Nuestros cuerpos son fósiles vivientes que encierran la historia por la que atravesó el cosmos. No sin razón el incomparable astrofísico Carl Sagan, dijo: “Somos polvo de estrellas”. Es más, nuestros precedentes genéticos se perderían en esa espiral evolutiva que en un tiempo sin tiempo nos modeló y de la que recién somos conscientes. Para aproximarnos aún más a nuestra posición en el Cosmos permítanme acudir a la vigilia sin pausas de los Grandes Maestros del Zen, quienes al respecto dicen: “Lo cósmico y lo cuántico, se apoyan mutuamente y son aspectos inseparables de la realidad. Existe una unidad que proclama que sin el todo no puede existir nada”. Y, atrevidamente agrego que esa unidad -sin que importe nuestra insignificancia- tiene también que ver con nosotros, huéspedes de un Universo que nos concedió la gracia de vernos, de verlo parpadear y desvanecerse allá arriba.
Hemos asistido a la gran aventura de buscar o de acercarnos a nuestro origen y en el trayecto nos hemos quedado con el infinito temblando en nuestras trémulas manos y con la certeza ¿o la ilusión? de que todo resuena en todo. (O)
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