lunes, 11 de julio de 2016

Venezuela: los progresistas del mundo no pueden seguir callados

El compromiso de Hugo Chávez con la democracia duró exactamente
lo que duró su mayoría electoral
FRANCISCO TORO
Un paciente en un pasillo de un hospital de Mérida,
Venezuela. MARCO BELLO REUTERS
Hasta hace poco, el régimen que fundó Hugo Chávez era objeto
de fascinación para los progresistas del mundo entero. Viajar a
Venezuela a ver los logros de la revolución bolivariana se hizo
parte de la agenda de una buena cantidad de activistas
altermundialistas. La Venezuela de Chávez era celebrada.
Eso se acabó. La calamidad no se celebra. Y culpar de la
catástrofe venezolana a Estados Unidos, a la oposición o a la
caída de los precios del petróleo solo convence a un menguante
grupo de ingenuos —o fanáticos—. El régimen chavista ha
perdido su máscara: su militarismo, autoritarismo, corrupción y
desprecio por los pobres están a la vista.
¿Por qué tardó tanto el mundo en enterarse? Porque Chávez
acuñó un nuevo modo de actuar en política en el siglo XXI
conjugando un simulacro de democracia con poder ilimitado y un
boom petrolero.
MÁS INFORMACIÓN
La oposición venezolana acude al diálogo con el Gobierno bajo presión de
Washington
Suspendida por segunda vez la audiencia de apelación de Leopoldo López
La fiscalía pide el archivo de la causa por financiación ilegal de Podemos
El chavismo amenaza con pedir al Tribunal Supremo la disolución del
Parlamento
El primer ingrediente fue la manipulación del sistema electoral.
Chávez rápidamente entendió la importancia de no aparecer ante
el mundo como un militar más que gobierna autocráticamente.
Mientras hubiese elecciones, él era un demócrata. A muy pocos
fuera de Venezuela parecían interesarles los aburridos detalles
acerca de listas de electores sigilosamente falseadas, el
ventajismo descarado, el uso masivo del dinero del Estado para
comprar votos o discriminar a la oposición o el hecho de que los
árbitros electorales fuesen activistas del partido del Gobierno.
Fue así como Chávez se volvió un maestro en el paradójico arte
de destruir la democracia a punta de elecciones. Sigilosamente.
Los venezolanos han votado 19 veces desde 1999, y el chavismo
ha ganado 17 veces. Y después de cada elección, la Constitución
era violada un poco más, los tribunales y organismos de control
más cooptados, los contrapesos institucionales más debilitados y
las libertades más coartadas. El mundo no dijo nada.
El torrente de petrodólares que entró al país durante la larga
bonanza petrolera de 2003-2014 se vio amplificado por un masivo
endeudamiento que hoy llega a 185.000 millones de impagables
dólares. El dinero se usó con dos propósitos: subsidiar el
consumo de las clases populares y la corrupción de la oligarquía
chavista. Mientras tanto, la economía real se desbarrancaba. Con
la desaceleración económica y el colapso de los servicios
públicos (seguridad, salud, educación, etc.) fue menguando la
popularidad del Gobierno, lo cual lo forzó a cambiar de táctica:
ahora toleraría derrotas electorales, pero no la pérdida de poder.
Así, poco después de perder el control de una institución pública
por la vía electoral, Chávez procedía arbitraria e ilegalmente a
quitarle recursos y poderes.
Cuando Caracas eligió a un alcalde de oposición, Chávez primero
le retiró sus principales competencias y luego Maduro terminó
encarcelándolo. Cuando los votantes le dieron el control de la
Asamblea Nacional a la oposición, el Tribunal Supremo,
abarrotado de chavistas, bloqueó cada uno de sus actos. Ahora
el Gobierno habla con desparpajo de eliminar por completo la
Asamblea.
El compromiso de Hugo Chávez con la democracia duró
exactamente lo que duró su mayoría electoral.
Algo parecido ocurrió con los medios de comunicación. Chávez
entendió que cerrar medios independientes dañaría su reputación
internacional. Pero para la Revolución Bolivariana la libertad de
expresión es una amenaza inaceptable. La solución fue comprar
los medios de comunicación independientes a través de
empresarios privados. Los nuevos propietarios inmediatamente
los transformaron en vehículos para la propaganda oficial.
Decenas de periodistas fueron silenciados y la libertad de prensa
en Venezuela se convirtió en una farsa: la disidencia desapareció
de los medios que llegan a la mayoría de la población. La retórica
chavista de solidaridad con los más desfavorecidos también
resultó ser fraudulenta. Los discursos de amor a los pobres
encubrían el saqueo del país por parte de Cuba y la
inconmensurable corrupción de militares y de la burguesía
bolivariana o boliburguesía. Un revelador ejemplo de esta
corrupción son los 100.000 millones de dólares en ingresos
petroleros que desaparecieron del Fondo de Desarrollo Nacional,
donde estaban depositados. El Gobierno jamás rindió cuentas.
Las acciones del régimen revelan un cruel desprecio por los
pobres. Al tiempo que las protestas de gente desesperada por el
hambre son reprimidas con inusitada violencia, líderes chavistas
aparecen ebrios en los vídeos de redes sociales encallando sus
lujosos yates. Mientras niños recién nacidos mueren por la
carencia de medicinas, el Tribunal Supremo leal al Gobierno
censura a la Asamblea por haber solicitado asistencia
humanitaria internacional. Las autoridades no tienen respuestas
para la crisis y su indiferencia al sufrimiento del pueblo es
indignante.
Es válido suponer que saquear el país con las mayores reservas
de petróleo del mundo debería ser suficiente incluso para la más
voraz élite cleptocrática; pero no. El régimen también está
profundamente implicado en el narcotráfico. Las agencias
antidrogas tienen a decenas de altos cargos del Gobierno
venezolano en sus listas de capos de redes de traficantes.
A finales del año pasado, dos sobrinos de la primera dama fueron
grabados en Haití ofreciendo cientos de kilos de cocaína a
compradores que resultaron ser agentes de la DEA. Los sobrinos
están tras las rejas en Nueva York, esperando su juicio. Su tía, la
esposa del presidente, ha acusado a Estados Unidos de haberlos
secuestrado. Uno pensaría que el mundo ya debería haber
perdido la paciencia con estas aberraciones. Y eso ha
comenzado a suceder, pero muy tímidamente. La comunidad
internacional reitera solemnemente su preocupación por
Venezuela, pero estas declaraciones no han tenido
consecuencias.
Lo mínimo que podemos hacer para honrar la memoria de los
miles de venezolanos asesinados y los millones hambreados es
hablar claro: la fachada democrática del chavismo se ha
derrumbado; la cruel y ladrona dictadura que solía esconderse
tras ella está al descubierto. La izquierda del mundo que se dice
progresista no puede seguir callada ante la tragedia de
Venezuela. La ideología no puede seguir justificando el silencio
cómplice.
Moisés Naím es distinguished fellow de la Fundación Carnegie
para la Paz Internacional.Francisco Toro es editor de

No hay comentarios:

Publicar un comentario