domingo, 17 de julio de 2016

Las manos

Francisco Febres Cordero
Domingo, 17 de julio, 2016 - 00h01


La imagen es nítida: el presidente, retomando su antiguo papel de profesor universitario, se sitúa de cara a los pupilos que llenan el aula. A sus espaldas está una pizarra de tiza líquida que él se ha encargado de repletar con fórmulas intrincadas, del todo indescifrables.
Ante el pasmo de la audiencia, en esas fórmulas inventadas por él se halla condensada la realidad de este pedazo de territorio yermo y sin historia, al que se encargó de dar sustancia y encaminarlo por un destino promisorio.
Los números que ha dibujado en la pizarra, las letras, los signos de las sumas y las restas, de las raíces cúbica y cuadrada, no dejan lugar a réplicas ni cuestionamientos: ahí está la verdad incontrastable.
Lo que calla el profesor es que, como presidente, para resolver sus ecuaciones hizo tabla rasa de las libertades, sojuzgó a sus contradictores, gobernó con las leyes que se iba inventando en el camino e interpretó la Constitución a su manera.
En las fórmulas dibujadas con sus manos no consta que esas mismas manos son las que, en aras de ejecutar su ofrecimiento, se metieron impúdicamente en la justicia para volverla servil a sus dictados.
Eso calla el profesor en su clase magistral en que se presenta como el gran hacedor de una realidad que se ha inventado. Una realidad tan impecable como la virtual que ha conseguido diseñar mediante un bombardeo propagandístico tan caro como incesante.
En las fórmulas escritas con sus manos no aparece que fueron esas manos las que firmaron la sentencia de muerte contra la libertad de pensamiento, encadenaron la palabra y levantaron en la plaza pública una picota para –tribunal de la Inquisición mediante– condenar a la hoguera a quienes osan desafiar los designios de aquel que cambió la toga de profesor por el cetro de rey y el látigo de capataz.
En las fórmulas dibujadas con sus manos no aparece que fueron las mismas manos las que suscribieron la agonía de la seguridad social y endeudaron al país hasta límites insólitos.
Son esas mismas manos que se aferran a la tiza las que, de tiempo en tiempo, recorren la dura y resbaladiza superficie de la estatua de Néstor Kirchner, tal como las de un jugador que toca la espalda de un jorobado en procura de mejor fortuna.
Esas manos que dibujan fórmulas felices son las mismas que trazan los caminos de la represión contra los que exigen rendición de cuentas y quieren conocer dónde fue a parar el dinero despilfarrado durante la época del maná petrolero.
Las manos que con tiza dibujan las fórmulas perfectas son las de un profesor dedicado a convertir las universidades particulares en claustros de silencio y miedo, oscuros, tenebrosos. Allí pretende imponer a rajatabla sus respuestas –tal vez también reducidas a fórmulas– y despojarlas de todas las preguntas que necesitan aflorar para que la duda, la discusión, el respeto a la palabra ajena sean el motor del conocimiento.
La imagen es nítida: el presidente retoma su antiguo papel de profesor y escribe sobre la pizarra las fórmulas mágicas de un país que se ha inventado y al que exhibe como si fuera un paraíso.
Los alumnos, embobados, aplauden. (O)

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