Hernán Pérez Loose
Martes, 26 de julio, 2016 - 00h01
Si el próximo presidente llega al poder con el compromiso de impedir que quede en la impunidad lo ocurrido durante la última década como resultado del rampante abuso de poder –la persecución política, el enriquecimiento injustificado, el despilfarro o abusos de fondos públicos, el lavado de activos, etcétera–, y si gana las elecciones con la voluntad de impedir que en el futuro esas prácticas hundan más sus raíces en el Ecuador evitando, así, el que nos convirtamos en una suerte de Estado burdel como Venezuela o Nicaragua, si es así, entonces, será inevitable que ese nuevo presidente adopte algunas medidas innovadoras y radicales, tanto para impedir la impunidad como para evitar que semejante pesadilla se replique en el futuro.
Martes, 26 de julio, 2016 - 00h01
Si el próximo presidente llega al poder con el compromiso de impedir que quede en la impunidad lo ocurrido durante la última década como resultado del rampante abuso de poder –la persecución política, el enriquecimiento injustificado, el despilfarro o abusos de fondos públicos, el lavado de activos, etcétera–, y si gana las elecciones con la voluntad de impedir que en el futuro esas prácticas hundan más sus raíces en el Ecuador evitando, así, el que nos convirtamos en una suerte de Estado burdel como Venezuela o Nicaragua, si es así, entonces, será inevitable que ese nuevo presidente adopte algunas medidas innovadoras y radicales, tanto para impedir la impunidad como para evitar que semejante pesadilla se replique en el futuro.
Es un acierto, por ello, la propuesta que se ha hecho de crear una comisión internacional contra la impunidad y corrupción al amparo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la que podría operar mediante un convenio bilateral con la secretaría de esa organización. Después de todo, somos parte de la Convención de las Naciones Unidas contra la corrupción.
Esta es, sin duda, una medida extrema. Se supone que la lucha contra la impunidad, el crimen organizado y las mafias políticas o económicas debería ser asumida por las instituciones de cada Estado, y no por comisiones internacionales. Pero la realidad es otra. No solo que durante la dictadura dichas instituciones han sido pulverizadas –¿qué institucionalidad puede haber en un Estado donde una persona se jacta de ser el jefe de todas sus funciones?–, sino que dichas prácticas de corrupción han adoptado una dimensión transnacional y un grado de complejidad históricamente desconocidos. Ante esta realidad, el encargar esta misión a funcionarios internacionales que, además, carezcan de todo vínculo con las estructuras del poder político y económico criollo, es una saludable opción, por muy extraña que pueda parecer.
Además, el Ecuador no sería el único país que adoptaría esta medida tan inusual. Desde hace unos años viene funcionando la Comisión Internacional contra la Impunidad de Guatemala. La comisión fue el resultado de los acuerdos de pacificación interna de dicho país, y cuenta con el soporte de la ONU. Entre otras cosas, dicha comisión jugó un rol decisivo en investigar los actos de corrupción del anterior presidente de la República, Otto Pérez, y que terminaron llevándolo a prisión.
A lo anterior podría sumarse la firma de un convenio con el Departamento de Justicia de los Estados Unidos contra el lavado de activos, un tratado bilateral de doble tributación e información con dicho país, y la contratación de firmas especializadas en detectar el ocultamiento de activos mal habidos.
Pero como la experiencia de Guatemala enseña, ninguna medida por radical que sea tendrá éxito sin la participación activa de toda la sociedad civil, y la creación de un escenario político y constitucional que permita al nuevo régimen romper con el pasado y enterrar de un tajo la maraña legal que va a heredar. De lo contrario, todo podría quedar en buenos deseos. (O)
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