sábado, 9 de julio de 2016

Bajo la música de las esferas

Publicado el 2016/07/09 por AGN
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Alberto Ordónez Ortiz
La sociedad postmoderna enfrenta hoy por hoy uno de los problemas más acuciantes: Su masificación a escala planetaria. El hombre contemporáneo se encuentra sumido en una noche de balbucientes esfuerzos que dicen poco o nada y son más bien, una crispación de su desconcierto y expresión de su perversa desorientación. Fuerzas siniestras se han empeñado en hacerle perder la brújula e impedir que su sacralidad subsista. Para lograrlo, lo han convertido en uno más de los objetos que se exhiben en los malls que se extienden a lo largo y ancho de un mundo que asiste impávido a su propia velación y entierro. ¿Dime cuánto tienes y te diré cuánto vales? Ya no nos encontramos frente al mundo deslumbrante y dúctil en que los enigmas eran un sobresalto más de la belleza; en que el físico, el matemático, el filósofo y el hombre común se sentía y se sabía parte de una corriente infinita que precisamente le hablaba al oído de infinito. Ya no es posible que se cumpla el sueño de Claudel, aquel en el que tendría que haber alguien que fuese incapaz de dormir. ¡Cómo!, si todos están dormidos.
La masificación invade todos los insterticios sociales. Extiende sus límites hasta tocarlo todo o casi todo. Su enardecido flujo avanza triunfante y sin rastro de piedad. La desindividualización ha desplazado a la juventud rebelde y progresista otrora ávida de cosas sagradas, mística y a la vez extrañamente salvaje -valga la expresión- con su música sacra al revés y sus rebeldías que se expresaban en enardecidas liturgias sobre las que en su principal cúpula estaba escrito su sueño mayor: cambiar el mundo. Ahora la mayoría son parte de una conspiración truculenta del silencio, de un silencio que nos invade y enraíza cada vez más hondo en el corazón humano, si todavía, excepciones de por medio, existe. Bajo esos siniestros sometimientos la humanidad ha quedado desprovista de los exigentes filtros estéticos, al punto que lo que ahora importa es el precio: mientras más caro mejor. Lo cierto es que dogmas de todo tipo sojuzgan al más importante derecho humano: su libertad o capacidad de ser distinto, por la sencilla razón de que somos individuos diferentes, disimiles por nuestras respectivas cargas genéticas que por ventura nunca coinciden; porque sin duda, la naturaleza evidencia su gloriosa y enriquecedora decisión por la diversidad.
Para los que todavía nos creemos libres, -porque la libertad, dicho sea de paso, es tema de otro largo debate- nos mantenemos hurgando entre un fárrago de errores para dar con una verdad o, mínima verdad que nos ilumine el rostro. En esa batalla es precisamente en la que partiendo de señales dudosas se pueden abrir direcciones insospechadas. Lo sustancial reside entonces en obtener una visión cada vez más ampliada de nuestros puntos de llegada y alcanzar la plenitud en la excelsitud de la existencia. Cambiemos lo zafio que hoy rige al mundo por el pétalo que este mismo instante miro que cae pero que no logra caer porque entre su caída y la burda tierra cabe la eternidad y la música de las esferas.

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