Sueñan con arenales deslumbrantes, litorales
verdes, ríos de agua clara, leche tibia, y todo ello en medio de noches
diáfanas y serenas, pero a lo más que suelen llegar es a sentir la expiración
final envuelta en espuma furiosa tragándolos hasta depositarlos en el fondo de
los acantilados embravecidos.
Ya no es un
mar al estilo del marino Joseph Conrad en "Notas de vida y
letras", o unas matizadas palabras sensibles de un Francois de
Chateaubriand al describir, con pasmosa realidad, el sentido de la bajamar, el
rugir de los mástiles con sus velas hinchadas, o tal vez una tormenta colosal
de salitre saliendo de Córcega en algún esterilizado bergantín mercante.
Son muchos mares unidos en un misterioso nudo gordiano. Indistintamente si permanece envuelto en remolinos de alucinaciones, delirios, caleidoscopios, miradas anhelantes huyendo de farallones o cielos vaporosos unas veces, tortuosos las más.
El Mediterráneo es un perpetuo narrador de historias individuales, anónimas, empujadas por ese viento cambiante de nombre y pujanza. Ahora, partiendo de Marsella, es mistral, después se torna tramontana cuando roza las costas de Nápoles entre los acantilados de Torre del Greco, los farallones de Sorrento y la isla de Capri.
Al cruzar las columnas de Hércules entre Gibraltar y Ceuta – antiguo e ignoto punto del mundo civilizado - , ese céfiro se vuelve vendaval, tras convertirse un poco antes en levante, siroco, jazmín.
Los emigrantes que exasperadamente, desde todos los puntos cardinales del África negra y profunda, llegan a las desnudas costas de Mauritania o Marruecos y suben, al precio de todos sus ahorros, en una patera o cruzan el desierto y hacen la travesía de la muerte para consumar un sueño, saben de vientos despiadados y traicioneros, agazapados, como fieras en celo, en cada recodo del sinuoso camino.
Racimos de cadáveres
Otro año más finaliza transformado en bruma espesa, ramalazo trasfigurado, mientras el llamado ampulosamente "Mar de las Civilizaciones", contempla indiferente sobre las altas atalayas de sus promontorios y hasta con morbosa curiosidad, la recogida de cadáveres de emigrantes apiñados en los cortantes de las playas como racimos de uvas sobados por las moscas.
En las páginas del libro blanco marcando los punzonazos de la ausencia y el olvido inexorable, van, en los últimos 10 años, contabilizados más 5.900 inmigrantes sin nombre, perdidos en aguas peligrosas.
Las pateras suelen ser el resbaladizo transporte en el que los expatriados tratan de cruzar ese mar de las mil aventuras.
Vienen cual gaviotas sobre las olas de un océano escaldado de angustia con sabor a salitre.
Sueñan con arenales deslumbrantes, litorales verdes, ríos de agua clara, leche tibia, y todo ello en medio de noches diáfanas y serenas, pero a lo más que suelen llegar es a sentir la expiración final envuelta en espuma furiosa tragándolos hasta depositarlos en el fondo de los acantilados embravecidos.
Salen de las costas subsaharianas, Malí y más allá, sobre pateras enclenques a rebosar, sabiendo a fe cierta que la mayoría de ellos no habrán de llegar jamás a los arrecifes de sus anhelos.
Cuenta una crónica venida de Mauritania, el auténtico escalafón de este drama acongojado reflejo en toda su dimensión, que en la localidad marinera de Nuadibú - sin un árbol ni una sombra en docenas de kilómetros a la redonda, solamente un sol perpetuo y abrasador-, los propios habitantes del poblado, mientras esperan un cupo para subir a una lancha canija, intentan hasta entonces ganarse la vida excavando las tumbas en las que serán enterrados sus compañeros náufragos en la peligrosísima aventura del asalto a Europa.
Cobran lo equivalente a tres euros o 4 dólares al día por partirse el lomo bajo un ardor infernal, intentado no pensar que esa zanja que están abriendo en unos días puede contener sus propios cuerpos amortajados.
Hubiera sido ineludible, con el fin de comprender en su dramática realidad la presente odisea, que el propio Paul Bowles escribiera esa crónica cuyo principal protagonista sería un cielo indiferente arrancado de unas sibilinas "Palabras ingratas".
Buscar un horizonte nuevo
En Malí, tierra sin infraestructuras, industria ni trabajo, solo miseria, el único camino es salir al océano abierto en pos de otros horizontes. Los que se quedan, solamente cosechan mijo todo el año y cuando llegan las plagas de langostas, ni eso.
En cada pueblo se elige a un joven para emigrar, y todos venden lo que pueden para darle dinero al afortunado, que preferirá sucumbir a regresar sin nada. Los ruiseñores mueren por la misma razón que cantan. Entre el ave y el inmigrante hay un río de silencios, heridas y puñados de amapolas mustias.
Es el tintineo del alma cuando sobre una tambaleante patera unos ojos recubiertos de sal escudriñan el horizonte borroso buscando en lontananza la tierra deseada, y solamente hallan las fauces traidoras del mar que los engatusa y el canto de los sirenas invitando a seguir adelante, hasta el infinito, al encuentro del pan de trigo, miel, leche, aceitunas y aceite virgen.
La ultraderecha francesa Marine Le Pen acaba de hablar sobre los cientos de surafricanos ilegales que entran a Europa por la ciudad española de Melilla. Ella tiene una solución: "No escolarizar a sus hijos, no pagarles el médico. Ni darle ayudas sociales"
La realidad es que miles de europeos piensan lo mismo. Esa es la razón de venderse tanto la obra racista "Mi lucha" del nacionalsocialismo del Hitler.
Cada día es más difícil emigrar, aquellos hermosos tiempos de las tierras iberoamericanas en las que miles de europeos, la mayoría españoles, portugueses e italianos llegaban a sus costas al encuentro de nuevos sueños, han desaparecido.
Las naciones del viejo continente van elevando descomunales muros burocráticos que casi tocan los firmamentos. Los antaño paraísos de los desterrados han bloqueado sus refugios.
Francia ha dejado de ser lo que era: cuna del perseguido, y Alemania, magnánima, como los países nórdicos, han dado la espalda a los famélicos de libertad. España, mientras, alzó contra África, una barrera alámbrica de púas sangrantes que casi roza el cielo protector.
La globalización contempla en demasía el intercambio de bienes y servicios, poco o nada el de seres humanos.
Un mar de cadáveres
Una asociación dedicada a los Derechos Humanos en campos de Andalucía, dio a conocer hace días una estadística espeluznante que hemos copiado casi integra: durante el pasado año, más de 2.900 emigrantes, de los llamados "sin papeles".
No cuesta nadita decirlo: 2.900 muertos. Cuatro segundos escasos. Y esa escalofriante cifra está formada de niños, mujeres y jóvenes de poco más de veinte años.
La mayoría de las víctimas son subsaharianas, vienen del centro del África recóndita, pero es entre personas de procedencia argelina donde se ha registrado el mayor número de fallecimientos y desapariciones.
La doliente Parca, escondida entre alhóndigas o peñascales, tiembla. En la cercana costa del "al- Magheb" –bastión occidental del Islam -, cuatro tablas mal clavadas llevan, en noche incrustada de estrellas, a hombres y mujeres en pos del mendrugo inaccesible de cada día. Son seres erráticos, ramalazo apretujado, herida abierta.
Veinte mil muertos
"Estamos construyendo un cementerio en el mar Mediterráneo". Con estas lastimeras palabras se refirió el primer ministro de Malta Joseph Muscat, a las rutas que utilizan los inmigrantes para intentar alcanzar Europa. La historia es cíclica. Cada cierto tiempo desayunamos con una tragedia de embarcaciones repletas de seres humanos que perecen en su intento de tocar el viejo continente. En octubre, más de 300 personas murieron a pocas millas de la isla italiana de Lampedusa. Según los testigos, los jóvenes, en su mayoría eritreos, murieron tras declararse un incendio en su barcaza cuando intentaban llamar la atención para ser rescatados.
20.000 personas han muerto de esta manera en los últimos 20 años, según los datos de Fortress, un blog especializado que se encarga de recopilar cifras con datos publicados en los principales diarios.
¿Quiénes van y hacia dónde?
Eritreos, libios y sirios son quienes deciden abandonar sus hogares ante la desesperación de la guerra y la hambruna que azotan sus países. Desde la ONU subrayan que "el fenómeno de la gente navegando en pequeños barcos a través del Mediterráneo hacia Europa es antiguo e involucra temas de asilo así como también de migración".
Italia, España, Malta y Grecia se han convertido en la puerta de entrada a Europa. Sin embargo, estos países no son el destino final de estas personas. Según Cruz Roja, estos países con salida al mar continúan siendo el primero al que llegan para después continuar. "Países como Alemania, Reino Unido o Bélgica son los destinos finales de estas personas cuyas familias residen en el norte de Europa". Por eso, desde Cruz Roja insisten que el de la inmigración es un problema europeo y no solo italiano, español o griego. "A diferencia de hace dos años, vemos que las barcazas llegan con varios miembros de una misma familia", señala.
Cruzar el desierto del Sahara y tomar una embarcación una costa de Marruecos para llegar vía marítima a Europa es una travesía larga, cara y en ocasiones, mortal. Desde la Cruz Roja Internacional subrayan que se puede tardar hasta cuatro meses y que el viaje cuesta más de 1.600 euros. Un tiempo y un dinero que no garantizan un feliz final.
La última fatalidad del presente problema lo acaban de escenificar la canciller alemana Angela Merkel y el primer ministro británico David Cameron, al no ponerse de acuerdo sobre la libertad de circulación de personas en los países de la Comunidad Europea. El premier inglés quiere renunciar a las cuotas europeas de inmigración, mientras plantea exigir la salida de Reino Unido a los que no sean capaces de mantenerse sin ayuda del Estado.
Es más, anunció que no participará en las misiones de rescate a emigrantes en el mar Mediterráneo, pues dicha acción ayuda a que cada vez vengan más expatriados.
Son muchos mares unidos en un misterioso nudo gordiano. Indistintamente si permanece envuelto en remolinos de alucinaciones, delirios, caleidoscopios, miradas anhelantes huyendo de farallones o cielos vaporosos unas veces, tortuosos las más.
El Mediterráneo es un perpetuo narrador de historias individuales, anónimas, empujadas por ese viento cambiante de nombre y pujanza. Ahora, partiendo de Marsella, es mistral, después se torna tramontana cuando roza las costas de Nápoles entre los acantilados de Torre del Greco, los farallones de Sorrento y la isla de Capri.
Al cruzar las columnas de Hércules entre Gibraltar y Ceuta – antiguo e ignoto punto del mundo civilizado - , ese céfiro se vuelve vendaval, tras convertirse un poco antes en levante, siroco, jazmín.
Los emigrantes que exasperadamente, desde todos los puntos cardinales del África negra y profunda, llegan a las desnudas costas de Mauritania o Marruecos y suben, al precio de todos sus ahorros, en una patera o cruzan el desierto y hacen la travesía de la muerte para consumar un sueño, saben de vientos despiadados y traicioneros, agazapados, como fieras en celo, en cada recodo del sinuoso camino.
Racimos de cadáveres
Otro año más finaliza transformado en bruma espesa, ramalazo trasfigurado, mientras el llamado ampulosamente "Mar de las Civilizaciones", contempla indiferente sobre las altas atalayas de sus promontorios y hasta con morbosa curiosidad, la recogida de cadáveres de emigrantes apiñados en los cortantes de las playas como racimos de uvas sobados por las moscas.
En las páginas del libro blanco marcando los punzonazos de la ausencia y el olvido inexorable, van, en los últimos 10 años, contabilizados más 5.900 inmigrantes sin nombre, perdidos en aguas peligrosas.
Las pateras suelen ser el resbaladizo transporte en el que los expatriados tratan de cruzar ese mar de las mil aventuras.
Vienen cual gaviotas sobre las olas de un océano escaldado de angustia con sabor a salitre.
Sueñan con arenales deslumbrantes, litorales verdes, ríos de agua clara, leche tibia, y todo ello en medio de noches diáfanas y serenas, pero a lo más que suelen llegar es a sentir la expiración final envuelta en espuma furiosa tragándolos hasta depositarlos en el fondo de los acantilados embravecidos.
Salen de las costas subsaharianas, Malí y más allá, sobre pateras enclenques a rebosar, sabiendo a fe cierta que la mayoría de ellos no habrán de llegar jamás a los arrecifes de sus anhelos.
Cuenta una crónica venida de Mauritania, el auténtico escalafón de este drama acongojado reflejo en toda su dimensión, que en la localidad marinera de Nuadibú - sin un árbol ni una sombra en docenas de kilómetros a la redonda, solamente un sol perpetuo y abrasador-, los propios habitantes del poblado, mientras esperan un cupo para subir a una lancha canija, intentan hasta entonces ganarse la vida excavando las tumbas en las que serán enterrados sus compañeros náufragos en la peligrosísima aventura del asalto a Europa.
Cobran lo equivalente a tres euros o 4 dólares al día por partirse el lomo bajo un ardor infernal, intentado no pensar que esa zanja que están abriendo en unos días puede contener sus propios cuerpos amortajados.
Hubiera sido ineludible, con el fin de comprender en su dramática realidad la presente odisea, que el propio Paul Bowles escribiera esa crónica cuyo principal protagonista sería un cielo indiferente arrancado de unas sibilinas "Palabras ingratas".
Buscar un horizonte nuevo
En Malí, tierra sin infraestructuras, industria ni trabajo, solo miseria, el único camino es salir al océano abierto en pos de otros horizontes. Los que se quedan, solamente cosechan mijo todo el año y cuando llegan las plagas de langostas, ni eso.
En cada pueblo se elige a un joven para emigrar, y todos venden lo que pueden para darle dinero al afortunado, que preferirá sucumbir a regresar sin nada. Los ruiseñores mueren por la misma razón que cantan. Entre el ave y el inmigrante hay un río de silencios, heridas y puñados de amapolas mustias.
Es el tintineo del alma cuando sobre una tambaleante patera unos ojos recubiertos de sal escudriñan el horizonte borroso buscando en lontananza la tierra deseada, y solamente hallan las fauces traidoras del mar que los engatusa y el canto de los sirenas invitando a seguir adelante, hasta el infinito, al encuentro del pan de trigo, miel, leche, aceitunas y aceite virgen.
La ultraderecha francesa Marine Le Pen acaba de hablar sobre los cientos de surafricanos ilegales que entran a Europa por la ciudad española de Melilla. Ella tiene una solución: "No escolarizar a sus hijos, no pagarles el médico. Ni darle ayudas sociales"
La realidad es que miles de europeos piensan lo mismo. Esa es la razón de venderse tanto la obra racista "Mi lucha" del nacionalsocialismo del Hitler.
Cada día es más difícil emigrar, aquellos hermosos tiempos de las tierras iberoamericanas en las que miles de europeos, la mayoría españoles, portugueses e italianos llegaban a sus costas al encuentro de nuevos sueños, han desaparecido.
Las naciones del viejo continente van elevando descomunales muros burocráticos que casi tocan los firmamentos. Los antaño paraísos de los desterrados han bloqueado sus refugios.
Francia ha dejado de ser lo que era: cuna del perseguido, y Alemania, magnánima, como los países nórdicos, han dado la espalda a los famélicos de libertad. España, mientras, alzó contra África, una barrera alámbrica de púas sangrantes que casi roza el cielo protector.
La globalización contempla en demasía el intercambio de bienes y servicios, poco o nada el de seres humanos.
Un mar de cadáveres
Una asociación dedicada a los Derechos Humanos en campos de Andalucía, dio a conocer hace días una estadística espeluznante que hemos copiado casi integra: durante el pasado año, más de 2.900 emigrantes, de los llamados "sin papeles".
No cuesta nadita decirlo: 2.900 muertos. Cuatro segundos escasos. Y esa escalofriante cifra está formada de niños, mujeres y jóvenes de poco más de veinte años.
La mayoría de las víctimas son subsaharianas, vienen del centro del África recóndita, pero es entre personas de procedencia argelina donde se ha registrado el mayor número de fallecimientos y desapariciones.
La doliente Parca, escondida entre alhóndigas o peñascales, tiembla. En la cercana costa del "al- Magheb" –bastión occidental del Islam -, cuatro tablas mal clavadas llevan, en noche incrustada de estrellas, a hombres y mujeres en pos del mendrugo inaccesible de cada día. Son seres erráticos, ramalazo apretujado, herida abierta.
Veinte mil muertos
"Estamos construyendo un cementerio en el mar Mediterráneo". Con estas lastimeras palabras se refirió el primer ministro de Malta Joseph Muscat, a las rutas que utilizan los inmigrantes para intentar alcanzar Europa. La historia es cíclica. Cada cierto tiempo desayunamos con una tragedia de embarcaciones repletas de seres humanos que perecen en su intento de tocar el viejo continente. En octubre, más de 300 personas murieron a pocas millas de la isla italiana de Lampedusa. Según los testigos, los jóvenes, en su mayoría eritreos, murieron tras declararse un incendio en su barcaza cuando intentaban llamar la atención para ser rescatados.
20.000 personas han muerto de esta manera en los últimos 20 años, según los datos de Fortress, un blog especializado que se encarga de recopilar cifras con datos publicados en los principales diarios.
¿Quiénes van y hacia dónde?
Eritreos, libios y sirios son quienes deciden abandonar sus hogares ante la desesperación de la guerra y la hambruna que azotan sus países. Desde la ONU subrayan que "el fenómeno de la gente navegando en pequeños barcos a través del Mediterráneo hacia Europa es antiguo e involucra temas de asilo así como también de migración".
Italia, España, Malta y Grecia se han convertido en la puerta de entrada a Europa. Sin embargo, estos países no son el destino final de estas personas. Según Cruz Roja, estos países con salida al mar continúan siendo el primero al que llegan para después continuar. "Países como Alemania, Reino Unido o Bélgica son los destinos finales de estas personas cuyas familias residen en el norte de Europa". Por eso, desde Cruz Roja insisten que el de la inmigración es un problema europeo y no solo italiano, español o griego. "A diferencia de hace dos años, vemos que las barcazas llegan con varios miembros de una misma familia", señala.
Cruzar el desierto del Sahara y tomar una embarcación una costa de Marruecos para llegar vía marítima a Europa es una travesía larga, cara y en ocasiones, mortal. Desde la Cruz Roja Internacional subrayan que se puede tardar hasta cuatro meses y que el viaje cuesta más de 1.600 euros. Un tiempo y un dinero que no garantizan un feliz final.
La última fatalidad del presente problema lo acaban de escenificar la canciller alemana Angela Merkel y el primer ministro británico David Cameron, al no ponerse de acuerdo sobre la libertad de circulación de personas en los países de la Comunidad Europea. El premier inglés quiere renunciar a las cuotas europeas de inmigración, mientras plantea exigir la salida de Reino Unido a los que no sean capaces de mantenerse sin ayuda del Estado.
Es más, anunció que no participará en las misiones de rescate a emigrantes en el mar Mediterráneo, pues dicha acción ayuda a que cada vez vengan más expatriados.
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