Francisco
Febres Cordero
El video que la Senacom ordenó difundir no atenta contra la libertad. Es, más bien, una invitación que hace el Gobierno para que todos podamos hacer uso de esa misma libertad.
Si la Senacom, en un ambiente
siniestro, presenta a un grupo de individuos que encarnan a empresarios,
banqueros y comunicadores como personajes que han usado la libertad para
defender sus protervos intereses, de aquí en adelante cualquiera puede,
también, filmar una escena, escribir un texto, hacer una viñeta en que, al
vaivén de su creatividad, muestre a cuatro o cinco funcionarios de pelo
engominado, saco cruzado y pistola al cinto, robándose, a nombre de la
revolución ciudadana, el dinero del Estado; otros, sumergiendo la cabeza de un
periodista en un tacho de aguas pútridas para acallar su voz, y unos terceros
reprimiendo y luego torturando a quienes se oponen a los designios del mandamás
de turno.
¿Por qué no?
Gracias a la Senacom, cuando alguien
monte sobre cualquier tinglado un parlamento que diga que entre esos que nos
gobiernan existe un puñado anónimo de cobardes, de infames, de cerdos asesinos,
está en capacidad de responder con las mismas palabras que, a través de su
Twitter, usó el secretario de Comunicación como respuesta al video
senacomniano: “¡Al que le calce el guante que se lo chante!”. Y luego, seguir
tan campante.
Que se lo chanten, entonces, también
esos esbirros que ahora avalan, con su silencio cobarde y su mirada torva que
apunta siempre para otro lado, las feroces arremetidas contra la prensa
independiente de la que ellos fueron parte durante tantos años y en la que
pudieron expresar sus ideas libremente. Esos son unos hipócritas, unos viles
mercenarios. ¿Quiénes? ¡Al que le calce el guante, que se lo chante!
Porque, según la teoría de este
discípulo de Goebbels que realiza sus genialidades a nombre del Gobierno,
mediante la ficción cualquier ciudadano tiene el arbitrio de poner a funcionar
un guion acusatorio que deje librada a la imaginación de quien lo ve las peores
atrocidades cometidas por personajes que, maquillados como actores, salen a
recitar su libreto de venganza y odio. Y si algún representante de esos
organismos creados para silenciar las voces que contradicen la tesis oficial
amenaza con un nuevo juicio, la respuesta que lo librará de ser conducido a la
hoguera está sacramentada: Yo no sé, eso es una ficción, al que le calce el
guante, que se lo chante.
Bajo esa premisa promulgada a
contramano de la ética, la libertad de expresión encuentra nuevos derroteros,
que son esos siniestros ahora patentados por el Gobierno, que personifican a la
libertad como a una señorita acosada por quienes “usaron el poder para
enriquecerse y ahora quieren seguir usando sus prebendas” y que no vacilan en
emplear la violencia, pretender controlar la justicia y usar el poder en su
beneficio, como antes. Antes, claro, de que el Gobierno del excelentísimo señor
presidente de la República viniera a poner el orden en el caos y –reelección
indefinida mediante– impida el retorno a ese nefasto pasado.
La ficción revolucionaria que vivimos
ha logrado que la ficción pueda hoy pavonearse impunemente para propalar
cualquier especie. La mentira, la calumnia están, entonces, libres para
dispararse como un guante, para que, a quien le calce, se lo chante.
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