Escrito por Fabián Corral
‘Escribir es un
honor”, dijo Albert Camus cuando recibió el Premio Nobel de Literatura. Y no se
equivocó, por supuesto. Es un honor, es un riesgo y es un reto. Es convertirse
en la piedra en el zapato del poder, en la mala conciencia de los que dominan, en
el agente de verdades incómodas, en la voz que quieren callar, en la memoria
que se debe quemar, en la disidencia que rompe la paz de cementerio. Es un
honor y, como todo honor, trae consigo grandes deberes: el de no enmudecer, el
de no cerrar los ojos, el de capturar -en la misma forma y con idéntico
talento- la sensibilidad de la luz de cada mañana, los dolores de la miseria y
el silencio de los sin voz. Ese honor, que es disciplina del espíritu y rigor
de la mente, se traduce en el deber con los que leen, con los que coinciden y
los que discrepan, incluso con los que persiguen, con los que odian, con los
tolerantes y con los dogmáticos: el deber de la verdad. El deber de la lealtad
a los principios, el de la renuncia a las tentaciones cortesanas, a las comodidades
de las poltronas burocráticas, a los aplausos, a los reconocimientos oficiales.
Hacerse cargo de esos deberes, llevarlos como alforja que va al anca de la
vida, es la nota distintiva del que escribe, cuando tiene integridad. No es,
por cierto, nota distintiva ni la abdicación ni el silencio, ni la alabanza
cómplice, ni la servidumbre disfrazada. Es, al contrario, el irrenunciable
deber de decir, de pensar, de enfrentar el aguacero de las críticas, y de
entender que, sin debate, no hay vida. Hablar de honor en tiempos de
pragmatismo puede resultar extraño. ¿Honor que huele a Edad Media, que alude a
tiempos de caballería y quijotismo? Claro que sí. Ahora hay que afirmar la
aristocracia de las ideas y emprender la reivindicación de las élites ejemplares,
de las que se atreven y se distinguen del torbellino de la masa, élites que se
salvan de las inundaciones de la mediocridad. Todo esto, a riesgo de quedarse
solo en tiempos en que la verdad se mide por la popularidad y el sondeo
reemplaza a las convicciones; cuando la imaginación es un riesgo y la
curiosidad puede ser el detonante de la muerte, porque lo aconsejado para
“sobrevivir” es no pensar, no imaginar, no preguntar, no indagar, solo
escuchar. Lo aconsejado por la cobardía, es apartarse de los mandatos que
imponen los ceños fruncidos y los gestos hoscos. Tarea ardua la de llevar en
alto el honor de ejercer la libertad en medio de los tirones para abajo de los
siervos que calculan, de los “hábiles” que afinan el pragmatismo de los tiempos
que corren. Tarea complicada la de asumir el hecho de que las ideas son
peligrosas compañeras y que el terco afán de militar por ellas tiene como
contrapartida inevitable el riesgo. Pero, de cualquier modo, “escribir en un
honor.”
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