Francisco
Febres Cordero
Lo único que quiere el excelentísimo señor presidente de la República es irse a su casa. Y así lo ha manifestado públicamente en muchas ocasiones. Que su esposa lo reclama. Que sus hijos lo reclaman. Pero ahora resulta, ¡oh!, que la patria también lo reclama para que continúe sirviéndole una vez terminado su tercer periodo.
¡Pobre excelentísimo señor presidente
de la República! ¡Qué pena que me da! Él, que pudiera volver a ser el hombre
feliz que fue cuando no intervenía en política y se dedicaba a dar clases, a
estudiar y a ser boy scout, ahora, por culpa de la patria, deberá dejar
nuevamente al lado su tranquilidad para inmolarse con toda su brillantez, su
altruismo, su don de gentes, su verbo, su sabiduría, su comprensión, su
entrega, su magnanimidad, su clarividencia.
¡Qué tristeza! Es que la patria es
malísima con sus hijos más preclaros: no quiere soltarlos y lo único que desea
es mantenerlos en su regazo, porque solo así ella se siente segura, protegida,
cuidada. Guarda esa patria, como madre amantísima que es, el recuerdo de
quienes, soñando recluirse en la intimidad de sus hogares, se vieron privados
de hacerlo porque, con su tozuda necedad, les seguía llamando. Muy mal
acostumbrada es la patria, para qué también. Así, ya quería irse Flores y la
patria que no, que quédate unos quince añitos, por lo menos. Y el pobre Flores,
tan patriota, se quedó. No te vayas hijito, no te vayas, le decía, le suplicaba
también la patria a García Moreno, que se quedaba y se quedaba hasta que, por
quedón, le partió un rayo. Alfarito, no sias malito, no te vayas no te vayas,
le gritaba la patria y Alfarito, tan bueno, se quedaba y se quedaba.
Veintimillita, no te vayas, no te vayas, y Veintimillita se quedaba ante la
súplica de la patria.
Eso, claro, cuando la patria era todavía
señorita, inmadura, pobrísima, sin carreteras, sin puentes, sin
hidroeléctricas, sin pizca de inducción en las cocinas, sin petróleo, sin
escuelas, tanto que prácticamente ni vale la pena tomarle en cuenta, porque
casi no existía. Porque la patria, lo que se llama patria, recién comienza a
existir a partir de la revolución ciudadana, instante en que nace con una
Constitución vitaminizada, sanforizada, y talla única que convirtió a esa
patria fea, en linda: le dotó de carnes, de afeites, le peinó, le acicaló, le
ponió rimmel, silicona, le hizo la lipo y hasta le operó las chichis.
Y la patria, ¡oh!, ahora se presenta
al mundo rozagante, reluciente, esplendorosa, dando ejemplo de buen ver y buen
vivir.
Tan contenta, tan feliz está la
patria que ahora ya no le deja ir al hijito que la fundó y le exige que se
quede junto a ella por los siglos de los siglos. Y el hijito llora y le pide
¡oh patria!, dame un descanso, déjame estar con mi familia, con mis hijitos a
quienes casi ni les veo, con mis scouts, aléjame de mis aviones, de mis
helicópteros, de mis honoris causa, de mis guardaespaldas, de mis sabatinas. Y
la patria, impertérrita, le niega sus pedidos.
¡Qué egoísta que es la patria! Ante
eso, a sus hijos putativos no nos queda más que aglutinarnos y, mediante
nuestro voto, exigirle a la patria que libere a su hijo más preclaro, al más
sabio, al más ilustre, al más instruido, y le deje nomás irse a la casa de la
Bélgica, para que él sea feliz. Y nosotros también.
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