
30-S: símbolo de la sed de poder y la miseria humana
Rafael Correa tenía razón: el 30-S es una marca. Él la quería suya. A tal punto que la registró. Para que solo él y los suyos la pudieran usar. La pudieran cargar de los significados y los atributos necesarios a su causa. Ícono de la revolución. Altar construido por él y para él, convertido por su voluntad en víctima propiciatoria, con un fin protervo: crear y explotar un síndrome de orfandad en la sociedad.
Victimarse, como siempre lo hizo, no bastaba. Tenía que materializar el deseo (supuesto y forjado por él) de un intento de asesinato. Él, el padre de la patria, quería que el país lo viera como el sobreviviente de un intento de magnicidio.
Victimarse, como siempre lo hizo, no bastaba. Tenía que materializar el deseo (supuesto y forjado por él) de un intento de asesinato. Él, el padre de la patria, quería que el país lo viera como el sobreviviente de un intento de magnicidio.
Se explica por qué Correa y los suyos quisieron convertir el 30-S en un rito revolucionario que para ser contundente tenía que ser hiperrrealista. Hay tomas suyas ensayando desabrocharse la camisa y aflojando el nudo de la corbata mientras grita que lo maten. Hay suficiente información, entregada por los propios correístas, que muestra que Correa quiso sacar un partido político de la situación; no resolverla.
Gustavo Jalkh, entonces ministro del Interior, contó horas después del 30-S a este pelagato, lo que ocurrió en el gobierno desde que supo de la revuelta policial en el regimiento Quito: Correa se condujo como una rueda suelta. Nunca creó un comité de crisis. Se fue directamente al lugar de la rebelión sin haber esperado siguiera que él, su ministro y jefe político directo de la Policía, hubiera tenido tiempo siquiera de llegar al lugar de la huelga policial…
Convalesciente de una operación en su rodilla, Correa se metió, en forma totalmente irresponsable, al regimiento. Lo hizo a pesar de que los cuerpos de su seguridad –el suyo y el de Jalkh– les pidieron que no lo hagan y los sacaron en andas apenas percibieron el peligro por los ánimos caldeados. No lo aceptó. Les ordenó regresar. Y se metió a la fuerza. Luego desafió a los sublevados. Se expuso en forma absolutamente irracional a que lo maltrataran. Su fin evidente no era morir sino erigirse en víctima y héroe. Y así fue celebrado en las afueras de Carondelet por sus seguidores a la medianoche, tras haber sido sacado por los militares.
En esa jornada hubo muertos y heridos que solo se explican por la decisión de Correa de convertir esa jornada en una epopeya, con él como protagonista histórico. Se dijo prisionero, cuando siguió despachando desde un cuarto del hospital de la policía. Se dijo aislado cuando ministros, funcionarios y militantes pudieron visitarlo. Se dijo secuestrado cuando la propia policía le propuso hacer un cordón de seguridad para abandonar ese lugar. Y finalmente, dispuso que lo sacaran los militares en la noche: no hacía falta ser especialista en seguridad para saber que aquello terminaría en una baño de sangre.
Correa fue un irresponsable durante aquel día, desde que amaneció con una sublevación policial, ilegal e inconstitucional, hasta que llegó a Carondelet. Y lo peor (al igual que los muertos) vino después. Persecución a personal del hospital (César Carrión en particular). Persecución a aquellos ciudadanos que para burlar el bloqueo informativo quisieron dar su punto de vista en los medios llamados públicos. Persecución a policías que con sus familias suman miles de personas. Persecución y cárcel.
El 30-S resume la desmesura de un hombre que mostró una insaciable sed de poder y puso el aparato del Estado al servicio de sus demonios. El 30-S sintetiza su delirio, el desquiciamiento que lo hizo creerse un prócer y la miseria humana que lo llegó a habitar. Es desgarrador constatar el ahínco que puso para perseguir y causar daño sin inmutarse.
Que todos los organismos del Estado hayan plegado a la farsa oficial, incluso aquellos destinados a defender los Derechos Humanos, da la medida del abismo político y ético al que Alianza País llevó al Ecuador.
El 30-S es, como quería Correa, una marca. En su caso de irresponsabilidad, vergüenza, manipulación y desolación. Ojalá el país la recuerde como uno de los días más aciagos de su historia. Ojalá se amnistie a sus víctimas y el país no olvide al dueño de ese guión macabro y a sus cómplices.
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