Y Fernando Alvarado se escabulló. Y la reacción del gobierno lo único que probó es que, frente al profesionalismo del correísmo, (lo fueron sobre todo para robar), el gobierno de Moreno es de un amateurismo sobrecogedor, anda sin brújula, su equipo político no está cohesionado y su estrategia sigue siendo reaccionar.
Basta revisar la rueda de prensa y las explicaciones dadas por los ministros de Estado para colegir, en forma global, que el gobierno no sabe lo que le ocurre. Y que cuando ocurren las cosas cita a los medios de comunicación para decir que ya van a investigar. El caso más paradigmático (y también enigmático) es el de Paúl Granda, ministro encargado de Justicia: dos de las veces que su responsabilidad ha sido cuestionada (en el caso Espín y ahora en la fuga de Fernando Alvarado), se presenta ante la opinión para decir que ya despidió a sus subalternos (viceministros y otros funcionarios), y él se sienta a comentar lo sucedido. Y a repetir esa serie de frases que disuenan en esas ocasiones por políticamente correctas que sean: que el gobierno no se arredra, que la lucha contra la corrupción es peligrosa, que van a ir hasta las últimas consecuencias…
El caso de Fernando Alvarado (el de Sofía Espín, Jorge Glas, María Fernanda Espinosa, Norma Vallejo… y antes Augusto Espinosa y tantos otros porque la lista es larga) puede resumirse en dos hechos: el gobierno no ha decidido si rompe o no en firme con el correísmo y, como es obvio, al no haber tomado esa decisión, no tiene una estrategia política para luchar, en todos los campos, contra esos grupos que construyeron verdaderos entramados mafiosos. Personas, ex compañeros suyos, que “no quieren dar la cara a la Justicia”, como dijo María Paula Romo, suscitando comentarios adversos en redes sociales. Porque eso se sabe.
El costo político para el gobierno es evidente. Los ministros no pueden ser sociólogos de su funciones. Ni pastores dedicados a pregonar valores y principios. Peor, funcionarios que botan de sus cargos a sus subordinados y ellos se excluyen de la responsabilidad política que les incumbe estar en lo más alto del “orgánico funcional”, como ama decir Paúl Granda. Su tarea es pre-ver lo que puede salir mal y articular esfuerzos para cuidar, gracias a sus resultados, la confianza de la ciudadanía; base primaria de su capital político.
¿Hay que creer al gobierno cuando dice que quiere combatir la corrupción del correísmo? Ese es su mayor dilema en este momento. Si esa fuera la decisión, el Presidente tendría que haber declarado ésta, como una emergencia política. Dos tareas hubiera emprendido: generar una estrategia interinstitucional digna de una catástrofe nacional y tener un equipo gubernamental decidido y coordinado. Ninguno de las dos tareas es visible y, por los resultados ofrecidos y la percepción generada, en vez de un equipo gubernamental cohesionado lo que hay es un gobierno descuadernado.
Es cierto que el respeto a la Constitución y al Estado de derecho impiden que el Ejecutivo meta sus narices en otros poderes. Pero no es menos cierto que ese argumento se ha convertido en una coartada para que no haya ninguna coordinación interinstitucional para procesar, con apego a las leyes y el debido proceso, la lucha contra la corrupción y las decisiones requeridas por ejemplo en la Asamblea Nacional. Eso explica el estado de casi-anomia institucional que está viviendo el país. El ejemplo de lo sucedido con Fernando Alvarado es elocuente: una jueza le pone un grillete electrónico en vez de dictar prisión preventiva, la fiscalía se desentiende, el ministerio de Justicia se lava las manos, los servicios de inteligencia no lo vigilan, la policía… ¿qué hizo la policía? Y todos se enteran de que Alvarado se escapó porque él hizo el favor, agradeciendo el buen trato, de informar por whatsapp que ya se quitó el brazalete electrónico.
La misma descoordinación, la misma chambonería, se produjo en el caso de Sofía Espín. Solo un detalle: una entusiasta de Correa, la señora que comparte todos los secretos de y con Jorge Glas, puede acercarse a una testigo protegida. La testigo principal en un caso fundamental para Rafael Correa. Eso, solo eso, es impresentable judicial y políticamente. Solo por eso Paúl Granda debió renunciar. Pero una falta de visión tan elocuente de su parte, la volvió motivo de análisis político y judicial. Como si él no hubiera sido el responsable político principal.
Ni decisión política clara de romper con el correísmo y propiciar que la fiscalía no entierre los casos y que los jueces hagan su trabajo, ni coordinación interinstitucional, creando una célula para que siga esta supuesta lucha contra la corrupción: el gobierno no tiene liderazgo operativo alguno. El otorgado por el Presidente a Eduardo Jurado, secretario General de la Presidencia, fue efímero. Y se volvió un búmeran: Jurado ahora está bajo sospecha y defendiéndose. Tratando de convencer a la opinión de que hay serias diferencias entre sus funciones y sus intereses. Y se suponía que era él quien tenía que dar coherencia a un gobierno desarticulado y sin norte.
Santiago Cuesta, consejero presidencial, es aplaudido, puertas adentro, por vociferar sobre esa burocracia que arrastra los pies. Pero es claro que no es una figura creíble que pueda unir un equipo ministerial. Hay demasiados recelos sobre la forma como usa el poder y las libertades que se otorga por su cercanía con el Presidente. Paúl Granda se ha vuelto experto en lavarse las manos y botar a sus subordinados…
Si este panorama no da para que el Presidente zanje las ambigüedades de su política contra la corrupción (que se han vuelto sospechosas y le restan autoridad y confianza), para generar una estrategia interinstitucional y provocar una crisis de gabinete… hay que seguir asistiendo a ruedas de prensa para que sus ministros expliquen lo que debieron haber evitado. Y asistir como notarios a la caotización del país que, como todo el mundo sabe, beneficia a muchos pescadores a río revuelto. En particular al señor del ático.
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