Ecuador, el reino de los cínicos
Cínica, María Fernanda Espinosa, presentándose ante el Papa, en actitud contrita y disfrazada de beata del siglo XIX, después de haber llamado “hermana” a la cómplice y esposa de Ortega, el asesino. Cínica, Doris Soliz, afirmando que persiguen a Fernando Alvarado por seis mil dólares, cuando sus empresas han tenido un movimiento de más de 150 millones. Gran cínico, Fernando Alvarado, ufanándose, como el estudiante que ha puesto una tachuela en el asiento del profesor, de haber burlado con su fuga a todos los ecuatorianos. Cínica, Norma Vallejo, que, frente a los registros bancarios de las exacciones a sus subalternos, responde con una andanada de citas bíblicas. Cínico mayor, Correa. Y cínica, Sofía Espín, la buena samaritana: la protectora de los presos: sus presas.
31 de octubre del 2018
POR: Fernando López Milán
Fernando López Milán. Docente de la Universidad Central del Ecuador. Ha trabajado en el área de derechos de la niñez y adolescencia y ha publicado varios libros de poesía.
Debido a los altos puestos públicos que ocuparon (y algunos aún ocupan), han contri-buido como nadie a generar el ambiente de descon-fianza e irrespeto en el cual todavía vivimos".
Todos podemos cambiar de ideas. Cuando la reflexión sobre las ideas que sosteníamos, o sobre nuestra experiencia en relación con ellas, nos muestra que estábamos equivocados, el cambio es una señal de crecimiento.
Pero, si se basa en el interés, el cambio de ideas es una de las tantas formas que asume el cinismo. Nos tornamos cínicos si negamos las ideas que antes sosteníamos, porque, al cambiar las circunstancias, se han vuelto contra nosotros.
Un cambio de este tipo es siempre superficial y constituye un engaño para los otros. El cínico defiende los principios que el momento le impone, aunque sean contrarios a los que anteriormente defendía. Esa es su estrategia de supervivencia. Su modo de enfrentar las circunstancias sin caer en conflictos ni exámenes de conciencia.
El cínico es un relativista extremo. Y todo relativista es flexible. Si hay vientos contrarios, él se inclina y, de este modo, no se quiebra ni sufre. Los principios, para él, son nada más que un tinte que se puede quitar con jabón y agua tibia. Y nada le cuesta desprenderse de las ideas que antes sostenía con pasión, para abrazar aquellas que rechazaba y perseguía. Su piel es gruesa e impermeable.
Si confiar es aceptar que lo que el otro nos comunica es cierto, y que podemos valernos de su información o su punto de vista para tomar una decisión, la prosperidad de los cínicos indica que la confianza social se ha roto. Para que el cínico impere, por tanto, es necesario que la sociedad haya perdido la voluntad de exigir y que la impunidad se imponga a la justicia. La pérdida de confianza social es significativamente mayor en los regímenes autoritarios y totalitarios que en las democracias consolidadas. Sin embargo, en el tránsito de un régimen autoritario o totalitario a una democracia, los cínicos sobreviven. E incluso medran, gracias a sus habilidades adaptativas. Los déspotas de ayer son los demócratas del presente. Y con este título se aferran al poder.
Puesto que, siendo poderosos o protegidos de ellos, digan lo que digan y hagan lo que hagan, no serán castigados, los cínicos se sienten inmunes y libres para actuar. El respeto a los demás ha dejado de ser un valor. Y rotos los límites que el respeto impone, los cínicos pueden decir hoy “sí” y mañana “no”, sin que les importe, al hacerlo, burlar a los otros. Respetar a otro es verlo como una entidad inviolable y actuar en consecuencia. Irrespetarlo, en cambio, es hacerle violencia. “Los demás son estúpidos”, piensan los cínicos, y, por eso, no se abstienen de romper constantemente las reglas de la lógica y el sentido común.
Desprovista de la apertura hacia los demás que brinda la confianza y del límite que establece el respeto, la convivencia social se vuelve difícil. Así, la vida en sociedad se parece cada vez más al estado de naturaleza, donde, según Hobbes, dominaban el miedo y la incertidumbre.
En el reino de los cínicos, lo imprevisible es la regla. Nada es seguro. Lo que ahora es válido, mañana ya no lo es. Y la gente se ve obligada a caminar con pies de plomo, mientras el cínico solo cambia de traje.
El cínico se niega a sí mismo y a su dios tres veces. De esta manera, puede ser otra persona y servir, gracias a su nueva personalidad, a otro amo. ¿Qué es, entonces, lo que le da unidad y sentido de identidad? La biología y sus deseos. Defenderá cualquier punto de vista que lo beneficie. La coherencia ideológica o vital no es, para él, una necesidad. Solo la continuidad de sus deseos.
Los cínicos pueden hacer uso de todas las ideas, porque, donde ha regido la arbitrariedad, las palabras se han devaluado y vaciado de sentido, hasta quedar convertidas en voz pura. En dichas circunstancias, no importa lo que se diga, sino el tono y el timbre. No el qué, sino el cómo. El imperio del cinismo es el imperio de las formas y la representación. El cínico, que cumplió a la perfección el papel de verdugo, puede, sin problema, interpretar el papel de víctima.
Cínica, María Fernanda Espinosa, presentándose ante el Papa, en actitud contrita y disfrazada de beata del siglo XIX, después de haber llamado “hermana” a la cómplice y esposa de Ortega, el asesino. Cínica, Doris Soliz, afirmando que persiguen a Fernando Alvarado por seis mil dólares, cuando sus empresas han tenido un movimiento de más de 150 millones. Gran cínico, Fernando Alvarado, ufanándose, como el estudiante que ha puesto una tachuela en el asiento del profesor, de haber burlado con su fuga a todos los ecuatorianos. Cínica, Norma Vallejo, que, frente a los registros bancarios de las exacciones a sus subalternos, responde con una andanada de citas bíblicas. Cínico mayor, Correa. Y cínica, Sofía Espín, la buena samaritana: la protectora de los presos: sus presas.
Ellos, debido a los altos puestos públicos que ocuparon (y algunos aún ocupan), han contribuido como nadie a generar el ambiente de desconfianza e irrespeto en el cual todavía vivimos. Una de las necesidades psicológicas mayores de un ser humano es el respeto de sus semejantes. Nadie que se sienta constantemente irrespetado puede tener una vida satisfactoria. El déficit crónico de respetabilidad lleva a las personas a buscar el reconocimiento de los otros, a través de recursos tales como el arribismo, el mimetismo, la violencia o el autoengaño. No es extraño, así, que, en Ecuador, donde el irrespeto a la ley y a las personas ha sido la norma de conducta de los gobernantes y los funcionarios públicos, la búsqueda de respetabilidad haya adoptado métodos tan perniciosos. Esta es la razón de que, como afirmaba el presidente Lenin Moreno (¿podemos confiar en él?), en cualquier lugar de la institucionalidad pública donde se ponga el dedo salte pus.
Pero, si se basa en el interés, el cambio de ideas es una de las tantas formas que asume el cinismo. Nos tornamos cínicos si negamos las ideas que antes sosteníamos, porque, al cambiar las circunstancias, se han vuelto contra nosotros.
Un cambio de este tipo es siempre superficial y constituye un engaño para los otros. El cínico defiende los principios que el momento le impone, aunque sean contrarios a los que anteriormente defendía. Esa es su estrategia de supervivencia. Su modo de enfrentar las circunstancias sin caer en conflictos ni exámenes de conciencia.
El cínico es un relativista extremo. Y todo relativista es flexible. Si hay vientos contrarios, él se inclina y, de este modo, no se quiebra ni sufre. Los principios, para él, son nada más que un tinte que se puede quitar con jabón y agua tibia. Y nada le cuesta desprenderse de las ideas que antes sostenía con pasión, para abrazar aquellas que rechazaba y perseguía. Su piel es gruesa e impermeable.
Si confiar es aceptar que lo que el otro nos comunica es cierto, y que podemos valernos de su información o su punto de vista para tomar una decisión, la prosperidad de los cínicos indica que la confianza social se ha roto. Para que el cínico impere, por tanto, es necesario que la sociedad haya perdido la voluntad de exigir y que la impunidad se imponga a la justicia. La pérdida de confianza social es significativamente mayor en los regímenes autoritarios y totalitarios que en las democracias consolidadas. Sin embargo, en el tránsito de un régimen autoritario o totalitario a una democracia, los cínicos sobreviven. E incluso medran, gracias a sus habilidades adaptativas. Los déspotas de ayer son los demócratas del presente. Y con este título se aferran al poder.
Puesto que, siendo poderosos o protegidos de ellos, digan lo que digan y hagan lo que hagan, no serán castigados, los cínicos se sienten inmunes y libres para actuar. El respeto a los demás ha dejado de ser un valor. Y rotos los límites que el respeto impone, los cínicos pueden decir hoy “sí” y mañana “no”, sin que les importe, al hacerlo, burlar a los otros. Respetar a otro es verlo como una entidad inviolable y actuar en consecuencia. Irrespetarlo, en cambio, es hacerle violencia. “Los demás son estúpidos”, piensan los cínicos, y, por eso, no se abstienen de romper constantemente las reglas de la lógica y el sentido común.
Desprovista de la apertura hacia los demás que brinda la confianza y del límite que establece el respeto, la convivencia social se vuelve difícil. Así, la vida en sociedad se parece cada vez más al estado de naturaleza, donde, según Hobbes, dominaban el miedo y la incertidumbre.
En el reino de los cínicos, lo imprevisible es la regla. Nada es seguro. Lo que ahora es válido, mañana ya no lo es. Y la gente se ve obligada a caminar con pies de plomo, mientras el cínico solo cambia de traje.
El cínico se niega a sí mismo y a su dios tres veces. De esta manera, puede ser otra persona y servir, gracias a su nueva personalidad, a otro amo. ¿Qué es, entonces, lo que le da unidad y sentido de identidad? La biología y sus deseos. Defenderá cualquier punto de vista que lo beneficie. La coherencia ideológica o vital no es, para él, una necesidad. Solo la continuidad de sus deseos.
Los cínicos pueden hacer uso de todas las ideas, porque, donde ha regido la arbitrariedad, las palabras se han devaluado y vaciado de sentido, hasta quedar convertidas en voz pura. En dichas circunstancias, no importa lo que se diga, sino el tono y el timbre. No el qué, sino el cómo. El imperio del cinismo es el imperio de las formas y la representación. El cínico, que cumplió a la perfección el papel de verdugo, puede, sin problema, interpretar el papel de víctima.
Cínica, María Fernanda Espinosa, presentándose ante el Papa, en actitud contrita y disfrazada de beata del siglo XIX, después de haber llamado “hermana” a la cómplice y esposa de Ortega, el asesino. Cínica, Doris Soliz, afirmando que persiguen a Fernando Alvarado por seis mil dólares, cuando sus empresas han tenido un movimiento de más de 150 millones. Gran cínico, Fernando Alvarado, ufanándose, como el estudiante que ha puesto una tachuela en el asiento del profesor, de haber burlado con su fuga a todos los ecuatorianos. Cínica, Norma Vallejo, que, frente a los registros bancarios de las exacciones a sus subalternos, responde con una andanada de citas bíblicas. Cínico mayor, Correa. Y cínica, Sofía Espín, la buena samaritana: la protectora de los presos: sus presas.
Ellos, debido a los altos puestos públicos que ocuparon (y algunos aún ocupan), han contribuido como nadie a generar el ambiente de desconfianza e irrespeto en el cual todavía vivimos. Una de las necesidades psicológicas mayores de un ser humano es el respeto de sus semejantes. Nadie que se sienta constantemente irrespetado puede tener una vida satisfactoria. El déficit crónico de respetabilidad lleva a las personas a buscar el reconocimiento de los otros, a través de recursos tales como el arribismo, el mimetismo, la violencia o el autoengaño. No es extraño, así, que, en Ecuador, donde el irrespeto a la ley y a las personas ha sido la norma de conducta de los gobernantes y los funcionarios públicos, la búsqueda de respetabilidad haya adoptado métodos tan perniciosos. Esta es la razón de que, como afirmaba el presidente Lenin Moreno (¿podemos confiar en él?), en cualquier lugar de la institucionalidad pública donde se ponga el dedo salte pus.
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