Cuando los ecuatorianos estuvimos gobernados por aquellos de manos limpias y corazones ardientes, el Estado de propaganda dentro del cual vivimos funcionaba como una matriz: para saber cómo íbamos en economía, salud, derechos, libertades y ciudadanía, bastaba con encender, leer y sintonizar los medios públicos. Ellos nos decían que estaba todo fantástico.
Lo que nadie sabía es que quienes lo estaban pasando fantástico eran ellos que administraban todos los medios públicos, haciendo realidad el sueño de todo gobierno autoritario que es tener prensa propia para contar sus verdades, castigar a sus enemigos y premiar a sus amigos y ser caja de resonancia de las políticas de un Estado de propaganda.
Lo cierto es que la administración de los medios de comunicación del Estado resultó ser un negocio redondo que catapultó económicamente a quienes los dirigían y que sacó de pobreza a muchos comunicadores que prestaron sus voces y sus conocimientos para narrar bajezas en off y perseguir compatriotas; muchos de los cuales fueron sus propios colegas.
Ardientes se volvieron los bolsillos de aquellos que se olvidaron de que los medios de comunicación que manejaban eran bienes incautados y que su obligación era venderlos, para que, con el producto de esa venta, pudiera mitigarse en algo el dolor y la necesidad de los ciudadanos que se vieron perjudicados durante el feriado bancario. Pero no. Lo que hicieron fue postergar esa obligación moral con los afectados y suplantarla con la construcción de una infraestructura poderosa, de alta sofisticación, que fue utilizada para fabricar verdades y manipular la información y que terminó siendo clave en el posicionamiento del bullying político que vivimos: esa forma violenta de hacer política que fue institucionalizada como política de Estado.
Esta estrategia exitosa de marketing político fue liderada y ejecutada por un personaje temido por los funcionarios públicos y conocido por su habilidad y creatividad al momento de producir piezas comunicacionales que lograron vender a la ciudanía ficciones sobre el país. Esas piezas, combinadas con un intenso clientelismo, nos planteó un sueño que ahora que empezamos a despertar se está convirtiendo en pesadilla.
Ese mismo personaje llevó a la bancarrota a los medios públicos, que ahora –quebrados como están– han pasado a formar parte del pasivo del Estado. El mismo ex funcionario fue imputado con delitos como peculado y lavado de activos, fue llevado ante la justicia, y en lugar de ser detenido –ante el cuestionamiento y el asombro de todos– fue enviado a la casa con un dispositivo electrónico de localización cuya eficacia fue ponderada por el organismo judicial.
Cuando los ciudadanos creíamos que por fin se iba a hacer justicia, y que finalmente podríamos conocer los detalles de los malos manejos, para luego ver cómo se sancionaba el cometimiento de los delitos imputados, sucedió lo inimaginable: mientras todos seguimos apostando por un nuevo momento en el cual la lucha contra la corrupción sea una realidad y la impunidad se acabe de una vez por todas, resulta que un reo, que debe tantas explicaciones al país, se va, se despide por escrito y hace un despliegue de desprecio a todos los ecuatorianos, no solo al sistema de Justicia, porque pone de manifiesto burdamente que siempre se vio a sí mismo más allá de la legalidad y el Estado de Derecho.
Es perturbador pensar que si fue capaz de burlar la justicia de ese modo, ¿qué cosas más truculentas habrá hecho en su gestión? Lo triste es saber que el ahora prófugo tuvo en sus manos, durante diez años, el manejo de los bienes del Estado, hizo negocio con ellos y nos gobernó. No podemos olvidar que fue uno de los creadores de la ley de comunicación y el mentalizador intelectual de la persecución a ciudadanos y líderes de opinión a quienes atormentó durante años.
A nosotros los ciudadanos nos queda guardar también este hecho vergonzoso en nuestra memoria. Otro nombre más a la lista para recordar, con la premisa, de que tenemos que seguir trabajando en contra de la impunidad, porque zapatos como estos no queremos nunca más.
Ruth Hidalgo es directora de Participación Ciudadana y decana de la Escuela de Ciencias Internacionales de la UDLA.
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