Publicado en la Revista El Observador (edición 101, Octubre del 2017) |
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Encuentros y Aniversarios
Año 1978, América Latina sufría los tres fantasmas con D, dictaduras, desapariciones, desencanto. Pinochet festejaba el primer lustro de su festín de sangre y felonía. Los militares argentinos compraban el mundial de fútbol pues el pueblo necesitaba circo. Los sandinistas intensificaban su lucha contra Somoza en la trágica y admirada Nicaragua. Dadivoso, perdonavidas, míster Carter, les prometía a los panameños que en el año 2000 podían ser dueños del canal. La dictablanda de los triunviros ecuatorianos, agotada la bonanza petrolera, iniciaba, con el Plan Levoyer, el retorno a los cuarteles, en el camino quedaba el cuerpo de Abdón Calderón Muñoz. Dos obras estaban en las librerías, en los debates, en los comentarios, “Entre la Ira y la Esperanza” de Agustín Cueva Dávila y “Las venas abiertas de América Latina”, de Eduardo Galeano nos dolían, nos enorgullecían y planteaban la necesidad de hurgar más profundo en nuestra historia, en nuestra incertidumbre, para vigorizar la certeza, la rebelión, el optimismo. En Cuenca de los Andes, marginal, incomunicada, el arte llegaba tarde y llegaba mal. Nuestros autores, que los teníamos y de calidad, en otros lares eran ignorados y, el acceso a textos de escritores de las demás ciudades, resultaba complejo. Algo había que hacer para romper estos compartimentos estancos en los que cada ciudad se había estacionado. A un soñador incorregible, con dinamia, con perseverancia, con alegría, Alfonso Carrasco, en extraña comunión con la mesura y la circunspección de Juan Valdano y el empuje sanchopancista de Edmundo Maldonado, se le ocurrió la idea de reunir cada año a los escritores y críticos ecuatorianos para discutir sobre la historia, la actualidad y las perspectivas futuras del arte literario en el Ecuador. Así nació el 6 de noviembre de 1978, el Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana. El Encuentro desbordó todas las expectativas, la ciudad en la que las exposiciones pictóricas y las presentaciones de libros, que, en esa época todavía se llamaban lanzamientos, se realizaban con la asistencia tan solo del el autor, el crítico y cuatro parientes compasivos, súbitamente, resolvió bañarse de arte y poesía. Solemnes, acicalados, enternecidos, encorbatados, asistíamos a festivales de arte, muestras de cine latinoamericano, ferias de libros, recitales, lecturas de textos inéditos, uno de ellos “Angelote amor mío” de Javier Vásconez, produjo escándalos y controversias en una ciudad todavía gazmoña y puritana, y, aunque parezca increíble, en todos los eventos había público y el Carlos Cueva se llenaba día a día. Y, hubo cosas risibles y hubo cosas patéticas, pero jamás hubo un instante de sopor y aburrimiento. Algunos escritores se mostraban como unos seres indefensos y tímidos totales y no superaban el miedo escénico, otros hacían alarde de dudosa erudición y una verborrea digna de otro escenario, surgió la palabrita ponencia y, en consecuencia, ponente, aunque algunos, prefirieron hacer deposiciones y otros, con complejo de gallinas, se quedaron en el simple cacareo. Cada sesión, sin metáforas, se realizaba tras una espesa cortina de humo, que dejaba pulmones en la miseria, no había prohibiciones, ni cortapisas y algunos, para mostrarse con más pinta intelectual, exhibían unas inmensas pipas o cigarros supuestamente obsequiados por el presidente Castro. Los estudios de Rufinelli y la edición homenaje de la Casa de las Américas descubren al adelantado, al íslico y extraño Pablo Palacio y algunos asistentes lo proclaman maestro y reclaman el derecho de que se los considere como sus epígonos. Un sesudo expositor centró sus estudios en una novela que él creía titulada “El país del noaymás” y solamente al final se enteró que se trataba de “Las tierras del nuaymás”; don Ángel Felicísimo Rojas sorprendió, en forma poco grata, al negarse a firmar un apoyo solidario para la rebelión sandinista; el reputado crítico Hernán Rodríguez Castelo dilapidó 19 minutos ridiculizando y recriminando a los ignorantes provincianos que tan solo le habíamos concedido 20 minutos para leer su sapiente estudio; hubo títulos impronunciables e inexpugnables: “La Semiótica y la desterritorialización en la iconografía de la nueva narrativa ecuatoriana”, “Transtextualidad, Intratextualidad y especificidad en los textos neobarrocos” y los críticos nos dejaban turulatos al hablarnos de las transpiraciones metafísicas, o las metáforas nómadas con la que los seres retornan a sus raíces primigenias o la textura aterciopelada que se intuye tras la incesante labor de artesanía poética. En fin, presididos por las figuras mayores, Pedro Jorge Vera, Efraín Jara Idrovo, Simón Espinosa y el excepcional poeta cubano Roberto Fernández Retamar, vivimos días de debates serios y profundos, de controversias burdas, de balbuceos, de marchas y contramarchas, equívocos para la risa, improntus para la carcajada, lecturas sesudas y gratificantes para el aplauso, lecturas vacías para el olvido y nos visitaron escritores de toda edad, laya, pelambre y condición. El balance final, pese a todo, resultó altamente positivo. La revista “Cultura” publicó todas las ponencias, a despecho de que algunas eran de una pobreza extrema ya sea a nivel conceptual o la extraña sintaxis con la que se redactaban, pero también se incluían textos definitivos para el conocimiento de nuestra literatura, : el estudio de la lírica de Hernán Rodríguez, los ensayos de Juan Valdano y Carlos Pérez A. sobre el cuento, las síntesis de la evolución de la novela de Diego Araujo y Antonio Sacoto, del teatro de Jorge Dávila , las calas y las búsquedas en la excelsa poesía de César Dávila en los trabajos de Jaime Montesinos y María Rosa Crespo y, sobre todo, el espléndido y contundente estudio de la crítica y el ensayo que hizo Alfonso Carrasco, se convirtieron en referentes indispensables para el conocimiento y valoración de la literatura ecuatoriana del siglo XX. Para los organizadores quedaba la satisfacción del deber cumplido más allá de los vacíos y los parpadeos y la morlaquía no disimulaba su orgullo al constatar que la mayoría de los estudios de más alto nivel y destinados a perdurar, pertenecía a cuencanos. En fin, pese a que el año 1978 fue un año luctuoso para la cultura nacional - ese año fallecieron Jorge Icaza, el más conocido de nuestros novelistas, el inmenso poeta Jorge Carrera Andrade y, la cultura popular, el 9 de febrero había llorado la partida de su héroe, su fantasma, su mito, Julio Jaramillo Laurido – quedará en la historia por ser el año inaugural del Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana que, en el próximo noviembre, se realizará por décima tercera ocasión. Luego. Eso fue hace casi 40 años y, nosotros, desde entonces ya no somos los mismos, Edmundo y Alfonso, dos de sus creadores ya no están, así como la danza fatal de las horas se ha llevado a figuras cimeras de nuestra literatura como Ángel F. Rojas, Agustín Cueva Dávila, Pedro Jorge Vera, Hernán Rodríguez Castelo y mucha agua ha corrido bajo y sobre los puentes. A partir de 1978, la organización estuvo bajo la responsabilidad exclusiva de la Junta Docente de la Carrera de Lengua y literatura Española. Y, claro, hubo muchos problemas, sobre todo los vinculados al “cochino dólar”, es decir, el aporte económico indispensable que obligaba a que cada 3 años se haga un peregrinar en busca de auspiciantes con resultados casi siempre negativos. “ La literatura no es, ni jamás será, un negocio” dijo con insólita franqueza un banquero y así, a los tumbos, casi puertas adentro, con austeridad que obligaba a limitar el número de invitados, se fueron desarrollando algunos encuentros, hasta que, cuando el Congreso Nacional estuvo presidido por el Dr. José Cordero Acosta, se asignó una partida anual especial . Y, entonces, el Encuentro creció y tuvo sus años de esplendor. Sin derroches, con eficacia, se ampliaron las perspectivas: se iniciaron los concursos César Dávila A. para la poesía y Efraín Jara Idrovo para el relato joven con premios muy significativos; se editaron muchos libros y el Encuentro fue ventana para que asoman nuevos nombres; los autores visitaron colegios y dialogaron con los jóvenes; se realizaban simultáneamente actos diversos – recitales, debates, presentación de libros – y, en todos había un público muy atento y participativo; se superó al menos en parte, el lenguaje críptico y el elitismo como si la literatura fuera un claustro sagrado al que acceden solo seres privilegiados; se concedieron espacios para los autores jóvenes y para autores marginales; la edición de las Memorias pasó a ser responsabilidad del propio ente organizador; nos visitaron grandes figuras de la literatura latinoamericana - Mario Monteforte Toledo, Adolfo Sánchez Vázquez, Antonio Cisneros, Alfredo Bryce Echenique, Sergio Ramírez, Jorge Franco, entre los más connotados - y no solamente en plan de paseo o como figuras decorativas sino para participar en los debates, para dictar conferencias, para dar entrevistas, en suma , para enseñar y trascender. En el trascurso de esos años, a su retorno al país, vino Jorge Enrique Adoum y, el autor de Entre Marx y una mujer desnuda”, se convirtió, hasta su muerte, en el gran protagonista, pues no faltó a ninguno y criticaba, evaluaba, motivaba, sugería, orientaba, y fue, valga el lugar común, el nervio vital de los encuentros de esos años. También ha tenido peso, presencia y singular trascendencia, la participación, desfachatada, irreverente, desmitificadora de Huilo Ruales y otros autores, que han llegado para superar actitudes conservadoras, protocolos académicos acartonados y dar nuevas y enriquecedoras miradas al devenir de la literatura. Al comenzar la revolución ciudadana – “no faltaba más “ - la asignación oficial, que ni siquiera equivalía al sueldo anual de un profesor de Yachay, fue eliminada, aunque Raúl Vallejo, desde el Ministerio de Educación mantuvo un aporte mínimo. Otra vez el peregrinar y otra vez las puertas cerradas, pero se ha salido y ya viene el XIII Encuentro, en el cual, por primera vez, no estará ninguno de los fundadores. Los grandes maestros, Silvino González y Efraín jara Idrovo, viven su ancianidad con envidiable dignidad y están recluidos en sus cuarteles de invierno. Alfonso Carrasco y Alejandro Mendoza Orellana no están más, pero perduran en nuestro recuerdo y en las siembras que dejaron. Juan Valdano , Carlos Pérez Agusti, Jorge Villavicencio Verdugo, las dos Marías, Rosa Crespo y Eugenia Moscoso, literalmente gozan, de la jubilación y el ocio creador. Solamente está María Augusta Vintimilla, una de las voces más altas de la crítica literaria contemporánea que, si mal no recordamos, en 1978, era alumna. La posta está, por lo tanto, en manos de los jóvenes y hay que confiar en ellos. Los Aniversarios. El XII Encuentro de Literatura “Alfonso Carrasco”, coincide con la conmemoración del 65 aniversario de la refundación de la Facultad de Filosofía y, en un contexto más amplio e importante, con el sesquicentenario de la Universidad de Cuenca. Y, esto tiene sus bemoles. Si la conmemoración es tan solo intercambio fácil de elogios y se inserta solamente en una tradición de sesiones solemnes, desfiles, homenajes, preseas y reconocimientos y se soslayan vacíos y deficiencias, se cae con facilidad en la esterilidad de la autosuficiencia y el auto engaño. Si, en cambio sirve para inventariar el pasado y ejercer una rigurosa autocrítica del presente se justifica plenamente. Y, sin que creamos que todo tiempo pasado fue mejor, hay que aceptar que las opacidades de la época actual no guardan coherencia con las luces del pasado. Es que, si existe distanciamiento entre las autoridades que caminan por rumbos diferentes, se temen y se desprecian mutuamente, si hay un intercambio de misivas con textos muy poco académicos y reclamos de tienda de barrio, si hay una actitud de escasa democracia y manejo nada técnico de los presupuestos, el panorama es poco claro y más bien tiende a lo oscuro. Ojalá, nos equivoquemos y podamos asistir a una conmemoración plena de armonía y regocijo en la que prime solamente la conciencia clara de pertenecer a una institución – el Alma Mater cuencana – que todos quieren ver cada vez más solida, unida y solidaria. El Encuentro de Literatura puede y debe servir positivamente para que evaluemos con orgullosa humildad el pasado, pero, sobre todo, podamos mirar el futuro con optimismo. Y, esperanza. |
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