Por Francisco Febres Cordero
Pajarerías
Pajarerías
¡De lo que me habría librado!
La confesión constituyó para mí una verdadera tortura. Eso que se llamaba examen de conciencia me producía el mismo pavor que uno de matemáticas, porque en ambos siempre había sudor, llanto, crujir de dientes y condenación eterna.
Todo comenzó con mi primera comunión, un suceso de la mayor relevancia para un niño católico, apostólico y quiteño que, además, iba para santo. No sólo debía estar en ayunas no sé cuántas horas antes de recibir la hostia, sino que también debía privarme de algo muy parecido a los chocolates, que se llamaba malos pensamientos y que, a esa edad, no tenían ninguna relación con las dulzuras del sexo sino con la amarga venganza que ejercitaría contra el López que, fungiendo de arquero, me tapó un penal.
El acto de recibir la hostia estaba signado por acciones que, rebasando las espirituales, llegaban a las físicas: no dejar que la sagrada forma rozara los dientes, por ejemplo. Para lograr tal milagro, me entrenaba cotidianamente con lo que podía: pedazos de pan, trozos de queso y hasta cucharadas de manjar blanco.
En el colmo del misticismo, llegué a tragar sin masticar rodajas de papa, lonjas de carne y ciruelas pasas con pepa y todo. Los efectos místicos, sin embargo, se reflejaron después en mi estómago hasta el punto de que he llegado a creer que una de las muchas úlceras de las que padezco tienen su origen en mi remoto cristianismo.
Cuando el día llegó, me sentía capaz de tragarme hasta una zanahoria entera sin que la hortaliza raspara dientes, lengua, garganta ni esófago. Lo que nunca calculé fue que el pulso del cardenal Carlos María de la Torre (que acababa, creo, de festejar sus 253 años de feliz existencia) estuviera deteriorado hasta el extremo de que, al darme la hostia, ésta torció su rumbo y me obligó a toser; en un acto reflejo, me llevé la mano a los labios y el cuerpo de Cristo fue a estrellarse salvajemente contra mis dedos, en el acto más sacrílego que ser humano alguno hubiera cometido en los mil novecientos cincuenta y seis años de cristianismo que el mundo llevaba hasta entonces.
Ahí comenzó mi drama: ¿Cómo confesar ese sacrilegio? Y luego, ¿cómo afrontar el edicto de excomunión mayor extraordinaria que caería no sólo sobre mi cabeza sino sobre el honor de mi familia?
Averigüé que el único sacerdote que era capaz de absolver un pecado de esa índole era el Papa y entonces comencé a urgir a mis padres para que me enviaran a Roma, aunque jamás les convenció mi teoría de que yo era el único que podía decirle a Pío XII que para curarse del hipo —que al final acabó con él— debía tomar parado de cabeza un vaso que tuviera, además de agua, una cuchara en el interior.
Como mi fe movía montañas, seguí comulgando aunque en la confesión previa evitaba contar al cura mi sacrilegio que, a esas alturas, ya se conjugaba en plural.
De ser un candidato a los altares pasé a considerarme reo del infierno, hasta el día en que —por obra y gracia del Espíritu Santo— el cura con quien me estaba confesando tosió; mientras él se agachaba para recoger su dentadura postiza, tuve el tiempo justo para soltar ese pecado que me carcomía las entrañas. Cuando el clérigo regresó a su puesto distraído y avergonzado, me dijo que rezara tres avemarías.
Por eso, ahora que me he enterado de que los pecados constan en un programa de computación y que uno puede pedir directamente perdón a Dios mediante un procesador personal, pienso que si hubiera nacido en esta época todavía tendría la esperanza de ser santo, por lo menos si el sistema no se colgaba justo en el momento de apretar la tecla correspondiente a los sacrilegios.
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