A un año de la firma de la paz en el Teatro Colón
El Acuerdo de Paz: del papel a la dura realidad
Hace un año, por estas calendas, en el Teatro Colón de Bogotá se firmó el Acuerdo Final de Paz entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las Farc. Ya se había dado una ceremonia inicial que tuvo lugar en Cartagena, el 26 de septiembre, pero para sorpresa incluso de los ganadores, el No a lo pactado en La Habana se impuso en el plebiscito refrendatario del 2 de octubre y pospuso la fiesta. Finalmente, después de un diálogo de sordos en el que el Gobierno concluyó que todo estaba zanjado y el uribismo que ninguna de sus propuestas fue incorporada al nuevo Acuerdo, se selló el pacto y empezó el duro tránsito de su implementación. Se salió así del reservado diálogo político en Cuba para llegar a Colombia y sus apremios. Del papel a la realidad.
La prioridad del Estado era concretar cuanto antes uno de sus anhelos históricos: la dejación de armas y desmovilización de la guerrilla. Para eso se puso en marcha la logística de concentración de la insurgencia en las zonas veredales, con el acompañamiento de las Naciones Unidas, y aunque hubo retrasos e incumplimientos por parte del Ejecutivo, este proceso se concretó hace cinco meses. De forma paralela, el Congreso refrendó el nuevo acuerdo y aprobó, antes de que acabará 2016, una ley de amnistía que, aunque con reclamos, ha sacado de las cárceles a más de 3.000 guerrilleros por delitos asociados a rebelión. El siguiente paso era llevar al terreno de lo real las 310 páginas acordadas, pero el choque con la institucionalidad ha sido complejo.
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En torno a los compromisos del Acuerdo Rural, se han expedido decretos y se han creado entidades, pero aún faltan muchas disposiciones, especialmente dos: el catastro rural multipropósito y la ley de tierras, que deben orientar el avance de una reforma rural integral. Con un ingrediente adicional: en cuatro meses, es decir, en marzo de 2018, habrá elecciones parlamentarias y, a partir del 20 de julio, el Legislativo no será el mismo. Y para completar, el sistema especial legislativo o fast track, que acorta el paso de las iniciativas que reglamenten la paz, está a diez días de expirar. Este Acuerdo Rural, que forma parte de los planes de mediano y largo plazo, que guarda estrecha relación con el tema de drogas y que es el más costoso de la implementación, curiosamente, según los informes de seguimiento, es el punto más atrasado.
Pie de foto: El senador del Centro Democrático, Orlando Castañeda, dispone los carteles de su partido contra la Jurisdicción Especial de Paz. / Cristian Garavito - El Espectador
Respecto al acuerdo para la solución del dilema de las drogas ilícitas, salta a la vista la insolubilidad de esta crisis. La erradicación forzada de coca ha producido un complejo choque con la política de sustitución voluntaria, sembrando conflictos a diario. Estados Unidos afirma que hay un crecimiento inusitado de las plantaciones ilícitas y las estima en casi 160 mil hectáreas. El Gobierno se defiende trazándose la meta de desactivar 100 mil hectáreas para finales de año —50 mil vía erradicación y 50 mil por sustitución voluntaria—. De la primera, dice estar cerca de las 45 mil ya erradicadas, pero de la segunda, ya el ministro del Posconflicto, Rafael Pardo, anunció que la meta sólo se alcanzará hasta mayo. Mientras tanto, se avanza en la firma de compromisos con campesinos y se asegura haber cocertado con cerca de 30 mil, que involucran poco más de 22 mil hectáreas. Al tiempo, las bandas criminales copan espacios dejados por las Farc y la cocaína sigue saliendo por las rutas de siempre.
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Los acuerdos agrario y de drogas están ligados, porque su materialización está dirigida a los rincones de la Colombia profunda, donde echó raíces el conflicto. Son la punta de lanza de la llamada paz territorial. Y esta conquista del Estado en las regiones donde se anidó la guerra, implica la llegada de la oferta institucional. La adjudicación de tierras a campesinos, la sustitución de sus cultivos, la Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDTE), las Circunscripciones Especiales de Paz, los planes de construcción de infraestructura comunitaria, los programas de salud o de vivienda rural, en fin, todas las disposiciones que fueron pactadas no para beneficiar a los desmovilizados de las Farc sino a la población víctima de los armados y el abandono.
En este campo se acordó la priorización de 170 municipios, y los programas avanzan en voz baja, pero con la convicción de que son la principal garantía de no repetición.
En lo que se ha concentrado el debate público de las últimas semanas son dos vértices de la mesa que deben quedar en justo equilibrio para no desbarrancar el Acuerdo de Paz: el de participación en política, para que se haga efectiva la promesa de cambiar las armas por los votos, y el sistema de Justicia Especial de Paz (JEP). Ya pasaron los tiempos cuando todo se solucionaba con la fórmula del indulto contra la entrega de armas. A las Farc les tocó someterse a la Constitución y las dinámicas de la democracia: los vaivenes de la política. Y la muestra fueron las decisiones de esta semana de la Corte Constitucional y el Congreso, en que se modificaron algunos de los principios del sistema de justicia transicional, y antes que apagar el debate, lo encendieron.
Aun así, las Farc se llaman ahora Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, tienen personería jurídica otorgada por el Consejo Nacional Electoral (CNE), se conocen los nombres de quienes van a ocupar las curules fijas en el Congreso a partir de 2018 —que les otorgó el Acuerdo—, pero pesan más las incertidumbres que las certezas. Una reforma política levanta vuelo en el Capitolio, pero se advierte entre los legisladores más su afán por sacarle provecho a la iniciativa, autorizar el transfuguismo partidista de cara a las próximas elecciones, y cerrarles el paso a las minorías, que el verdadero revolcón del sistema político y electoral que se concibió en la paz de La Habana.
Aunque el salto de las Farc a la política, desde la oposición y sus propias filas, ya deja evidencias del calibre del debate que se avecina, por estos días su desenlace está ligado al que estaba advertido iba a ser el escenario crucial para saber si cuaja o no la paz en Colombia: la JEP. Por compromisos derivados del Derecho Penal Internacional (DIH), formalizados en tratados, los crímenes de guerra y de lesa humanidad no pueden ser amnistiados y se requiere implementar un modelo de justicia transicional que, en términos de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición, preserve los derechos de las víctimas.
Pero desde su nacimiento, la JEP ya carga el peso de la disputa ideológica y social que rigió en la confrontación armada colombiana. Eso explica por qué, desde que se anunciaron sus integrantes y los de la Comisión de la Verdad, que deberán aportar los insumos básicos de contexto, la pelea está al rojo vivo. Con otros elementos a bordo. En parte, por el estigma del plebiscito que ganó el No y porque así fue pactado: que la ruta pasa por la Corte Constitucional y el Congreso. En estos últimos recintos, desde que se inició la discusión, ha sido Troya. Estaba cantado que saldrían a relucir las deudas por cobrar del Estado y la insurgencia.
El primer obstáculo estaba planteado sobre una encrucijada que ya resolvió la Corte Constitucional. Los excombatientes pueden hacer política mientras rinden cuentas ante la JEP. Resuelto el asunto, ya se advierten los hierros candentes. El alto tribunal concluyó que los civiles y agentes de Estado que no son de la Fuerza Pública, que debían comparecer ante la justicia transicional, ahora sólo lo harán voluntariamente. Esa premisa deja tranquilos a muchos actores del poder instituido que ven con alarma que puedan ser llevados al organismo, pero genera insatisfacción entre quienes están convencidos que hubo empresarios o funcionarios que atizaron el fuego, financiaron acciones o se lucraron del despojo.
El otro frente que evidencia cómo la guerra no fue sólo militar, sino también política y jurídica —y en los mismos frentes no se resuelve del todo— es la súbita inclusión de inhabilidades para los escogidos de la JEP, con el propósito de impedir que quienes hayan llevado casos relacionados con el conflicto o defendido derechos humanos, no puedan integrarla. En otras palabras, una especie de presunción de sesgo ideológico para vetar nombres, imponiéndoles de paso un estigma. En el fondo, es la lucha por la verdad y la justicia, que siempre quedaban sacrificadas en los procesos de paz, pero ahora son obligatorias en favor de las víctimas. La batalla ya está casada y se librará en los próximos días en los ámbitos más altos de la política.
Una controversia que necesariamente pasa por la coyuntura electoral de 2018, que ya divide a Colombia y a la soledad del poder que empieza a vivir el gobierno Santos, a nueve meses de su final. La Unidad Nacional, que unió sus votos a los de otros sectores afectos al proceso de paz para sacarlo adelante, hoy ya no tiene los mismos dientes. Y pasa porque Cambio Radical demarcó territorio, mientras su jefe natural, Germán Vargas Lleras, optó por inscribir su candidatura por firmas. Mientras la colectividad lidera el palo sobre la rueda a la JEP, el candidato deja advertir que Cambio Radical obra conforme a su derrotero.
Hace un año Vargas Lleras era vicepresidente, pero se mantuvo distante de la negociación de paz, atrincherado en su condición de coordinador de las acciones de infraestructura y vivienda del Gobierno. Ahora es candidato, pero lidera el bloque político que quiere una JEP distinta a como se pactó en La Habana. Una tarea en la que cuenta con un aliado de ocasión, más por su propia naturaleza opositora del Gobierno que por unidad de intereses: el Centro Democrático, que lidera el expresidente Álvaro Uribe. La tercería la hace el Partido Conservador, en espera de un buen postor para vender caros sus apoyos.
Las próximas dos semanas son determinantes. La reglamentación de la JEP deberá concluir su debate en el Congreso, donde cada día se posicionan más los intereses electorales. Aunque el gobierno Santos ya vio tan complejo el panorama que manifestó su confianza en que la Corte Constitucional después termine salvando los platos. En el fondo sabe que lo prioritario es aprobarla antes de que caiga el telón del fast track y, como en la lógica de los arrieros, después se pueden aliviar las cargas en el camino. Al margen de todos los enredos, a la vuelta de la esquina se asoma 2018 y su alud político, con procesos electorales en los que se juega el ajedrez de la paz, con muchos alfiles en espera de resolverse.
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