¡Blasfemia líbranos del concejal Ponce y la corrección política!
Una de las cosas que más preocupa al concejal Marco Ponce sobre la exhibición del mural “Milagroso altar blasfemo” en el Centro Cultural Metropolitano es que esa es una obra que, según él, pone en “riesgo el vivir en un ambiente de paz y armonía”, porque atenta contra las creencias religiosas de un pueblo.
Ponce pide, además, la cabeza de la funcionaria que autorizó el emplazamiento del mural, no porque haya problemas técnicos ni de permisos patrimoniales sino porque lo califica como un “insulto a la religión católica de nuestra ciudad” y porque “puede poner en riesgo la imagen del Municipio de Quito”.
Para hacer esta afirmación, Ponce parte del supuesto de que para mantener la paz y armonía de un pueblo no se puede ni se debe atentar contra sus creencias religiosas. En pocas palabras, Ponce pretende que nadie diga algo que pueda herir la sensibilidad de la mayoría, en este caso la sensibilidad religiosa.
Si se hubiere impedido a lo largo de la historia cualquier expresión humana que atente las creencias de la mayoría, como Ponce pretende, la humanidad entera estaría viviendo aún en las tinieblas del absolutismo religioso, como aún ocurre en ciertos regímenes teocráticos. Fue precisamente la capacidad humana de desafiar los dogmas de la fe lo que produjo ese prodigio que es la modernidad occidental. Y ese desafío solo fue posible gracias al derecho al ejercicio de la blasfemia que es, exactamente, lo que personas como Ponce están tratando de limitar.
Lo curioso en la polémica disparada por Ponce es que la mayoría de las personas que intervinieron en ella se centraron en si es lícito o no resentir la fe que profesa la mayoría de los ecuatorianos o en si los dibujos del mural eran o no auténticas obras de arte que ameritan ser expuestas como tales. Dos visiones que, cada cual a su manera, representan posiciones igualmente totalitarias. En el primer grupo están, incluida la Conferencia Episcopal, quienes creen que quienes piensan distinto a la mayoría deben reprimir sus pensamientos bajo el pretexto del respeto; en el segundo, los que pretenden que debe existir una autoridad iluminada y certifcada por alguna autoridad que decida qué es o no arte.
Ambas posiciones representan lo que Voltaire resumió en su lapidaria fórmula: !Piensa como yo o muere!”. En las dos vertientes no hay posibilidad de pluralismo político, artístico o intelectual. Es lo que el mismo Voltaire definió como la enfermedad cuya intransigencia más hace peligrar la convivencia en cualquier comunidad civilizada, que tanto dice defender el concejal Ponce: el fanatismo.
El fanático es quien considera, según Voltaire, que su creencia no es simplemente derecho suyo, sino una obligación para él y para todos todos los demás. El fanático es quien está convencido de que su deber es obligar a los otros a creer en lo que él cree o a comportarse como si creyeran en ello. El fanático no se conforma con declarar públicamente su fe, sino que pretende imponer sus dogmas. Unas veces lo hacen desde la clandestinidad homicida, como los terroristas que entraron a la redacción de Charlie Hebdo para asesinar a sus caricaturistas; otras desde el mismo poder, como pretende hacerlo Ponce.
El debate sobre el mural ha sido dominado por posiciones fanáticas y no ha sido Ponce el único fanático involucrado en él. También participaron los fanáticos que enarbolan la corrección política como la nueva versión de lo sagrado. Son los mismo que cuando un cura condena la homosexualidad saltan en bandadas para que se le niegue el derecho a decir algo que, sin duda, es claramente atroz, o los que, desde la nueva silla de la inquisición en que se han convertido las redes sociales, se abalanzan sobre quienes no comparten su visión sobre temas blindados por lo políticamente correcto. Son los fanáticos que acribillan, condenan, deslegitiman, ridiculizan y hasta criminalizan a los blasfemos que atentan contra aquello que ha sido institucionalizado en años recientes como sagrado: decir maricas a las gais, damas a las mujeres o negros a los afrodescencientes.
En el debate, además, nadie ha mencionado otro tema al que Voltaire dedicó buena parte de su inmenso genio y que para él era elemento fundamenal para una vida civilizada: la tolerancia. ¿Cómo es que el concejal Ponce en su alegato a favor de un ambiente de paz y armonía no mencionó el concepto de la tolerancia? ¿Cómo es que quienes salieron a defender el mural blasfemo no apelaron a este principio que está inexorablemente ligado a la libertad de expresión? Una sociedad que aspire a vivir en paz y armonía, como dijo el concejal Ponce, no puede pretender hacerlo si no está dispuesta a renunciar a ciertas sensibilidades y tolerar al otro. “Hay como cuarenta millones de habitantes en Europa que no pertence a la Iglesia de Roma. ¿Debemos decirles a todos ellos: señores, ya que están infaliblemente condenados, yo no puedo ni comer ni conversar ni tener ninguna conexión con ustedes?”, decía Voltaire en su Tratado sobre la Tolerancia.
La polémica sobre el mural blasfemo terminó siendo un triste retrato del estado actual del debate público en el Ecuador. Acá parece que lo que es más importante y que está sobre todo lo demás es lo sagrado: ya sea la sensibilidad religiosa o la corrección política. Fueron muy pocos quienes salieron a defender el derecho a la blasfemia, cimiento indiscutible de la libertad de expresión, o hablaron sobre la importancia de la tolerancia. Cuando un grupo de fanáticos ingresó a la redacción de Charlie Hebdo para asesinar a sus caricaturistas, el director de ese medio escribió algunos días más tarde: “Voltaire regresa, se han vuelto locos”. Lo mismo podrían pedir los ecuatorianos: que Voltaire, o al menos su espíritu, se dé una vueltita por acá y diga un par de cosas.
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