DIARIO EL UNIVERSO
Francisco Febres Cordero
Basta escucharlos para saber que sí: que todos son unos santos. Vírgenes, mártires, miembros del coro celestial. Todo lo que hicieron lo hicieron de acuerdo a la ley. Todo lo que hicieron lo hicieron por altruismo. Para que el país tenga escuelas. Para que el país tenga carreteras. Para que el país tenga aeropuertos. Para que el país tenga hidroeléctricas, poliductos, refinerías, universidades. Para que el país tenga justicia.
Los muchos viajes presidenciales, todos con numerosa y festiva caravana, dejaban la impronta del Ecuador en visitas protocolarias, cumbres presidenciales, encuentros con grandes personalidades, actos académicos en universidades para la entrega de un nuevo honoris causa al líder, quien se atribuía la misión de convertir en país a un pedazo de tierra informe, carente de historia, de pasado.
Se había puesto orden en el caos: nunca más una manifestación callejera, nunca más una protesta, nunca más una denuncia, nunca más un gesto de irrespeto a la majestad del poder, nunca más un cuestionamiento a una labor que se proclamaba impoluta, que siempre estaba dirigida hacia el progreso, hacia el bienestar de los más pobres.
Y todo, de cara al pueblo que, alucinado observaba cómo cada semana se rendían cuentas sobre lo que se había ejecutado, sobre lo que se había gastado, sobre la incesante, sacrificada labor de cada funcionario y sobre la ceguera, la malquerencia de quienes se oponían al progreso.
La alegría de tanta transformación, de tanto cambio, de tanta revolución, se expresaba con música, con cantos, con bailes, con banderas, con pancartas, con letreros que, en medio del paisaje, daban cuenta de que ya teníamos patria, de que ya teníamos presidente.
Ya no se pensaba sino en grande. Si una escuela, del milenio; si un aeropuerto, internacional; si un dispensario, hospital; si una carretera, autopista; si una escollera, malecón; si un espectáculo, festival; si una oficina pública, edificio; si un funcionario, decenas de asesores; si un nombramiento, otro para el tío, para el hermano, para el hijo; si una asonada, intento de magnicidio.
Rompiendo fronteras terrenales, se lanzó un nanosatélite para que también en el espacio sideral la marca país brillara como estrella, aunque el escupitajo de algún astronauta despreocupado apagó su fulgor para siempre.
El país no gastaba: invertía. El país no se endeudaba: miraba hacia el futuro. Las cifras resultaban inentendibles para los no iniciados: los cientos de dólares se convertían en miles y los miles, en miles de millones. ¡Miles de millones!
Miles de millones, muchos de los cuales desaparecieron y fueron a parar en cuentas en el exterior, cuando no en paquetes arrumados en casas, sobre los techos. Miles de millones cuyo destino recién va vislumbrándose, aunque ellos dicen que no saben nada, que son unos santos, que todo lo que hicieron lo hicieron de acuerdo a la ley y lo hicieron para que el país tenga escuelas, hospitales, carreteras, refinerías, hidroeléctricas, universidades.
Basta escucharlos ahora, en que la impudicia va asomando en toda su crudeza: todos son unos santos. Tan santos que, en la beatífica plenitud de su estado de gracia, se produjo el milagro de transustanciación que los convirtió de funcionarios públicos revolucionarios en ladrones. (O)
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