DIARIO EL UNIVERSO
Francisco Febres Cordero
Quizás el coletazo de los diez años largos en que la ficción propalada por el gobierno se dio de bruces contra la realidad ocurrió cuando el vicepresidente de la República fue recibido en la Asamblea con alfombra roja, antes de que se le permitiera hablar durante cuatro horas sobre su conducta angelical y sus visiones surrealistas por medio de las cuales allí donde todo el mundo ve un desierto, él ve una refinería. Después de su actuación ante una claque que llenó la sala, la presentación culminó en la calle como una mojiganga, con tarima, orquesta, canto y baile.
Quizás el coletazo de los diez años largos en que la ficción propalada por el gobierno se dio de bruces contra la realidad ocurrió cuando el vicepresidente de la República fue recibido en la Asamblea con alfombra roja, antes de que se le permitiera hablar durante cuatro horas sobre su conducta angelical y sus visiones surrealistas por medio de las cuales allí donde todo el mundo ve un desierto, él ve una refinería. Después de su actuación ante una claque que llenó la sala, la presentación culminó en la calle como una mojiganga, con tarima, orquesta, canto y baile.
Tal parece que todo ese tinglado truculento al que el país estuvo acostumbrado se desmoronó el instante en que comenzaron a salir por las alcantarillas los olores pestíferos de la corrupción largamente acumulada, a pesar de los esfuerzos de los beneficiarios por mantenerla oculta.
El sainete que se armó para recibir con los más altos honores al vicepresidente trae a la memoria otros similares que tuvieron lugar en la misma Asamblea, en la que se condecoró con la más honrosa presea a quien capitaneó en su país una poderosa banda de asaltantes de los fondos públicos y cuya conducta fue enaltecida aquí como un ejemplo que –según se ve– muchos ya habían seguido a pie juntillas.
Fue en esa misma Asamblea donde, quien entonces ocupaba el cargo de presidenta, repitió con voz premonitoria la frase de una canción protesta, en que se invoca al Dios del cielo para que la tortilla se vuelva, los pobres coman pan y los ricos mierda mierda.
Y así como la presencia del vicepresidente en la Asamblea fue el colofón de una década perdida, y así como las palabras de la muchachita desparpajada y audaz resultaron proféticas, una última demanda contra un periodista interpuesta por quien trastocó su función de presidente de la República en la de un dictador cierra una etapa en que la justicia cumplió servilmente sus designios.
Mañana seremos testigos de un juicio en esta nueva era en que se invita a la cordura. Allí, en el banquillo de los acusados, estará quien ha hecho de la palabra un estilete para, con igual valor que inteligencia, combatir al poder y sus miserias, sin arredrarse ante las sucesivas injurias y las constantes amenazas. En su lucha no ha tenido otro escudo que la certidumbre de su verbo altivo y la convicción de que el periodismo es una misión cuyo libre ejercicio resulta indispensable para destapar tanta podredumbre acumulada. Por eso, a Martín Pallares se lo conducirá ante un tribunal con el pedido de que su destino final sea la cárcel.
Quien lo acusa, un Rafael Correa de mente poblada de fantasmas, de sueños de grandeza transformados por la realidad en pesadillas, de un poder omnímodo ahora agonizante, exhalará en el tribunal su último suspiro de ira y de venganza, al tiempo que eleva al juez su súplica para que sus “fondos de reserva” se engrosen con el pago de una multa.
En este ámbito de ribetes surrealistas, los cofrades del demandante que hoy integran la legión de nuevos ricos comienzan a huir en estampida. A su paso van comiendo a su pesar, aunque con su habitual glotonería, aquello que, según la canción, les toca. (O)
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