sábado, 29 de julio de 2017

Admitámoslo: somos un país de mierda

ESTADO DE PROPAGANDA
Por Roberto Aguilar
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Manifiesto

28 julio, 2017Por Roberto Aguilar Propaganda oficial
A las mujeres venezolanas las empiezan a acosar el día en que pisan el país. La exuberancia caribeña parece sobrepasar todas las líneas rojas hormonales del mojigato macho andino. Y las represiones sexuales durante largo tiempo contenidas, espoleadas por una posición de poder en la que inciden la pobreza, el desempleo o la falta de papeles migratorios de las víctimas, brotan desenfrenadas y aborrecibles. Hay que oír lo que cuentan estas mujeres, jóvenes como casi todos los emigrantes de su país en el nuestro, muchas de ellas con títulos universitarios y compelidas a trabajar lavando platos, sirviendo mesas o vendiendo arepas en las calles. Sus testimonios son una bofetada en la falsa conciencia que los ecuatorianos hemos construido sobre nuestra supuesta calidad de pueblo amable, generoso, buen anfitrión, cordial con los visitantes, solidario… En fin, todas esas mentiras que llevamos metidas en la cabeza y que el aparato de propaganda multiplicó durante diez años, cada vez que el lobby o los negocios cataríes de algún Alvarado nos conseguía una candidatura para los World Travel Awards o lo que fuese.
El entusiasmo y la dedicación de los activistas, el compromiso de muchas mujeres involucradas en la política y la repercusión que alcanzan los mensajes en las redes sociales han conseguido colocar el tema del acoso sexual y la violencia machista en el tope de las preocupaciones de la agenda social ecuatoriana (aunque no, todavía, de la agenda política). El número de ecuatorianas conscientes de que su vida en este país no es fácil simplemente por el hecho de ser mujeres crece día a día. Lo que ellas no sospechan es que las venezolanas la pasan mucho, pero mucho peor. A su condición de mujeres se suma su condición de emigrantes: vulnerables entre los vulnerables. Basta con hablar con ellas. Con las que pasaron por El Ejido o La Carolina, vendiendo comida, o las que sirven mesas en los restaurantes. Sus testimonios se parecen en lo esencial. Las historias se repiten…
Están las que pusieron anuncios para solicitar empleo en Internet (“Venezolana con título universitario ofrece servicios como asistente de enfermería”) y reciben una avalancha de propuestas sexuales en el más subido de los tonos.
Las que fueron citadas para una entrevista de trabajo nomás que para recibir las insinuaciones nada sutiles de un baboso que termina por ofrecerles empleo a cambio de sexo. Vaya propuesta para una mujer que necesita ese empleo desesperadamente.
Las que finalmente consiguieron un trabajo y tuvieron que dejarlo para no seguir soportando los excesos de sus jefes y sus compañeros. O porque sus empleadores las chantajeaban con el tema de la visa y ese acoso llegó a tal extremo que prefirieron vender empanadas en una esquina.
Las que dicen: “desde que llegué, casi todos los contactos y las conversaciones con hombres ecuatorianos giran alrededor de sus intentos por llevarme a la cama”.
Las que repiten: “es que los ecuatorianos piensan que todas las venezolanas somos putas, pues”. Una idea más común de la que se cree y que comparten muchas mujeres de este país con el gen machista bien instalado en el cerebro.
Las que directamente reciben ofertas de dinero cuando van caminando por la calle. Las que ya se cansaron de oír frases del tipo “M’hijita rica, cuánto cobra”.
Las que no saben a qué atenerse porque el acoso puede provenir de la gente más insospechada: “desde un chamo hasta alguien de mucho dinero, o alguien de poco dinero, o tipos bien vestidos, o tipos mal vestidos, o estudiantes, cualquiera pues”.
Las que se sienten disminuidas, las que quisieran volver a Venezuela pero evidentemente no pueden, las que lloran al contarlo.
Las madres solteras con un hijo al que no consiguen matricular en una escuela porque no tiene papeles, como si el derecho a la educación de los niños en este dizque “Estado de derechos” fuera un valor menos importante que los documentos de regularización. Así que no les resulta fácil trabajar porque no tienen a quién encargar el cuidado de sus hijos.
Y sí: las que se dedican a la prostitución, fueron contactadas allá por proxenetas de acá y llegaron a Quito a formar parte de una legión de chicas que anuncian sus servicios en Internet y pasan día y noche metidas en departamentos donde reciben a sus clientes. Departamentos llenos de cámaras de vigilancia que las observan las 24 horas del día. Y entregan la mitad de sus ganancias a esos ecuatorianos que vieron en la crisis de Venezuela una excelente oportunidad para lucrar con la explotación sexual de las mujeres. Caribeñas, desinhibidas, voluptuosas… Muy rentables.
Todo ello sin contar con la serie de atropellos que los venezolanos, hombres y mujeres expulsados de su país y que emprendieron la aventura de la emigración con quinientos, ochocientos o mil dólares en el bolsillo sufren a diario en las calles y en los trabajos que consiguen. La xenofobia de quienes los insultan en las calles; la explotación de los empleadores que los ponen a trabajar dos, cuatro semanas y luego los echan sin pagarles un centavo con cualquier pretexto (de estos casos hay cientos); el acoso de la Policía Metropolitana que los detiene y les confisca la mercadería que venden en la calle…
Huyen de la escasez, de la inseguridad, de la violencia, de los motoristas armados, de las ruinas de un país quebrado… Y vienen a dar con esto en un Ecuador que se jacta de su hospitalidad, de su solidaridad, de su amabilidad para con los extranjeros.
Abuso de poder puro y duro. Explotación de los más débiles. Violencia machista impune y sistemática. El que no tiene papeles, el que no tiene dinero, el que está desesperado por conseguir un empleo, el que no tiene cómo defenderse está jodido en este “Estado de derechos”. Peor si tiene tetas. ¿Amables, solidarios, hospitalarios? Los ecuatorianos, que adolecemos de una sospechosa obsesión por la imagen que proyectamos ante los extranjeros, deberíamos preguntar a los venezolanos que emigraron hasta acá qué opinan de nosotros. Amablemente eludirán los calificativos. Pero contarán historias que nos retratan de cuerpo entero. Que nos pintan como lo que somos: un país lleno de acomplejados, de abusadores, de arribistas, de sanguijuelas. Una manga de analfabetos gobernada por una camarilla de sinvergüenzas.
Ponemos el grito en cielo cuando escuchamos noticias de emigrantes ecuatorianos abusados en España pero aplicamos a los venezolanos el mismo trato. Y a las venezolanas, uno peor: el trato que no nos atrevemos a dar a las gringas o a las europeas; porque las gringas y las europeas tienen papeles; tienen plata o nos imaginamos que la tienen; tienen contactos, tienen una embajada de verdad, tienen prensa; tiene otro estatus, vaya. Y son rubias. Un ecuatoriano no se atrevería a preguntar a una alemana cuánto cobra. Ni en pedo, como se dice en Argentina. Es una cuestión de relaciones de poder. Es más fácil que un ecuatoriano viole y mate a una alemana (en un acto de transgresión ciega de ese poder) a que le pregunte cuánto cobra. Una venezolana, en cambio, no tiene nada. Y está más rica. La balanza del poder está a nuestro favor y no resta sino ejercerlo. El sistema que rige las relaciones de sexo y poder entre los ecuatorianos y las mujeres extranjeras dibuja a la perfección el intrincado mapa de nuestros complejos (étnicos, culturales, sociales, económicos…). Y parece que nuestros complejos tienen mucho que ver con nuestras conductas políticas.
Porque aquí, quien tiene poder abusa de él. Este es un país lleno de correítas. Autoritarios machos alfa con desplantes de gallito. Correítas de a cincuenta, diez, apenas un metro cuadrado de poder. Pero lo ejercen con el mismo desafuero con que Rafael Correa ejerció el suyo sobre los 270 mil kilómetros cuadrados que administró como corregidor de hacienda. Los ecuatorianos estamos dispuestos a soportar la autoridad de un corregidor porque ella nos autoriza a actuar como corregidores en el metro cuadrado que nos ha tocado en suerte. La tiranía correísta no fue más que un reflejo del país que la eligió, la reeligió, la soportó, la disfrutó y le sacó provecho.
Pero somos tan mojigatos que jamás llegaremos a admitirlo. Tenemos que defender la imagen que hemos construido de nosotros mismos (la de los World Travel Awards y pendejadas por el orden), así que nos falta coraje para discutir ciertas cosas. Aun para nombrarlas. Y ya es hora. Uno lee los artículos de Arturo Pérez Reverte en los que pinta a España como un país de miserables y estúpidos, “un país de mierda”, dice literalmente, y se imagina las reacciones que semejante afirmación acarrearía de ser trasladada al Ecuador. Aquí no se puede decir tal cosa, nuestros complejos no lo permitirían. ¿No se puede? Quizás esta coyuntura de postcorreísmo y vacas flacas sea el mejor momento para intentarlo. Y, puestos a intentarlo, nada mejor que empezar por esto: sí, Ecuador es un país maravilloso, como todos; y un país de mierda como pocos. El problema no es Correa, no es Odebrecht, no es siquiera Jorge Glas, que buen rayo lo parta. El problema somos todos los ciudadanos de este país de mierda.

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