DIARIO EL UNIVERSO
Francisco Febres Cordero
Es curioso cómo, después de haber trabajado tantos años en escritorios vecinos, de haber compartido tantas tazas de café, tantos cigarrillos, tantos libros, tantos sobresaltos, comprobamos que un día cualquiera nuestras vidas se bifurcan. Cada cual coge su camino y los encuentros se vuelven esporádicos, cuando no desaparecen por períodos eternos.
Es curioso cómo, después de haber trabajado tantos años en escritorios vecinos, de haber compartido tantas tazas de café, tantos cigarrillos, tantos libros, tantos sobresaltos, comprobamos que un día cualquiera nuestras vidas se bifurcan. Cada cual coge su camino y los encuentros se vuelven esporádicos, cuando no desaparecen por períodos eternos.
Hasta que una mañana ¡zas!, nos damos manos a boca al cruzar una esquina y el pasado se torna presente en un abrazo y se vuelve una charla interminable bajo un sol incandescente que nos obliga –como antes– a alejarnos tal vez hasta la llegada del próximo invierno, hasta la próxima sombra del tiempo.
Éramos jóvenes cuando nos conocimos. Tan jóvenes, que nuestros hijos compartían sus juegos cuando los llevábamos al diario para que miraran la función de títeres navideña, en esa época en que nosotros poníamos toda nuestra pasión en perfeccionar el oficio de periodistas que, creíamos, era el que iba a marcar nuestro destino.
Y sí: a él le marcó. Y aunque él era el editor de la sección Internacional, siempre creí que su interés no radicaba solo en poner en contexto las noticias del mundo para que el lector se ubicara mejor en ese caos, sino en la música. Se situaba frente a la pantalla con unos audífonos que conectaba a una pequeña casetera y se lo veía silbar bajito sin que fuera necesario preguntarle qué escuchaba: en la redacción todos sabíamos de su fijación por la música clásica y por eso suponíamos que era algo de Chopin, o Schubert o Tchaikovsky. Después, causaba estupor (y envidia) escuchar su conocimiento sobre autores, sinfonías, óperas e instrumentos, hasta el extremo de que pensábamos que en una de esas abandonaba su libreta de apuntes y su lápiz y se marchaba con una flauta traversa en la mano para integrar algún grupo de cámara pobretón y trashumante.
Pero no. Continuó en el periodismo con una alegría contagiosa, que nos llevaba a creer que escribir era fácil, sin que adivináramos que él, con su sólida cultura y su dominio del idioma, lo hacía parecer así. La sonrisa con que redactaba cada nota mientras escuchaba a Schubert (¿o era Tchaikovsky?) solo se le borraba cuando, con energía, se situaba en la mesa de editores para planificar la siguiente edición.
Ahora, Fernando Larenas ha sido nombrado director de El Telégrafo, después de una trayectoria tan larga como impecable. Su presencia abre un resquicio para la esperanza de que ese diario se aparte de la línea de obsecuencia al poder que lo marcó durante los diez últimos años, cuando quienes lo comandaban habían confundido periodismo con sumisión y en sus páginas no daban cabida sino a aquello que complacía al dictador, quien los recompensaba con halagos sabatinos, palmaditas en la nuca y almuerzos en que los ascendía de soldados rasos a cabos, con la misión de comandar su numeroso ejército de trolls.
La presencia de este periodista que escribe con mente abierta mientras silba a Schubert (¿o a Chopin?) ojalá sea un primer paso para que ese medio secuestrado por el Gobierno, financiado dispendiosamente con dineros del Estado y convertido en un espejo que reflejaba la vanidad del dictador, sus delirios de grandeza, sus triquiñuelas y sus odios, inicie una época distinta a la anterior, tan mendaz y tenebrosa.
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