La primera persona a la que quise llamar cuando supe que el gobierno de Colombia y el grupo guerrillero más grande del país habían llegado a un acuerdo de paz la semana pasada fue a mi padre.
En 1999, mi padre, Jaime Correal Martinz, fue secuestrado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, las Farc. Lo capturaron delincuentes comunes cuando regresaba a casa del trabajo, lo trasladaron a las montañas que rodean a Bogotá, y lo entregaron a la guerrilla, que pidieron un rescate y lo tuvieron cautivo durante más de ocho meses.
Mientras la esposa de mi papá, Samantha, negoció con ellos y se ocupó de cuidar a mis hermanos menores, Nicolas y Lorena, en Bogotá y yo terminaba mi segundo año de universidad en Estados Unidos, mi padre era trasladado de campamento en campamento, bajo el manto de la selva, mientras los aviones sobrevolaban. Durmió en 38 lugares diferentes.
No lo secuestraron por ninguna razón en particular. Suponían que tenía dinero y en aquella época el secuestro era común en Colombia, una de las maneras de financiación de la insurgencia, junto al tráfico de cocaína.
¿Qué pensaría mi padre del acuerdo de paz con sus secuestradores?
Mientras estuvo secuestrado, su agencia de viajes quebró. Lo perdimos todo. Y tuvimos suerte. El conflicto, que ha durado 52 años, y en el que se han enfrentado las Farc, el ejército y los paramilitares de derecha, ha dejado más de 220.000 muertos, 40.000 desaparecidos y más de cinco millones de desplazados.
La noticia de que los guerrilleros habían acordado, tras cuatro años de negociaciones, abandonar las armas, reintegrarse a la sociedad y entrar a la política, fue motivo de celebración para algunos en Colombia. Es lo más cercano que el país ha llegado al fin del conflicto, la guerra más larga del continente. La paz en Colombia, el sueño de millones de personas que la han pedido en las calles, podría convertirse en realidad. El presidente Juan Manuel Santos dijo que el acuerdo es la puerta “a una nueva etapa de nuestra historia”.
Pero el 2 de octubre, los colombianos tienen que pronunciarse sobre el acuerdo en un plebiscito. Y no se trata de una decisión simple.
Según lo pactado, los guerrilleros de las Farc serán amnistiados por delitos como el tráfico de drogas. Quienes confiesen crímenes como secuestro o asesinatos serán sujetos a entre cinco y ocho años de movilidad restringida pero no habrá cárcel. Durante ese periodo se supone que harán trabajo social en comunidades afectadas por el conflicto. El acuerdo se enfrenta a una importante oposición política y a la furia de muchos colombianos.
Mi padre rara vez habló del tiempo que pasó con las Farc. Una vez, haciendo mercado, señaló un paquete de galletas. “Eso es lo que nos daban de comer durante las caminatas”, dijo. Alguna otra vez me dijo que las botas de caucho eran una buena almohada si metías una dentro de la otra.
Esos momentos ofrecían un vistazo a ese mundo distante al que lo llevaron y cómo seguía presente en sus pensamientos. En general, y seguro que por nuestro bien, bromeaba con el secuestro, y lo llamaba “mi viaje ecológico” o unas vacaciones muy necesarias.
Una década después de lo sucedido me contó más. Conseguí una beca de Transom.org para producir un documental y nos encontramos en Bogotá. Sentados en el comedor de la casa de una amiga, dibujaba en un cuaderno, fumaba y hablaba.
Sí, le dieron comida, hasta cigarrillos. No le pusieron cadenas, pero durante seis meses estuvo confinado a un cobertizo en el que permanecía despierto por las noches y escuchaba en secreto “Voces del secuestro”, un programa de radio donde los familiares de secuestrados enviaban mensajes a sus seres queridos.
También fue obligado a caminar durante días enteros por la difícil geografía de Colombia. Una vez el ejército atacó una zona controlada por las Farc y caminó 11 días seguidos, en los que atravesó una montaña bajo la lluvia.
Entre los secuestrados que participaron en esa caminata estaban losÁngulo, una pareja pobre de casi setenta años que había sido secuestrada fuera de Bogotá. Mi papá me contó que en un momento Carmenza Ángulo se quedó atrás. Se le habían hinchado los pies y no le entraban las botas.
Mientras cojeaba descalza, su marido caminaba a su lado. Un guerrillero se quedó atrás con ellos. Cuando el grupo se detuvo para pasar la noche, el guerrillero apareció, sin los Ángulo.
Los había metido en el monte y, cumpliendo órdenes, los mató. Iban demasiado despacio. Héctor Ángulo, uno de sus hijos, me contó que pagaron el rescate y los buscaron en vano durante años. Años después, Héctor regresó al lugar con un grupo de investigadores y guerrilleros prisioneros para buscar los restos.
Mi padre vio la complejidad del conflicto desde cerca: la crueldad de las Farc y a la vez impotencia, si no la inocencia, de algunos de las guerrilleros. Algunos de sus guardias, quienes llevaban fusil, tenían 13 años. Muchos de ellos habían sido separados de sus familias y obligados a sumarse a la guerrilla.
Uno de esos guerrilleros jugó un papel en su liberación.
Cuando mi padre cumplió 265 días secuestrado estaba en un campamento con varios rehenes. Hubo un tiroteo. Era el Ejército Nacional de Colombia, unos 60 soldados. Dispararon con ametralladoras y lanzaron granadas.
Cuando terminó el ruido, se acercó un soldado con un pañuelo en la cabeza. “Son hombres libres”, les dijo. Los guerrilleros habían huido.
Entre los soldados había uno más pequeño que los demás, con pasamontañas. Tras la emboscada, se quitó la máscara y mi padre la reconoció. Tendría unos 17 años y era guerrillera de la Farc. La había visto lavando platos en uno de los campamentos.
La chica había escapado arriesgándose a la ejecución por las Farc y se había entregado al ejército. Si podían liberar a su hermano de 13 años, reclutado a la fuerza por las Farc, se comprometió a llevarlos hasta donde estaban los rehenes, entre los que estaba el conocido periodista Guillermo “La Chiva” Cortés.
Ayudó a liberar a cinco rehenes. Fue uno de los rescates con mayor número de liberados de aquella época. No sabemos lo que le pasó a ella ni a su hermano.
Tras el rescate, mi familia se mudó de inmediato a Panamá, donde teníamos raíces. Casi nunca regresábamos a Colombia, pero mi padre seguía las noticias. En los años siguientes, las Farc sufrieron una larga serie de derrotas militares que llevaron a un proceso de paz en Oslo y La Habana. Durante el proceso de paz mi padre siempre fue escéptico frente a la guerrilla, pero tenía esperanza.
¿El acuerdo de la semana es algo que él, como víctima de las Farc, apoyaría?
Ya no puedo llamarlo y preguntarle.
Mi padre murió en junio a los 63 años. Al final, el conflicto lo sobrevivió, aunque solo por un par de meses.
Después de su muerte y mientras me preparaba para volar de vuelta a Nueva York desde Panamá, abrí su armario y me quede mirando sus camisas y trajes. Diecisiete años antes, cuando se lo llevaron por primera vez, había hecho lo mismo.
La primera vez, regresó a casa de milagro. Se reunió con su mujer, Samantha, y juntos le quitaron el olor húmedo a selva antes de ponerse su vieja ropa limpia.
Le costó, pero de forma parecida logró dejar atrás el rencor, la rabia por lo que nos había pasado, que no tenía ningún sentido. Cómo tantas víctimas del conflicto están haciendo ahora, él, en su momento, optó por la paz.
El fin de semana Samantha me mandó un mensaje: “¿Sabías que Jaime quería la paz con las Farc?” Le puso un corazoncito.
Eso no significa que olvidó todo lo que vivió. Lo que vio en la selva lo llevó consigo para siempre.
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