Francisco Febres Cordero
Domingo, 14 de agosto, 2016 - 00h07
Hay momentos en que, aplastados por una realidad que nos asfixia, sacamos la cabeza en busca de oxígeno. Y revivimos.
Domingo, 14 de agosto, 2016 - 00h07
Hay momentos en que, aplastados por una realidad que nos asfixia, sacamos la cabeza en busca de oxígeno. Y revivimos.
Eso me está pasando con los Juegos Olímpicos. Que recuerde, jamás había disfrutado tanto con ninguno de los anteriores como lo estoy haciendo hoy, día por día: solo aspiro a estar frente al televisor para transportarme a otra dimensión, allá donde el ser humano se entrega entero en un esfuerzo que puede dudar horas. O segundos.
Ni siquiera conozco las reglas de ciertas disciplinas, pero el momento de la competencia me quedo absorto ante la pantalla como si fuera un experto. Va a ganar este equipo, pienso. Sí va a lograr salir bien librado de este ejercicio este gimnasta, intuyo. Este atleta no va a poder superar el mal comienzo, sospecho. Y, en el medio, me agito. Grito para mis adentros. Y luego acompaño al perdedor en un fracaso que le durará por siempre.
A veces me fijo en el país al que un deportista representa. Otras no. Me fijo solamente en las miradas. Creo que es desde allí desde donde los deportistas hablan. Su decisión destella en los ojos. Los ojos reflejan, antes de entrar a la prueba, la voluntad de ganar o la imposibilidad de conseguir el triunfo. Y, claro, muchas veces me equivoco. Y también por eso me emociono, porque me sitúo ante lo indescifrable.
Cuatro años de preparación. Se pone talco en las manos. Sube a las argollas. Hace unos movimientos elásticos que forman parte de la rutina y poco a poco va dando a sus movimientos un mayor grado de dificultad. Perfecto, dicen los locutores. Perfecto, repito, extasiado. Hace un giro. Se desprende de los aros. Vuela. Aterriza mal, trastrabilla, cae. Todo está perdido. Baja la cabeza, hace una mueca que revela el infierno por el que atraviesa y el tormento de la pregunta sin respuesta: ¿Por qué fallé?
Alto, de negra piel lustrosa y músculos macizos, se para frente a las pesas que tiene que levantar, se aferra a la barra con furia y, acuclillado, comienza a levantarla. El tiempo se detiene para el colombiano Óscar Figueroa. Cada segundo dura siglos. Se va poniendo de pie y logra situar la barra a la altura de la clavícula, mientras las venas del cuello están a punto de explotar. Es tan largo el tiempo que allí está contenida su infancia, su juventud, su madurez. Su pobreza. Su tenacidad. Levanta la barra sobre la cabeza y parece que el peso va a terminar por sepultarlo. Sus piernas tiemblan, pero consigue dar un paso para que sus pies queden alineados. Lo logra. Ese hombretón gana la medalla de oro. Bota las pesas, se sienta y llora. Como el niño que fue, como el niño que ahora es, llora.
La vi. Los locutores dijeron que tenía 36 años. No era una mujer: era un país. Su piel no tenía un color: tenía una bandera. Esa es la magia. Ese es el oxígeno que nos permite seguir respirando. Ese es nuestro sucedáneo para encarar el presente, para olvidarnos por un instante del futuro. Si tuviera un dios, me ponía a rezar por ella. En ese instante se me borró su nombre, porque Ecuador era el nombre que nos cobijaba a todos. No ganó una medalla: ganó todas. Alexandra Escobar las ganó todas.
Ya vendrá el retorno a la realidad. Mientras tanto, nos queda el inconmensurable disfrute de lo efímero. (O)
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