Buena parte de los ecuatorianos nos cansamos de la Revolución ciudadana que impulsó —o debo decir impuso— el expresidente Rafael Correa. Nunca hubo participación ciudadana, sino un exceso de presencia de Correa en todos los espacios del Estado.
Sus colaboradores debían saber de este hastío, pues cuando se retocó la Constitución en 2015 para permitir la reelección indefinida se incluyó una cláusula transitoria para impedir que Correa se postulara para su tercer mandato en 2017. Entonces, Lenín Moreno, que había sido vicepresidente en los primeros años del gobierno de Correa, fue el llamado a sucederlo como líder de su partido, Alianza País, y en la presidencia.
Desde ese momento, la estrategia de Moreno ha sido doble: desmarcarse del correísmo y acercarse al resto de las fuerzas políticas del país. Era necesario reconciliar a Ecuador y llamar al diálogo nacional. Moreno sabía que tenía que atraer a los millones de ecuatorianos (el 48,8 por ciento de los electores) que votaron por su adversario, Guillermo Lasso, así que apenas Correa se marchó a Bélgica —país de origen de su esposa—, empezó a hacer lo que habría hecho la oposición: señalar las fallas de su antecesor.
El inventario de la mala gestión de Correa es amplio: 640 obras inconclusas, una refinería a punto de explotar, una universidad que quiso ser el Silicon Valley ecuatoriano pero no despegó. Además, Jorge Glas, el vicepresidente que Moreno heredó de Correa, apareció implicado en la trama de Odebrecht. “Lastimosamente, el dedo apunta cada vez más hacia usted”, le dijo Moreno antes de quitarle sus funciones. Hace unos días, Glas fue sentenciado a seis años de cárcelpor asociación ilícita. Es el primero de otros ocho delitos que incluyen peculado, cohecho y lavado de activos.
Arrinconar al que fuera su compañero de boleta le dio popularidad a Moreno: el 76,5 por ciento de los ecuatorianos aprueba la gestión de Moreno. Esa popularidad, sin embargo, ha desatado un intenso pugilato político por asaltos con Correa del cual los ecuatorianos nos hemos convertido en espectadores.
El primer round fue en la Asamblea Nacional, donde de los 74 legisladores que llegaron con la bandera verde flex de Alianza País quedaron solamente 30 asambleístas fieles a Correa. Esa facción maniobró para quitarle la dirección del partido a Moreno, quien acudió a los tribunales y consiguió que ese pequeño golpe de partido fracasara.
Para el segundo round, Correa volvió al país para defender su legado —la Revolución ciudadana— como si el país fuera un cuadrilátero. Y regresó con un mesianismo exacerbado: “Lo importante no soy yo, es la patria”. Estaba convencido de que iba a anular a su sucesor movilizando a miles de personas, pero sus actos fueron débiles y la convención del partido que organizaron sus seguidores ni siquiera tuvo el aval del Consejo Nacional Electoral. Su visita se redujo a una noticia secundaria, sin duda una revancha de los medios de comunicación que desde 2013 fueron presionados por la Ley de Comunicación de Correa, que estableció un sistema de sanciones económicas y derivó en un régimen de autocensura.
A Moreno le fue mejor. Esperó su turno y lanzó un golpe letal e impredecible: convocó, a través de un decreto que se saltó a la Corte Constitucional, una consulta popular que plantea eliminar la reelección indefinida y cesar el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social. En términos prácticos esto compromete la permanencia del fiscal general del Estado, el contralor, los superintendentes, los jueces de la Corte Constitucional y todas las autoridades de control que se nombraron durante el mandato de Correa. Es la muerte del correísmo.
Los espectadores nos maravillamos con la estrategia de Moreno, no vimos venir ese gancho. Correa salió derrotado y ahora se dedica a hacer cabildeo en foros internacionales para vender la idea de que se ha roto el orden constitucional en Ecuador. Su legado político es apenas el nombre de un bloque de oposición en la asamblea detrás del cual se agrupan sus seguidores. Pocos dudan que Moreno ganó esta pelea.
Ahora que el país deja de ser un ring, los ecuatorianos nos preguntamos qué viene. Si antes sufrimos por un exceso de presidente, ahora tememos su ausencia. Seis meses del nuevo gobierno es un tiempo prudente para exigir resultados: ¿cuál es la hoja de ruta para cumplir con los 250.000 empleos anuales, la construcción de las 225.000 viviendas, el incremento del bono de desarrollo humano de 50 a 150 dólares que Moreno propuso antes de ceñirse la banda presidencial?
En algún momento Moreno tendrá que gobernar. Su mensaje conciliador y optimista, que vemos televisado en El gobierno informa, su rendición de cuentas semanal, no será suficiente. Tampoco bastarán los logros sociales que repite como mantras: el médico del barrio, el bachillerato inclusivo, el aumento de cupo para las universidades, los créditos para los agricultores; ni la improvisación de otros tantos programas sociales llamados “misiones”. En algún momento él y la primera dama, quien ahora mismo encabeza la nueva cruzada para identificar las necesidades de las personas con discapacidad, tendrán que rendir cuentas.
Hay temas apremiantes que aún no han sido resueltos, como la venta de petróleo crudo a un precio muy por debajo del mercado a PetroChina, Unipec y PetroTailandia, porque hay créditos por pagar. La política del endeudamiento, que durante el correísmo superó el 40 por ciento del PIB, sigue siendo la de Moreno.
El presidente acaba de terminar una gira por Europa. Aunque, a diferencia de Correa, las autoridades españolas recibieron al presidente, no está claro cuáles serán los frutos del viaje. Con todo, criticar a Moreno es un arte complicado. La oposición y la sociedad civil parecen conformarse con la muerte anunciada del correísmo. Al final, después de los rounds, no hay cambios profundos y seguimos sin saber adónde va Ecuador.
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